El acantilado tenía la altura justa para que King Kong, sentado en el bordecito, remojara sus patas en el mar. Llevaba unos minutos haciéndolo, cuando escuchó las pisadas características de su mejor amigo.

—Perdoná que no pude llegar antes. El tráfico en Tokio estaba mortal.

Godzilla se sentó justo al lado del simio gigante, con las rodillas flexionadas porque era un poco más alto.

—Todo bien.

—Cambiá esa cara, loco. ¿Qué pasó?

Kong suspiró, manteniendo la vista perdida en el horizonte.

—Cortamos con Susan. Bah, cortó ella. Dijo que yo estaba yendo demasiado rápido y que no se sentía cómoda.

—¿Cuánto tiempo llevaban saliendo?

—Un mes y poquito. Casi dos meses.

—No me digas que la llevaste a ver la ciudad desde la terraza de algún edificio.

—¿Cómo supiste?

Godzilla se sacó un pedazo de guardabarros de entre los dientes antes de contestar.

—Porque hace años que venís haciendo lo mismo. Y vas a seguir así hasta que puedas superar lo que pasó con Anne.

—Ni me la nombres.

En 1933, la apacible vida de Kong en la isla Calavera se vio sacudida al conocer a una joven actriz humana. Poco tiempo después emigró a la gran ciudad, pero la relación no prosperó y la caída fue durísima para el animal.

—¿Ves? Seguís mal. Y eso que todos los que te conocemos te advertimos que la cosa iba a terminar mal. Que Anne era muy chica para vos, que estaba enfocada en su carrera. ¿Te acordás de qué pasó cuando la llevaste a la terraza para ver la ciudad?

—Se puso a gritar que quería bajar, que no quería estar ahí.

—Y vos las seguís llevando ahí. Tenés que aprender a escuchar a los otros, King. Ni te digo a las minas con las que salís.

—Ya lo sé, pero es difícil cuando lo único que dicen es “¡Aaaah! ¡Aaaah! ¡Ayuda!”.

Los dos se rieron por la ocurrencia.

—Hablando en serio —insistió Godzilla—: dales su espacio. No las asfixies. Y por favor, empezá a salir con mujeres más grandes.

—¡Pará, Susan no era tan chica!

—¿Ah, no? ¿Qué tamaño tenía?

Kong separó las manos como un pescador que recuerda a su presa, y al igual que el pescador, mintió con el tamaño. Godzilla levantó sus cejotas verdes y miró hacia arriba.

—Sigue siendo demasiado chica.

La conversación estaba tan apasionada, que no sintieron la llegada de una tercera bestia hasta que su voz gruesa y delicada los interrumpió.

—Disculpen...

Al darse vuelta se encontraron con una gorila casi tan grande como King Kong, un poco nerviosa.

—¿En qué podemos ayudarte?

—Necesito un lugar para esconderme. Es bastante urgente. ¿Alguno de ustedes me podría ayudar?

—Mi amigo King conoce los mejores escondites de la zona. ¿No es cierto, King? —dijo Godzilla, que le dio un codazo tan fuerte que el simio casi se cae por el acantilado.

—¡Ey! Sí, supongo que conozco.

—Acompañá a la joven hasta que pueda comunicarse con su pareja y avisarle que está bien.

—No, no. No tengo pareja.

Godzilla guiñó un ojo y ayudó a su compañero a levantarse. Vio a los dos mamíferos gigantes alejándose entre las colinas justo cuando se ponía el sol, y decidió quedarse un ratito más. Para no estar a oscuras, escupió fuego sobre un barco de pasajeros que estaba atracado cerca de la orilla, transformándolo en una especie de antorcha flotante. King Kong volvió dos horas después.

—¡Querido! Te tomaste tu tiempo.

—No lo vas a poder creer. Mañana tengo una cita.

—¡Qué alegría! La simia andaba tan apurada que pensé que no se iban a ver más.

—¿Lady Kong? Sí, se había escapado del laboratorio de la doctora Sanders, del Departamento de Criptozoología. A último momento se subió al vagón de un tren y pudo escapar.

—Te habrá dejado un teléfono, una forma de contactarla...

—Nada.

—¿Y la cita?

—A la vuelta me crucé con la doctora Sanders, conversamos un rato y le dije de vernos. ¿Te parece que la lleve a lo más alto de un edificio?

El segundo barco que incendió Godzilla no fue para iluminarse, sino de la calentura.