Retazos de la historia flamean en sus calles cubiertas de conchillas marinas (está a 400 kilómetros del mar), que muestran que el océano cubrió esta área hace miles de años, muchísimo antes de que los pobladores fundacionales decidieran asentarse allí, resabiados por los levantamientos de los caciques originarios y sus compañeros de infortunio que los porteños enviaban presos a la reducción de chanás Santo Domingo de Soriano en el segundo asentamiento: la Isla del Vizcaíno. Ahí enfrente, donde Hernando Arias de Saavedra introdujo las primeras vacas que llegaron a la Banda Oriental. Cansados también de soportar tantas crecidas del río Negro, en fecha aún en discusión (no está claro si fue en 1708 o en 1718) cura y feligreses criollos, españoles, negros esclavos, chanás “reducidos” y algunos charrúas de paso habitaron la margen izquierda del río y a siete kilómetros de su desembocadura en el Uruguay levantaron los primeros ranchos, la iglesia, alguna casa de ladrillo asentado en barro con techo de tejas que los negros esclavos moldeaban sobre sus muslos. La primera población de esta parte del río de los pájaros pintados fue el germen que daría comienzo al nacimiento del país.
En ella estuvo viviendo don José Artigas, que en amores con Isabel Velásquez (o Sánchez, tampoco está claro) fue padre de cuatro hijos. El primero, el único varón, Juan Manuel, lo acompañaría en su campaña revolucionaria; de las tres siguientes sólo sobrevivió la última, de quien hoy quedan choznos que todos nos cruzamos en el andar por sus calles. Es una rara sensación tomar mates con un descendiente directo de Artigas, pero hay tanto paisaje para sacar a pasear la magia que todos tenemos que sólo hay que soltarla a que retoce.
El Grito de Asencio, arroyo ubicado a unas leguas de distancia, fue el inicio que puso en alerta a los españoles. Desde el puerto montevideano enviaron una flotilla de guerra con intención de someter a los sublevados y tomar posesión de la villa, principal centro económico y político de la región. Pero los revolucionarios se enteraron y enviaron, a su vez, a 200 hombres para defenderla, que Artigas dispuso a lo largo de varios kilómetros alrededor del poblado. Ignorantes de esto, luego de recibir la negativa de los pobladores a rendirse los españoles comenzaron a bombardearla.
Los peores daños los sufrió la capilla, blanco preferido de los disparos, especialmente su techo, pero buena parte de su estructura pudo mantenerse en pie gracias a los muros de más de un metro de grosor. Luego del fuego intenso, creyendo al pueblo rendido, las fuerzas invasoras desembarcaron con la intención de incendiar los ranchos que quedaban, pero fue en ese momento que las tropas revolucionarias entraron en acción, sorprendiendo a los españoles por los flancos y el frente, rodeándolos contra el río y obligando a los sobrevivientes a volver a sus naves, luego de una cruenta lucha.
La batalla de Soriano fue el nombre que se le dio a este primer bombardeo naval a una población de la Banda Oriental, un hecho que reafirmó a Artigas en sus propósitos libertarios.
Vestigio de aquella acción, en el Museo Casa de Marfetán se exhibe una de las balas de cañón.
Durante más de tres décadas el aficionado a la arqueología Antonio Maeso estuvo yendo a Villa Soriano en búsqueda de piezas en enterramientos chanás. Llegó a recolectar 70.000, muchas de las cuales mostraba en un museo privado instalado en Montevideo. Luego de su fallecimiento y del de su esposa, sus descendientes comenzaron a venderlas, hasta que ante el reclamo de los pobladores, el primer gobierno de Tabaré Vázquez compró las restantes (se habla de que ya habían sido vendidas unas 20.000), adquirió una casona frente a la plaza Artigas y la acondicionó como museo en el que se exhiben unas 300.
Actualmente todavía es posible encontrar restos de cacharros en las orillas del Hum, nombre que los indígenas le dieron al río Negro. Hoy doña Sandra, propietaria de la chacra turística La Rústica, que queda una legua antes de llegar a la villa, además de servicios gastronómicos, de alojamiento, la huerta orgánica y charlas amenas tiene un taller de alfarería nativa en el que trabaja el barro crudo a la manera del pueblo originario “reducido” por la Iglesia católica. Expone, elabora y enseña la técnica a quien le interese, todo en un entorno de sombra verde y rica comida casera adornado con antiguos cacharros y herramientas que usaron nuestros abuelos para labrar la tierra y sobrevivir en la campiña.
El viejo y seco esqueleto del timbó de la entrada de la villa hace menos de un lustro que perdió sus hojas y su savia. Vivió más de un siglo y ahora es testimonio silente de épocas pasadas. No nació allí por casualidad. Paco Artega, hijo del Paco Artega original, que adornó su casa con máscaras de cemento, conchillas y caparazones de caracoles modeladas con sus manos y su inspiración, cuenta que su abuelo paterno, Juan Eleuterio Artega, “Juanillo”, era un empleado municipal que tanto ponía luz a las noches encendiendo los faroles públicos ayudado por un hisopo largo y montado a caballo, siempre acompañado por su perro, como cavaba en el cementerio las fosas para los muertos, procurándoles la oscuridad eterna.
Gran colorado, cuando se pasaba de vinos gritaba en las calles:
—¡Viva Pablo Galarza! ¡Acá va Juanillo mamáo!
Y enfilaba derecho a la comisaría para que lo metieran preso.
Cuando hacía las veces de sepulturero dejaba el caballo en el prado, lugar exento de árboles. Un día un vecino, Mariano Mendieta, un viejito que vivía por allí, viendo que el caballo pasaba horas al sol, le comentó:
—Voy a plantarte un árbol para que el animal tenga sombra.
Y cruzó la calle Cabildo, se metió en la chacra de los Martinelli (aún viven allí descendientes de la familia y del “oreja de negro”) y pidió una semilla de timbó, que plantó, regó y cuidó hasta que el árbol pudo arreglárselas solo; unos años más tarde, el caballo de Juanillo pudo guarecerse del sol. Paco, hijo de Juanillo y padre del Paco actual, por entonces tenía 20 años. El timbó superó los 100 años de cobijar caballos, vacas, ovejas, perros, familias, muchos gurises que lo cosquilleaban trepando por sus largas, muy largas ramas, jóvenes que se sentaban sobre ellas a darse besos y jurarse amores, visitantes asombrados de su porte que le tomaban fotografías... Un mal día apareció con una rama enferma, secándose, y hubo alarma, pero no se hizo todo lo que debió hacerse y se fue muriendo, rama a rama, hasta que el viento se llevó la última “oreja de negro”. De esto hace unos años pero ahí está, recibiendo a los visitantes para regodearse con las bocas abiertas por el asombro.
Cuando su padre no regresó en un par de años, Chocho supo que nunca volvería. Se prometió que nunca más pisaría las tablas de lapacho paraguayo del muelle, pero no podía contener, día a día, el giro, la levantada de cabeza para estacionar sus ojos frente al horizonte festoneado del verde multitudinario de las islas. Abandonaba la espera, desesperanzado, con la rebeldía pública del “¡Nunca más lo espero!” que gritaba una y otra vez que desandaba las tablas curtidas del muelle para regresar a la casa con su bastón atravesado en la espalda para caminar erguido. Sin embargo, el reojo en los amaneceres contenía la línea del horizonte del río, aguas abajo, a pocas remadas de la desembocadura en el río mayor. Por aquel torrente ya no regresaría Paulo Stasiopoulus, su padre, que le había prometido:
—Volveré embarcado como buen griego. Espéreme, hijo, que volveré.
Don Paulo, cuando llegó a esta tierra huyendo de la Segunda Guerra Mundial, se juntó con una mujer de la villa. Les nacieron cinco hijos, todos en días y noches que él no estuvo porque andaba negreando de tizne, ya no de bombas, en los hornos de carbón vegetal que hacía a la vera del río. Amó a sus hijos y tuvo debilidad por Chocho, el quinto, el único varón nacido cuando la guerra ya había terminado.
La sonrisa que el Griego siempre había escondido afloró cuando al fin algunos lo vieron la mañana aquella en la que se fue acompañado por Helena, una de sus hijas, al puerto de Montevideo para regresar a su país natal a juntarse con la familia que había dejado en la huida.
Durante un buen tiempo de tanto en tanto se habló de aquello, hasta que al único testigo sobreviviente que contaba la historia se le ocurrió morirse. Le había escuchado decir al Griego entre dientes:
—Voy a ver a mis hijos mayores y a conocer a mis nietos... Pero volveré. Siempre le digo a m’hijo Chocho que me espere en el muelle.
Él continuaba esperándolo y dos por tres se sentaba en un banco al final del muelle, fumaba gruesos cigarros de tabaco armado y miraba hacia el este. Se murió llevándose la espera.
Villa Soriano está en el kilómetro 0 de la ruta 95, a 39 kilómetros de la capital del departamento, Mercedes, y a poco menos de 300 kilómetros de Montevideo. Más información: www.soriano.gub.uy/turismo.html. Teléfono: 4532 2201.
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