En diciembre Pablo Dobrinin (Montevideo, 1970) ganó el Premio Anual de Literatura en la categoría narrativa édita por su libro El mar aéreo, cuyo relato central —y varios otros— publicamos en esta revista. Dobrinin, que coquetea con la ciencia ficción, la fantasía, el policial y otras avenidas literarias, está en Lento desde los primeros tiempos, y siempre es una alegría compartir sus creaciones.

Había llegado a la mansión Cornwall tras un largo y tedioso viaje en diligencia. Durante el trayecto, la contemplación de las insípidas praderas, apenas salpicadas de árboles y arbustos, tuvo en mí un efecto sedante, y cuando descendí del vehículo y contemplé la fachada de la antigua construcción recortada sobre el ocaso las expectativas que me había trazado fueron sustituidas por una inefable sensación de desprendimiento. Conocía la casona a través de fotografías, y sabía de los jardines de cien metros de largo, los dos pisos, las dos torres y las treinta habitaciones, e incluso tenía una idea aproximada de las dimensiones, pero ahora, al observarla frente a frente por primera vez, comprendí que había algo que ninguna imagen podía revelar. La mansión Cornwall, a pesar de que su tamaño debería transmitirme una inequívoca idea de solidez, me pareció un espejismo. Había algo en ella que aún no acababa de descifrar, pero que me resultaba desagradable, como una mentira sostenida por la fe.

Pero no había ido hasta allí para dejarme intimidar, así que me alisé las arrugas del traje verde de pana, apreté el nudo de la corbata, me ajusté el sombrero de fieltro y, con una maleta en cada mano, avancé decidido.

Al llegar a la verja, un guardia de mirada vacía se acercó, me preguntó mi nombre y me permitió el acceso.

Luego, flanqueado por altos y perfectos rosales, comencé a recorrer la senda principal. A mitad de camino, de atrás de un cantero salió un viejo en ropas de faena, y me miró mientras sostenía unas largas tijeras de podar.

Lo saludé llevando dos dedos al ala de mi sombrero y él respondió con un gesto tímido de su mano. Era un individuo pelirrojo, de cuarenta años, rústico, fornido.

Tenía una mirada huidiza y, en el fondo de sus ojos, detecté cierto brillo que parecía responder a un peligro que, aunque invisible, se palpaba en el aire. Argüí que no era yo el causante del mismo. Antes, me dio la impresión de que el jardinero pertenecía a esa estirpe de personas que viven como si un inmenso ojo las contemplara desde el cielo.

Cuando llegué a la entrada, apoyé las maletas en el suelo, respiré hondo, sujeté la aldaba con forma de cabeza de león y di tres golpes firmes.

Poco después, la pesada puerta se abrió, y una figura alta y rígida, vestida con frac de mayordomo, apareció en el umbral.

No me resultó sencillo calcular su edad, aunque sin duda era mayor de cincuenta. En todo caso, más allá del empeño que ponía en mantener el cuerpo erguido, su mirada me hizo pensar en un viajero cansado, detenido para siempre en una remota estación de trenes.

—Buenas tardes —dije al tiempo que me quitaba el sombrero—. Mi nombre es Oliverio Manfredi.

Aquel hombre, que me llevaba más de veinte centímetros de altura y que parecía haber desterrado toda posibilidad de sonrisa, señaló con una voz mustia:

—Buenos tardes, señor Manfredi, lo estábamos esperando. En este momento la señora Cornwall se encuentra de paseo en la ciudad. A ella le gustaría estar aquí para recibirlo en persona, pero por desgracia el río se ha desbordado y no podrá regresar hasta que se recomponga la situación.

—Entiendo, y eso podría demorar unos días.

—No lo sabemos con exactitud. De todos modos, la señora me ha dejado instrucciones precisas para que usted se instale como es debido. Mi nombre es Edgar y estoy a su disposición.

—Gracias.

—Ahora permítame guiarlo, por favor —dijo, al tiempo que se inclinaba para recoger mis maletas.

—Sólo la más chica, yo llevaré la otra —señalé con un celo que no pasó desapercibido para mi interlocutor.

La habitación de la torre carecía de todo lujo, pero se adaptaba a mis necesidades. Tenía una cama, un ropero, una mesa y una silla.

Desempaqué mis cosas y abrí el ventanal para que entrara un poco de aire. Desde allí se apreciaban los geométricos jardines de rosas y el largo camino que se perdía en el horizonte.

Luego, por una escalera situada en un rincón, subí hasta la azotea. Apostado en las almenas, contemplé los fondos de la propiedad. Mientras el aire frío me daba en el rostro, observé el huerto, el granero, las caballerizas y unas edificaciones precarias que supuse destinadas al personal de servicio. Un poco más lejos, un frondoso bosque sobre el que volaban algunos pájaros ponía una nota distinta en la pradera.

En el baño de huéspedes tomé una reparadora ducha de agua caliente. Me vestí con mi mejor traje y a las diez de la noche bajé a cenar.

El comedor era uno de los sitios más lujosos de la mansión. Una gigantesca araña de cristales con forma de lágrimas pendía como una amenaza en el centro de la habitación. El piso de madera pulida sólo era visible en los bordes debido a que sobre él se extendía una alfombra persa, y había no menos de una docena de elegantes sillas de altos respaldos en torno a una larga mesa cubierta por un mantel blanco con encajes dorados. Todos los muebles, incluido un regio cristalero con copas de bohemia y un reloj de péndulo, habían sido construidos en roble blanco, lo que dotaba a la estancia de ese aroma seco y ligeramente ahumado, tan característico de los ambientes que aspiran a una belleza atemporal.

La pared del fondo estaba adornada con escudos heráldicos y largas espadas, la de la derecha lucía tapices con escenas de caza, y la que estaba a mi izquierda tenía grandes ventanales a través de los cuales se derramaba una luz ámbar que provenía de los fondos de la mansión.

No había acabado de asimilar aquella fastuosidad cuando reparé en el hecho de que sobre la larga mesa, cerca de la cabecera, se había dispuesto un solitario juego de cubiertos de brillante plata. Nunca una mesa me había resultado tan grande. Corrí la silla procurando hacer el menor ruido posible y me senté.

Un momento después escuché pasos a mi espalda.

Esperé sin moverme.

Unas manos enguantadas depositaron la bandeja de la cena sobre la mesa. Lucía muy apetitoso: un humeante y aromático estofado de conejo a la provenzal, pan de campo y vino tinto. Justo lo que necesitaba.

—Qué agradable sorpresa, Oliverio —susurró una voz de mujer.

Al elevar la vista me topé con un delantal, una breve cintura, unos pechos redondos que abultaban una camisa negra, unos labios carnosos en un rostro caucásico, una nariz pequeña y unas bellas pestañas.

—Mariel. No sabía que trabajabas aquí.

Aunque no había nadie cerca, los dos hablábamos en voz muy baja, como si el ambiente nos impusiera condiciones.

—Empecé hace una semana. Yo tampoco esperaba verte en la mansión Cornwall. ¿Qué es lo que intentas vender aquí?

—Nada, Mariel. Ya no me dedico al comercio. Ahora trabajo para el gobierno.

—Oh, suena importante.

—Y lo es, pero por favor no lo comentes con nadie.

—Como digas.

Ella llevaba el abundante cabello negro recogido, pero cuando se inclinó para servir la comida, una hebra se salió del broche y cayó sinuosa sobre la blanca mejilla. Era muy hermosa.

—Gracias.

—De nada —sonrió—. Te veré esta noche.

—¿Esta noche?

—No te habrás olvidado de mí, ¿verdad, Oliverio?

—No.

—Bien. Deja la puerta de tu cuarto sin pasador. En cuanto se apaguen las luces iré a darte la bienvenida.

Al caer la noche, me acosté, apagué la lámpara de gas y aguardé la llegada de Mariel. La había conocido cuatro años atrás, cuando mi trabajo de viajante de comercio me hizo recalar en una fonda de un pueblito de campaña. Durante una semana, noche tras noche, aquella joven mesera se deslizó furtivamente en mi dormitorio; por lo tanto sabía de lo que era capaz.

La única luz de la habitación era el resplandor de la luna que se colaba por la ventana. En la semioscuridad observé mi reloj y vi que eran las once de la noche. Consulté la hora en numerosas oportunidades, pero no fue sino hasta las doce y media cuando escuché que alguien subía la escalera. Aguardé expectante hasta que los pasos se acercaron a la entrada del dormitorio. El pestillo giró con pasmosa lentitud y la puerta comenzó a abrirse. A pesar de que la joven hizo todo por evitarlo, los goznes gimieron de un modo ruidoso, pero ya era tarde para volverse atrás.

—Ven —le ordené mientras apartaba las sábanas para recibirla.

Mariel avanzó, entreabrió sus labios, se despojó de la bata que llevaba puesta y se metió en mi cama.

A la mañana siguiente, apenas desperté, me dediqué a mis asuntos. Había ido a la mansión Cornwall por una razón específica y tenía trabajo que hacer. El cielo estaba despejado y no soplaba viento, era ideal para mis propósitos.

Tomé la maleta grande y subí con ella hasta la azotea. La abrí y comencé a disponer mis artilugios sobre el suelo. Coloqué la antena con forma de horquilla sobre su pesado soporte de plomo y tendí el cableado hacia la consola. Encastré las baterías y las válvulas en su sitio y, a fin de realizar una prueba de rutina, ajusté el potenciómetro en su punto mínimo. Luego me calcé el casco de latón en la cabeza, conecté su cable a la consola y apreté el botón de power. Acto seguido, la bombilla que estaba en la parte superior del casco se iluminó con un vivo color rojo, y sentí una sorda vibración que se extendió por mi cuero cabelludo. Perfecto. En el preciso instante en que me disponía a ejecutar la siguiente fase del procedimiento algo me distrajo: la puerta que comunicaba con la azotea se abrió y surgió una sombra alta y delgada.

Nervioso por la inoportuna aparición, apagué la consola al instante.

—¡Edgar! —exclamé sin poder ocultar mi fastidio.

—¡Oh, lo siento, señor Manfredi! —se excusó el cincuentón, visiblemente avergonzado—. Discúlpeme, por favor, no era mi intención molestarlo en su trabajo. Sólo quería avisarle que el desayuno está listo.

—Está bien —señalé, intentando restarle importancia al episodio—. No hay problema, es sólo que me sobresalté, no se preocupe.

—Lo siento de nuevo.

Noté que observaba mi casco de latón y pensé que debía darle una explicación que lo tranquilizara:

—Es para las jaquecas, Edgar.

—Oh, entiendo.

—Sirve para eso —mentí—. Emite ondas que... masajean las neuronas.

El hombre quedó estático y no dijo nada más.

“No me creyó”, pensé.

Decidí dejar para más tarde las pruebas y bajé a alimentarme.

Me senté en el mismo sitio que la vez anterior. Mariel me estaba esperando, cuando me vio llegar me hizo una guiñada y se dirigió a la cocina. Regresó poco después con una bandeja.

Había café, leche, tostadas, manteca y mermelada de fresas.

—¿Dormiste bien, Oliverio? —preguntó Mariel con una sonrisa.

—Sí, gracias. Después de tu visita dormí profundamente —admití.

—Sí —señaló ella—. Es una buena forma de combatir el insomnio.

—Eso parece. Dime una cosa —pregunté intentando cambiar de tema—: ¿has visto a la señora Cornwall?

—No. A mí me contrató la señora Ofelia.

—¿La señora Ofelia?

—Sí. Ella es la jefa de cocina. Aún no he visto a la señora Cornwall, oí decir que está en la ciudad, pero ¿por qué lo preguntas?

—Me genera curiosidad. ¿Sabes cómo es?

—No, pero ¿por qué te interesa tanto?

—Debía encontrarme aquí con ella por un asunto particular y me gustaría saber con quién voy a tratar, es todo.

—Lamento no poder ayudarte, si averiguo algo te lo haré saber.

Mariel terminó de servir el desayuno y regresó a la cocina.

Después de alimentarme regresé a la azotea para verificar el estado óptimo de mis equipos. Me aseguré de que no hubiese nadie observando. Revisé las conexiones, me coloqué el casco de latón y apreté el botón de power. La bombilla roja del casco se encendió. Sentí una familiar vibración en mi cabeza, y ajusté el potenciómetro en su punto más bajo.

“Bien, ahora sólo es cuestión de concentrarme en algún elemento inocuo del paisaje”.

Observé atentamente un tronco caído que estaba a cien metros de la casa.

“Te odio, maldito tronco, te odio desde lo más profundo de mi ser, te odio, te odio...”.

Al cabo de un instante, el tronco se iluminó con un ominoso halo rojizo y en cuestión de segundos, como si un repentino rayo lo hubiese alcanzado, estalló con violencia.

“Perfecto, los instrumentos están bien calibrados”.

Satisfecho con los resultados, encendí un cigarrillo y disfruté la paz del paisaje.

Algo más tarde, decidí invertir mi tiempo en realizar un tour por la mansión. Como se trataba de una construcción centenaria y cargada de historia, una vez por semana recibía, en los sectores habilitados para tal fin, la llegada de pequeños contingentes de turistas. Sin embargo, dado que ese no era el día establecido para tal fin, hice el recorrido en soledad. Mientras caminaba por la galería central, pensé que no me estaba comportando como un visitante, sino como un fisgón. Y a decir verdad no me faltaba razón, ya que en lugar de regodearme con los cuadros, las estatuillas y las armaduras, mi único interés era aproximarme a la naturaleza de la señora Cornwall. Necesitaba conocerla, ver su rostro, contemplar el brillo de su mirada, intentar adivinar la fuerza de su carácter, todo esto era vital para el trabajo que me disponía a realizar. Pero, por más que agoté salones y pasillos, no encontré nada.

Ya me disponía a regresar a mis aposentos cuando, aprovechando que no había nadie observando, decidí adentrarme en las zonas de la casona que estaban vedadas al público. Abrí puertas y más puertas, espié en habitaciones reservadas para la intimidad, y, sin saber cómo, terminé descendiendo por una escalinata de piedra musgosa que me condujo a un pasadizo de paredes negras que rezumaban humedad. Pronto me di cuenta de que me había perdido, pero seguí avanzando en procura de hallar una salida. En eso estaba cuando, en una curva, atisbé una larga sombra que hizo que se me erizaran los pelos del cuello. No fui capaz de identificarla con precisión, si bien me pareció que correspondía a un ser de grandes dimensiones. Me quedé quieto en procura de que la sombra retrocediera, pero lejos de eso, se movió hacia un costado, luego hacia otro, y comenzó a avanzar hacia donde estaba yo. Todo parecía indicar que había escuchado mis pasos y ahora venía por mí. No me lo pensé dos veces y, desandando el camino hecho, salí huyendo a toda velocidad. Corrí por el pasillo, subí los escalones de dos en dos, abrí puertas y puertas y, al cabo de una agotadora travesía, me recosté contra una pared e intenté llevar aire a mis pulmones. El sudor me chorreaba por la cara y parecía que el corazón se me iba a salir del pecho.

Una mano se apoyó sobre mi hombro. Giré la cabeza.

—Mariel... —suspiré aliviado.

—¿Estás bien? ¿Qué te pasó?

—Una sombra —dije hablando con dificultad—. Bajé una escalera de piedra y me metí en un sitio oscuro y húmedo. Y entonces vi una sombra.

—¿Una sombra? Tal vez te topaste con alguno de los sirvientes.

—Sí, sí, es probable —dije, intentando convencerme.

—Debiste estar cerca de la bodega. ¿Qué hacías allí?

—Buscaba algo, cualquier cosa que me permitiera conocer mejor a la señora Cornwall.

—¿Por qué?

—Es importante para mi trabajo.

—¿Y no vas a decirme de qué se trata?

—No puedo, es secreto.

—Ya me contarás. Pero ahora estás hecho un asco, ven conmigo, te prepararé un baño.

Luego de higienizarme, regresé a mi cuarto. Los sucesos recientes habían sido bastante desafortunados, pero no tanto como para distraerme de mis propósitos originales: seguía pensando que necesitaba conocer a la señora Cornwall. Mientras tanto, con el fin de matar el tiempo, me tiré en la cama a leer un libro que había traído conmigo. Me gusta leer novelas de amor, no porque yo sea un soñador, sino porque este tipo de literatura, cuando es de calidad, suele ahondar en la naturaleza profunda de las personas, y eso es algo que siempre me ha cautivado. Cuando era vendedor, me interesaba comprender la psicología de mis clientes, y ahora que trabajaba para el gobierno también me resultaba muy útil, aunque por distintas razones.

Al mediodía, Edgar se presentó en mis aposentos para anunciarme que el almuerzo estaba servido.

—Gracias por recordármelo, Edgar —le dije—. Aquí la comida es excelente. ¿Sabe por ventura qué tenemos para hoy?

Edgar lucía cansado, pero se esforzaba en su papel de mayordomo impertérrito:

—Puchero. La señora Ofelia ha cocinado puchero.

—Estupendo. Bajaré en un minuto.

Cuando llegué abajo, Mariel comenzó a servirme.

La generosa fuente expelía un aroma delicioso. Todo era perfecto: carne tierna de cerdo, vegetales en su punto justo, y el detalle de una pera que había absorbido el caldo del puchero.

—Esto es increíble —reconocí.

—Sí, parece que te estás acostumbrado a la buena vida.

—Es verdad. Todo es perfecto aquí, la comida incluida. Y el personal es muy eficiente, pero no se lo ve feliz.

—Eso mismo creo yo.

—Sobre todo me ha llamado la atención el semblante de Edgar. Cuando lo vi por primera vez me pareció una persona triste —acoté mientras mojaba un trozo de pan en la grasita del caracú.

—Sí. Cierta vez, Ofelia me dijo que Claude no era el mismo que años atrás, algo debió ocurrirle...

—Ah —señalé, al tiempo que clavaba el tenedor en un choclo de granos tiernos—, Platón decía: “Cuando veas a alguien sé amable con él, porque cada persona está librando una ardua batalla de la que nada sabemos”.

—No sabía que leías filosofía.

—Para ser sincero, encontré esa cita en una novela romántica —admití con una sonrisa.

Una vez finalizado el almuerzo, le dije a Mariel:

—Si no te importa, me gustaría felicitar a la señora Ofelia. Desde que llegué no he parado de comer exquisiteces.

—Bien, se lo diré.

—No. Deseo felicitarla personalmente.

—¿Quieres que la llame?

—No, yo iré, quiero conocer el lugar donde se elaboran las maravillas.

Mariel me condujo a la planta baja por una rústica escalera, abrió una puerta e ingresamos a la cocina. La señora Ofelia se sorprendió al verme, pero después de que Mariel nos presentó y le contó el motivo de mi visita, agradeció mis elogios y se mostró cortés. Era una mujer joven, gordita, de cachetes de manzana. Sin embargo, a pesar de este aspecto saludable, su semblante lucía esa mezcla de tristeza y miedo que parecía ser una marca de la casa. No obstante, poseía unos ojos castaños y honestos. Según me fui enterando, era una de las empleadas más antiguas. Al cabo de un rato, con mucho tacto de mi parte, logré llevar la conversación hacia el punto que había planeado: la señora Cornwall. Me enteré de algunas cosas: era muy alta y hermosa, aun en su madurez, tenía una larga y oscura cabellera, y siempre lucía un aspecto imponente. No toleraba las equivocaciones y había nacido para mandar. A mí me hubiese gustado saber si, además de todo eso, era un ser humano íntegro, pero aquí me topé con la discreción de la cocinera, que bajo ningún motivo se hubiese atrevido a criticar a su patrona. De todos modos, me quedó claro que, además de respetarla, le temía.

Concluida la entrevista, regresé al comedor y, como me ocurre siempre después de almorzar, me dieron ganas de fumar. Advertí que no tenía el encendedor conmigo, y recordé que había estado fumando mientras calibraba los instrumentos de mi máquina.

Cuando fui a la azotea de la torre a por él, lo hallé junto a la consola, pero entonces, con una sensación incómoda, sentí que había algo fuera de su sitio. Los artilugios estaban conectados tal como yo los había dejado, pero los cables que reptaban sobre el piso mostraban un dibujo distinto. Esto no era importante en sí mismo, pero me preocupaba que alguien se hubiese acercado a mis cosas. Como mi trabajo era un proyecto secreto del gobierno, siempre existía la posibilidad de ser “visitado” por agentes extranjeros u opositores. Quizá se tratase de una falsa apreciación, y cabía la posibilidad de que yo mismo hubiese movido los cables al tropezar con ellos, pero no me convenía correr riesgos innecesarios. Así que junté los aparatos, los desconecté, los guardé en la maleta y regresé con ella a mi habitación.

Luego me recosté en la cama, leí un poco y dormí una siesta.

Me despertó un golpe en la puerta. Era Edgar. Lo noté demacrado, como si no hubiese dormido bien.

—El té está listo, señor.

Miré mi reloj de pulsera, faltaban dos minutos para las cinco.

—Oh, perfecto. Dígame, ¿ya se sabe algo de la señora Cornwall?

—No, señor.

—¿Y no ha dicho cuándo podría estar regresando?

—No, señor— respondió Edgar con una media sonrisa en la que, por primera vez desde que lo viera, parecía evidenciar cierta muestra de desprecio—: la señora Cornwall no acostumbra avisar. A ella le gusta... caer de sorpresa.

—¿Sorpresa? ¿Por qué?

—Es un modo de asegurarse de que el personal no va a distraerse.

—Entiendo.

Puesto que yo era el único comensal y ya estaba harto de sentirme perdido entre tantos lujos, le rogué a Mariel que no me sirviera el té en el salón, sino en el juego de jardín que había en el fondo, bajo la sombra de un sauce. Desde allí podía contemplar la campiña y sentir la brisa en la cara.

—Noté a Edgar más cansado de lo habitual —señalé mientras ella servía la infusión.

—Hoy es día de visitas —explicó—. Desde hace unos meses, vienen turistas a conocer la mansión y él los tiene que guiar. Es una tarea que se agrega a las que ya tiene, y eso lo pone de mal humor.

—¿Y por qué tiene que hacerlo él?

—Se supone que es porque es de los que ha estado más años en la propiedad y la conoce mejor. Además, nada más turístico que un mayordomo de la vieja escuela. Fue una decisión de la señora Cornwall.

—Claro, y él no pudo negarse.

—Exacto, nadie puede.

Cuando Mariel se retiró, me dediqué a saborear aquel exquisito té de almendras, y, poco a poco, las ideas parecieron irse acomodando en mi cabeza. Desde que llegara, me había sentido decepcionado por no encontrar ninguna imagen de la señora Cornwall.

Al recorrer los distintos lugares de la casona, alimenté la esperanza de hallar una fotografía o un retrato de su propietaria. Pero todo mis esfuerzos fueron en vano, no había nada, absolutamente nada. Así, llegué a creer que no podría enfrentarme a su imagen hasta el día en que ella regresara. Sin embargo, ahora, mientras bebía mi té, sin que eso representara un alivio a mi ansiedad, llegué a la conclusión de que ella nunca había abandonado la mansión. La señora Cornwall seguía estando en la rigurosa geometría de los canteros del jardín, en el brillo de la platería, en el olor a cera de los pisos, en la pulcritud de las alfombras, en el implacable tictac del reloj de péndulo, en la precisión de cada movimiento, en el rostro vacío de cada trabajador.

Ahora comprendía mucho mejor la sensación de desencanto que me había azotado como un ráfaga al llegar a la propiedad. Todo en la mansión tenía la perfección de lo irreal.

Mordí un delicioso scone de queso, y al contemplar los establos, los huertos y las rústicas instalaciones donde vivía el personal de la finca pensé en cuánto sudor debía derramarse a diario para sostener aquel estado de cosas.

Cuando regresé a la casa, me encontré con Edgar rodeado por un variopinto grupo de bulliciosos turistas. Al principio pensé en sumarme al contingente y aprender algo interesante de todo aquello, pero luego, al observar el semblante del mayordomo, cambié de opinión. Me dio pena. Debía sentirse como un pingüino en un zoológico.

Permanecí en mi cuarto, leyendo y fumando, imbuido de ese sentimiento que se apodera de los individuos cuando el sol se apaga. Más tarde, al caer la noche, Edgar vino a llamarme para cenar.

En esta oportunidad no intercambiamos muchas palabras. El tema de conversación que se imponía eran los turistas que habían visitado la mansión, pero era obvio que él preferiría olvidarlos, así que simplemente le agradecí el aviso. Durante ese breve encuentro, el buen hombre logró mantener la flema que lo caracterizaba; sin embargo, cuando ya se alejaba por los pasillos y creía que nadie lo veía, noté que se llevaba una mano a la frente.

Mariel, siempre tan bien dispuesta, me sirvió un exquisito cerdo con papas asadas regado con un vino frutal, y me anunció que, después de que se apagaran las luces, iría a llevarme “el postre” a mi dormitorio. No fui capaz de negarme, claro está.

Una hora después de que la mansión Cornwall se sumiera en la oscuridad y el silencio, Mariel se deslizó furtivamente en mi dormitorio.

Iluminado por la luz de la luna que entraba por la ventana, su bello cuerpo me sedujo sin remedio. Mientras la estrechaba en mis brazos, sentí que aquella sencilla mujer que me entregaba su afecto sin reservas se había ganado un lugar en mi corazón. No estoy seguro de que fuera amor lo que sentía por ella, pero en todo caso se le parecía bastante. Prueba de ello es que, después de brindarnos mutuo placer, nos quedamos tomados de la mano, disfrutando de esa calma plumosa que sigue a la pasión. Dejamos nuestras mentes en blanco y nos abandonamos como dientes de león en el viento. Y de esta forma imprudente, nos quedamos dormidos.

En mitad de la noche, un sonido me hizo despertar: alguien estaba girando el picaporte. Me senté en la cama y clavé los ojos en la puerta. Pensé que si se trataba de un espía, nada me convenía más que dejarlo entrar para desenmascararlo, pero, por otra parte, tampoco quería exponer a mi compañera. Así que, en paños menores, con el mayor sigilo posible, bajé de la cama y avancé hacia la entrada.

En el momento en que la puerta comenzaba a abrirse y una sombra difusa se dibujaba en el umbral, Mariel despertó y lanzó un grito de horror.

Me abalancé hacia el intruso, pero este, al verse descubierto, cerró la puerta con tal violencia que me golpeó en la cara. Cuando logré reponerme de la agresión, salí tras él. Ya no lo veía, pero me orientaba por el ruido de sus pasos, que parecían ir hacia abajo. Al llegar al primer piso, observé en todas direcciones. La luz de la luna que se filtraba por los ventanales no ayudaba mucho y, a decir verdad, sólo servía para dotar a los muebles y a todos los objetos de un aspecto fantasmal. Aun en esas condiciones, me moví con torpeza en la atmósfera espectral, buscando aquí y allá algún indicio que me permitiera continuar la persecución. Por espacio de algunos segundos, caminé desorientado, hasta que un ruido proveniente de la zona destinada a la servidumbre me puso otra vez en carrera. Me dirigí como una exhalación escaleras abajo, y al poco tiempo un nuevo ruido, esta vez de cacharros de metal, me hizo imaginar que el fisgón acababa de tropezar con los implementos de cocina. Cuando estaba por alcanzar esta dependencia, sin embargo, el eco de unos pasos me distrajo y orientó mi búsqueda en otra dirección. Luego hubo silencio y más tarde un sonido de pisadas. Corrí hacia este último, y entonces, sin medir el ímpetu que llevaba, estuve a punto de llevarme por delante a una pesada figura que avanzaba por el pasillo sosteniendo un candelabro. De no haber sido porque ella se movió a tiempo, la habría derribado. Por fortuna eso no ocurrió, porque no era otra que la señora Ofelia. La cocinera, vestida con un camisón largo, y con el rostro iluminado de un modo ominoso por las llamas de la velas, clavó en mí una mirada que era a la vez mezcla de espanto e incredulidad.

—Señor Manfredi —expresó con voz trémula—, ¿qué significa esto?

Sólo en ese momento me di cuenta de que estaba en paños menores, y de que mi aspecto debía resultar obsceno.

—Lo siento —dije mientras cruzaba los brazos sobre mis carnes desnudas—. Soy sonámbulo. Lamento profundamente lo ocurrido.

—Escuché un grito y me levanté —explicó la mujer, desviando la vista hacia un costado, pero mirándome con el rabillo del ojo—. Y luego también un ruido de ollas. ¿Estuvo usted en la cocina?

—No lo sé, no recuerdo —mentí, e incapaz de seguir soportando aquel interrogatorio, me di media vuelta y regresé corriendo a mis habitaciones.

A la mañana siguiente, después del desayuno, aprovechando que Mariel tenía el día libre, la invité a dar un paseo por el bosque para que pudiéramos hablar de los últimos sucesos.

Con el fin de no despertar sospechas, yo salí primero y ella me siguió minutos después.

La esperé impaciente en la fresca penumbra de la floresta, hasta que una mano de mujer apartó unas ramas, y ella apareció luciendo una solera estampada que ponía de relieve sus atributos femeninos.

Apenas me vio corrió, se lanzó a mis brazos y, con una mirada suplicante, preguntó:

—Oliverio, ¿qué está ocurriendo?

Cuando abracé su talle, comprendí que ya no sería capaz de ocultarle nada.

—Tranquila —le dije mientras pasaba la palma de mi mano por sus negros cabellos—, todo va estar bien.

—No lo sé —dijo mientras me tomaba del brazo y comenzábamos a caminar entre árboles retorcidos y umbrosos—. ¿Tienes idea de quién pudo ser la persona que casi nos sorprende anoche en tu dormitorio?

—No estoy seguro.

—Pero algo buscaba, y no era a mí. Dime la verdad, Oliverio.

—Está bien —accedí, intentando convencerme de que podía confiar en ella—. Como te había dicho, trabajo para el gobierno y vine aquí para entrevistarme con la señora Cornwall.

—¿Y por qué eso es tan importante?

—Lo que traje en una de las maletas es un invento revolucionario. Es ni más ni menos que una máquina que sirve para canalizar la energía del odio. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—No muy bien.

—Imagina. En condiciones normales, el odio es una fuerza destructiva que sólo afecta a la persona que experimenta ese sentimiento. Pero ¿qué pasaría si existiera una máquina capaz de recoger, potenciar y dirigir esa energía hacia un objetivo determinado? Eso es lo que hace el maldito ingenio.

—Suena terrible, pero ¿qué tiene que ver la señora Cornwall en todo esto?

—El ex marido de la señora Cornwall se ha convertido en el líder de un grupo subversivo que conspira contra el gobierno. Por lo tanto, la central de inteligencia decidió que debía ser eliminado. Y puesto que no hay nadie en el mundo que lo odie tanto como su ex esposa, quieren que ella sea la ejecutora.

—Y ahí entrás tú con esa terrible máquina.

—Sí, además es muy útil en este caso, porque no sabemos dónde se esconde, pero a la persona que utilice el ingenio le bastará con pensar en él. La propia energía, o el propio odio si prefieres, lo buscará y lo hará trizas.

—Ahora entiendo. Por eso te interesaba tanto conocer a la señora Cornwall.

—Exacto, no me gusta la idea de poner un arma tan poderosa en manos de una persona que no conozco.

—Todo esto es muy horrible, y este sitio no me gusta. Sé que no estaré mucho tiempo aquí.

—Imaginé que dirías eso. A mí tampoco me gusta.

—Ayer Ofelia me contó algo muy desagradable respecto de Edgar.

—¿Qué puede haber hecho de malo ese hombre?

—No es lo que él hizo, sino lo que la señora Cornwall le hizo a él.

—Cuéntame.

—Hace algunos años, él estuvo cortejando a una empleada de la mansión. Durante unos meses, los enamorados lograron pasar desapercibidos, pero cuando la señora Cornwall se enteró, hizo algo espantoso.

—Dejame adivinar: la echó a ella.

—Sí, eso mismo. ¿Es posible tanta maldad?

—Ya lo creo —dije, recordando mi afición a las novelas románticas—: el corazón humano tiene abismos insondables.

—Desde entonces, él no quedó bien.

—Tal vez lamenta no haber ido tras su amada. Quizá le faltó valor y eso lo atormenta —reflexioné.

—Sí, es posible. Pero lo cierto es que a raíz de esa historia, él comenzó a enfermarse. Desde entonces, sufre severos ataques de migraña que le provocan unos sufrimientos inenarrables. Por eso, según me explicó Ofelia, cuando se siente agobiado y los dolores se acentúan busca lugares con poca luz para descansar.

—¡Dios santo! ¡Esto lo explica todo! —exclamé deteniéndome en seco.

—¿A qué te refieres, Oliverio?

—¡Vamos, de prisa! —dije, pegando la vuelta—. ¡Debemos regresar cuanto antes!

Con toda la rapidez que me permitieron mis piernas, eché a correr hacia la mansión. Mariel, sorprendida por mi reacción, salió corriendo tras de mí, al tiempo que preguntaba:

—No entiendo lo que dices.

—Ahora todo tiene sentido. La sombra que vi cerca de la bodega era Oliverio intentando recuperarse de su migraña.

—¿Y?

—¡La persona que intentó meterse en mi cuarto era él! Quería mi máquina.

—Pero ¿por qué?

—En cierta oportunidad, para sacármelo de encima, le dije que servía para aliviar los dolores de cabeza.

—¡Oh, Oliverio! ¿Cómo pudiste?

—Fue lo primero que se me ocurrió —señalé en mi descargo, y en ese instante, que coincidió con el momento en que salíamos del bosque, sentí que el corazón se me paralizaba. Me detuve de forma abrupta y observé a la distancia.

Mariel dejó de correr y aprovechó para llevar aire a sus pulmones.

—¿Qué? —preguntó, adivinando que algo malo sucedía. Y entonces también lo vio.

Edgar estaba de pie en la azotea de la torre. Se había colocado el casco de latón en la cabeza y, aunque la distancia no me permitía asegurarlo, supuse que había instalado los distintos componentes de la máquina.

—No entiendo cómo pudo armarla —pensé en voz alta.

—Tal vez con esto —dijo Mariel, sacando de entre sus ropas una hoja de libreta escrita con lápiz.

—¿Y esto? —pregunté, al tiempo que le arrebataba el papel de las manos. Era un croquis de la máquina en el que, de un modo sencillo, se indicaba la forma correcta de ensamblar las distintas partes.

—¿Dónde obtuviste esto? —le pregunté, muy alterado.

—Lo encontré en una de las habitaciones. Pensé que se te había caído y planeaba devolvértelo.

—No, no lo hice yo. Debió hacerlo Edgar cuando fue a espiar mis artilugios a la azotea. Por lo visto, aunque perdió el esquema, ¡tuvo tiempo de memorizarlo! ¡Hay que detenerlo cuanto antes! —afirmé, y, aunque la corrida anterior me había cansado, saqué fuerzas de flaquezas y corrí por la pradera rumbo a la mansión.

Mariel se unió a mi desesperada carrera.

—¿Qué podría pasar si enciende la máquina?

—Algo horrendo. Cuando encienda el aparato y vea que no obtiene los resultados que imagina, subirá un poco la potencia, y así lo hará una y otra vez hasta llegar a su punto máximo.

—No parece nada bueno.

—No lo es. Nunca se colocó el potenciómetro en su punto máximo. ¡Nadie se animaría a desafiar al destino de esa manera!

Sin dejar de correr, comencé a gritarle y a hacerle señas con las manos a Edgar, pero él estaba demasiado lejos, y no miraba hacia donde estaba yo. Con el casco de latón en la cabeza, caminaba sumergido en sus pensamientos. Apuré el paso, con la esperanza de que, al acercarme, el viento le llevara mi voz y desistiera de su propósito. Pero, al pasar junto al granero, debí hacer frente a un problema que no había previsto. De atrás de unos fardos surgió una sombra que me embistió con violencia y me fui de bruces. La caída me dejó bastante atontado, y antes de que lograra recuperarme, recibí un puntapié en las costillas. Escuché una risa cruel y, con la mirada perdida en las tinieblas del dolor, vislumbré que el hombre que me había atacado se preparaba para un nuevo golpe.

—Es mejor que te olvides de esa máquina, Oliverio —dijo la voz áspera y burlona del sujeto.

Aunque todavía estaba muy atontado, procuré proteger mi rostro con los brazos, y cuando me lanzó una segunda patada tuve la fortuna de atrapar uno de sus pies. Sabía que no tendría otra oportunidad como aquella y obré en consecuencia: haciendo acopio de mis menguadas fuerzas, hice girar su pierna hacia la derecha hasta que conseguí derribarlo. Una vez que lo tuve en el suelo, me lancé sobre él. Recién en ese momento logré reconocerlo: era el jardinero pelirrojo que había visto al llegar. Le asesté sendos puñetazos en la cabeza, pero no obtuve el resultado previsto. El tipo era más duro de lo que había imaginado, resistió el castigo sin mostrar signos de inquietud y, ante mi estupor, comenzó a ponerse de pie. Pensé que se me venía la noche. Sin embargo, de modo providencial, Mariel llegó corriendo muy agitada y, con un largo tronco que sostenía entre sus manos, golpeó la frente del energúmeno. El hombre emitió un sonido ronco, trastabilló y cayó fulminado.

—Oh, nunca pensé que el jardinero...

—Ya lo ves. El espionaje tiene estas cosas, querida —dije mientras me alisaba las arrugas del traje.

Pero aún no habíamos logrado conjurar el peligro ni mucho menos, ya que el mayordomo continuaba paseándose por la azotea, y ahora, por si algo faltaba para convencernos de que lo peor estaba por venir, se había encendido la luz roja del casco.

—Esto se pone muy feo —señalé.

—Y mucho más de lo que imaginas, Oliverio —acotó Mariel, señalando un punto lejano.

Miré en la dirección que me indicaba. No podía ser cierto, pero lo era. En efecto, si algo faltaba para complicar nuestra situación, allí lo teníamos.

—No me digas que...

—Sí, es ella. Es el carruaje de la señora Cornwall.

Por un camino de tierra amarilla, el vehículo avanzaba directo hacia la mansión. Edgar se había girado y parecía tener los ojos puestos en él. La lámpara roja brillaba de un modo fatídico. Deduje, por la intensidad de aquella luz, que había puesto el potenciómetro en su punto más alto. A estas alturas el poder destructor de la máquina debía haber alterado sus facultades, y ya no era capaz de salir indemne de aquella situación.

Durante incontables años, el fiel mayordomo había sentido un odio inconfesable hacia la señora Cornwall, el monstruo que le arrebatara de un modo tan cruel su felicidad. Durante incontables años, ese oscuro sentimiento había estado escondido en el fondo de su corazón, envenenando cada uno de sus días y sus noches. Durante incontables años, no había hecho más que padecer en soledad, pero ahora todo ese odio reprimido y amplificado por el fabuloso ingenio estaba a punto de hacer eclosión.

El carruaje llegó junto a las verjas y, después de que el guardia abriera los portones, siguió por la senda principal hasta las puertas de la mansión. El cochero dejó su puesto y abrió una puerta del vehículo. Primero descendió una doncella de compañía con un par de bolsos de mano, y más tarde lo hizo una figura que, aun a la distancia, me pareció imponente. Lamenté el hecho de no poder apreciar no ya sus ojos sino al menos las líneas de su rostro, pero estaba muy lejos. Debía haber no menos de ciento cincuenta o doscientos metros entre ella y yo. Sólo puedo decir que era mucho más alta que la doncella y el cochero, y que tenía un vestido blanquísimo y una larga cabellera que se abría en el viento como las alas de un cuervo. Poseía una figura agraciada y caminaba con el porte de una emperatriz. Eso fue todo lo que pude ver de ella, porque entonces una luz roja comenzó a adueñarse de todas las cosas. El carruaje, con sus cuatro caballos, el cochero, la doncella y la propia señora Cornwall quedaron envueltos en un halo de tintes sanguinolentos que me paralizó el corazón.

Por espacio de unos escasos segundos ni los equinos ni los humanos parecieron darse cuenta de su singularidad y, a semejanza de una procesión de ultratumba, se movieron por el paisaje como si nada extraño ocurriera. Iluminados por aquel resplandor espectral, se me figuraron unas horrorosas caricaturas de sí mismos. Era como si el infame mundo que giraba en torno a la mansión Cornwall se hubiese despojado de su piel para revelarse por fin en toda su grotesca desnudez.

Poco después, sin embargo, aquel fuego rojo producido por el odio que Edgar había acumulado sobre la dueña de la propiedad se salió de control, y comenzó a incrementarse y a extenderse sobre la propia mansión. No tardó en apoderarse primero de los jardines y más tarde del imponente edificio. Una vibración grave y ominosa me puso la piel de gallina. Mariel estaba paralizada por el terror, pero la tomé de un brazo y, no sin esfuerzo, conseguí que saliera corriendo de allí. Mientras un rumor espantoso hacía temblar no sólo los cimientos de la construcción sino también los de la propia razón, huimos en sentido contrario a la fuente de aquel poder destructivo.

No habíamos avanzado más de cincuenta metros cuando escuchamos una explosión fuertísima que nos obligó a arrojarnos al piso para ponernos a resguardo.

Parecía el fin del mundo. Cuando levantamos el rostro de la tierra y volvimos la vista atrás, pudimos ver los restos humeantes de lo que alguna vez fuera una orgullosa propiedad.

Todo se había perdido. De las personas y bienes no quedaba nada, absolutamente nada. Sólo el silencio, y las pesadas sombras que, como la contracara del amor que Edgar alguna vez había sentido por una mujer, se extendían de modo inapelable sobre las ruinas de la mansión Cornwall.