“Sí, la tengo yo”: eso es lo que le tenía que haber respondido al famoso periodista de deportes cuando me preguntó si no había visto una lapicera con tales y tales características. Pero no, no lo hice, ni en la primera oportunidad ni en la segunda ni en todas las otras en las que habría estado más o menos bien hacerlo.
Recién hoy, cuando ya han pasado veintipico de años de aquel episodio, me animo a escribir esas cuatro palabras fatales, con una coma. ¿Por qué demoré tanto? No puedo responder eso ahora, pero descarto por completo la posibilidad de que el problema, mi problema, sea que me tomo mucho tiempo para contestar. Ya respondí la primera pregunta, por fin, y con esa, sin ese peso que llevaba encima, tal vez pueda responder la segunda.
Garrilio y yo compartimos algunos días, algunos años, la redacción del desaparecido vespertino Últimas Noticias. Él era jefe de redacción de la sección Deportes, yo un humilde colaborador en un suplemento de rock. Garrillio hacía que el diario se vendiera y mucho. Era una de sus principales figuras, y además salía en televisión. Siempre me pareció un tipo educado y correcto, y así lo demostraba en el trato diario con cada uno de los trabajadores de aquella empresa. Jamás se sacaba el saco de su traje ni la corbata. Usaba un perfume caro, o tal vez era muy barato —no sabría distinguir—, pero seguro rociaba su cuerpo con grandes cantidades que hacían notar su presencia en cualquier sector de la redacción, incluso cuando pasaba semanas fuera del país cubriendo partidos de la Copa Libertadores.
Ese día él tenía razón: le faltaba una lapicera. Había perdido una de sus herramientas más valiosas, y el episodio sucedía de forma repentina y sorpresiva.
—¿Tú no viste una lapicera que estaba acá?
—No —respondí seguro, pero solamente por los nervios que me provocaba cada vez que hablaba conmigo.
En ese instante, la verdad es que yo no sabía cuál era la respuesta correcta; pensé que mi negativa podía poner fin a ese momento incómodo rápidamente y podría seguir con mis cosas.
Había un problema. Sí, la había visto, incluso la había usado, incluso la tenía yo, pero el “no” inicial solucionaba todo, y si estaba relacionado con la verdad o con la mentira para mí era un asunto muy menor.
El asunto, sin embargo, se volvió mayor.
Al rato Garrilio me volvió a preguntar, ahora agregando a su consulta una descripción bastante exacta del modelo perdido. Se trataba de una lapicera similar al modelo Cristal de Bic, pero algo más cara o con mejor trazo. Eso no me impidió pensar para mis adentros que Garrilio se estaba quejando pesadamente por una lapicera sin valor, aunque por su insistencia evidentemente sí lo tenía para él.
Cuando me estaba quedando tranquilo, esa tarde de jueves sin apuros, se me volvió a aparecer, luego de finalizada una búsqueda exhaustiva por los escritorios y las cabezas de otros compañeros menos sospechosos. Se lo notaba algo fastidiado y lo expresaba sin disimulos. El fastidio de su falta, y el que le provocaba ser testigo de una mentira de la que estaba siendo víctima.
—No —respondí nuevamente, esta vez sólo con gestos del rostro, con los ojos y la boca muy cerrados.
Ese día él se fue tarde pero se fue, y yo también. Camino a casa intenté justificar mi mentira para que no me pesara tanto en la consciencia. Dormí relativamente tranquilo con esa explicación, pero cada tanto me despertaba con su rostro bien peinado cerca del mío. Garrilio no pertenecía a mi clase social, no pertenecía a mi partido político. Con sus gustos deportivos no tenía problemas. ¿Habría tal vez algo de justicia en el hecho de quedarme con un objeto que tal vez, aunque ínfimo, podría representar en cada centilitro de tinta toda la plusvalía robada por la oligarquía uruguaya que, sin dudas, él sabía representar?
No, un disparate. Tenía que reconocer mi error lo antes posible.
Al día siguiente volvió a confrontarme. Fui preparado: “No, no la vi”. Ahora estaba mintiendo con mayor descaro, pero era necesario. Quería convencerlo de que no tenía ningún problema con él, lo cual en rigor era cierto, y que no había ninguna razón para que yo me quedara con algo que no me pertenecía y sí le pertenecía a él. En mi rostro le expresé algo de pena y preocupación. La lapicera estaba escondida, en mi casa.
Pensé que lo mejor era que la lapicera regresara a sus manos pero de forma algo mágica. Una madrugada entraría al diario y la dejaría sobre su escritorio. No lo hice, ¿tengo respuesta para esa tercera negativa?
Lo voy a pensar un rato.