Antes, cada vez que me miraba en el espejo pensaba en ti, y tenía la sensación de que iba a vomitar un conejito. Me ponía triste y salía corriendo a buscar tus libros para leer las partes subrayadas en azul, evitaba las subrayadas en rojo porque eran aquellas que más celos me habían provocado, y enseguida comenzaba a confiar en que pronto iba a saber de ti, en que por alguna ley del universo ibas a aparecer, en que apaciguada en esa otra gran virtud tuya, la literatura, iba a poder recordarte con menos desazón, sin el rubor de haberte amado como si fuera lo último que me tocaría hacer en esta vida. Me entregaba a tu erudición, deslumbrada y feliz de haberle pertenecido también a tu cabeza, y el conejo dejaba de hacerme la cosquilla en el estómago, se quedaba dormido o algo así.
Ahora casi no pienso en ti, pero cuando me miro al espejo se me ocurren palabras de las que a veces no sé bien el significado. En el baño, por ejemplo, siento el martilleo con que la palabra apotropaico resuena en mi cabeza, y aprovecho el vapor impregnado en el cristal para escribir ¿apotropaico? Después lo busco en el diccionario y no aparece, pero sí lo encuentro en la enciclopedia: “Apotropaico: mecanismo de defensa que la superstición o las pseudociencias atribuyen a determinados actos, rituales, objetos o frases formularias. Algunos apotropaicos serían tocar madera, cruzar los dedos, decir ‘¡Jesús!’ para rechazar el mal agüero de un estornudo. Incluso, los romanos cortaban las manos a los suicidas como acto apotropaico para defenderse del mal espíritu”. Mira tú, ¿y a qué viene esa palabra a mi cabeza?
Frente al espejo del baño también me han asaltado palabras como violáceo, violoncello, concertista o rasquetear, que es pasar un cepillo por el pelo de un caballo para limpiarlo. Sin embargo, en el cuarto, mientras me aplico el lápiz y el rímel, se me aparecen geisha, cirugía, exfoliante, que de algún modo podrían tener que ver con el acto casi litúrgico de una mujer de treinta mirándose al espejo. Pero se me ocurren también abedul, panal, cubeta, otorrinolaringología, la pareja filo-cortante o el término eurítmico, que claro, es relativo a la euritmia, que no es más que un ritmo armonioso o la buena disposición y correspondencia de las diversas partes de una obra de arte —ya quisiera yo—. Se refiere también a la regularidad del pulso, bueno, eso es lo que dice el diccionario.
Lo cierto es que ya casi no me acuerdo de ti, no invoco tu nombre seis veces para ver si tocas a la puerta o llamas por teléfono. No se me aparece tu cara de seductor incorregible, ni me acerco a dejar dibujitos abstractos con mi aliento mientras suena en mi cabeza el “FULANO DE TAL”, “FULANO DE TAL”, “FULANO DE TAL”. Sólo ha habido veces en las que palabras como jirafa, licantropía, revolotear, conjetura, zoológico, negro, temblor o nevermente, que es una palabra que sólo te he escuchado a ti y a la que era tu esposa, te traen por los pelos a este desorden que es mi memoria, y como empieza entonces a removerse el conejito en la boca del estómago me dan ganas de ir a leer tus versos, o las marcas azules que he dejado en todas tus novelas (siempre con el cuidado de no pasar la vista por las marcas en rojo), incluso de llamarte para saber de ti. Pero me abstengo, por supuesto.
Sin embargo esta mañana, cepillándome los dientes, por cada tres movimientos de muñeca mi cabeza repetía la palabra avulsión, la podía ver escrita con mi letra, con su uve y su ese preciosas. Y todavía no me había acordado de ti cuando sentí el conejito en el estómago y pensé enseguida en el síndrome del miembro fantasma. Me enjuagué la boca, y llegando al librero, apurada, porque casi siempre se me está haciendo tarde para llegar al trabajo, me vi en el espejo que ha puesto mi madre frente a la puerta con el afán de que todo el que pida algo para nosotros reciba a cambio lo mismo, y el espejo me gritó ni-se-te-ocurra, y trajo a mi cabeza las palabras reminiscencia, ansiedad, recaída, tentación, y el conjunto recuerda-que-todavía-puedes-amar-a-ese-hombre; y me imaginé sembrando tréboles para el conejo que enseguida comenzaría a querer salir.
Fue entonces que me persigné y saqué un libro al azar, de la parte del librero donde bien sé que no va a haber ninguno tuyo, y camino al trabajo lo manoseé un rato antes de meterlo en la cartera, y mirando de soslayo la contraportada pude leer: “El Premio de Literatura Defendiéndose del Infortunio, creado por iniciativa de uno de los más importantes novelistas y ensayistas contemporáneos, recayó en esta, su sexta edición, en Siempre habrá que hacerle caso a los espejos, de Octavio Riverón”. “¡Qué simpático!, otro con el tema de los espejos”, me dije. “En esta pieza las mezclas culturales, ciertos fetiches del erotismo y la astuta sutilización del lenguaje se emulsionan en una trama de dramatismo y vigor muy singulares...”. “Parece que además el libro va a estar bueno”, pensé. Y ya casi al guardarlo, sin que me diera tiempo a ponerme los dedos en la boca como una pinza abierta, y sin poder evitar la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas, terminé de leer: “Dejó constancia el jurado, integrado por Juanita Romero, Alberto Gutiérrez y ‘Fulano de Tal’”.
Domingo 24 de marzo de 2013
1.14 de la madrugada.