Esta columna no se refiere a los eventuales efectos domésticos o regionales del futuro gobierno de Jair Bolsonaro. Tampoco trata del personaje o de su programa. El propósito es otro: compartir reflexiones sobre los aprendizajes que pueda dejar esta difícil circunstancia que vive Brasil para los movimientos populares latinoamericanos. Por eso enuncia problemas generales, que pueden encontrarse también en otros procesos y que, por sí mismos, no explican el desenlace brasileño.

Como “de la nada nada viene” –y esto aplica a los acontecimientos históricos–, es imprescindible leer los hechos en clave de procesos, de posibles transiciones, dentro del dinamismo y el conflicto propio de la vida social. En esa perspectiva, presentaré cinco grandes planos, tratando de aportar, desde una mirada militante, a la interpretación de esta realidad compleja y a la búsqueda de caminos que nos permitan alimentar nuestra praxis, corregirla en lo que sea necesario y hacer del “principio esperanza” un acto de compromiso político realista y eficaz.

1) Del Estado benefactor al paternalismo autoritario

Muchas de las necesarias políticas de inclusión y redistribución que llevaron adelante tanto los gobiernos del Partido de los Trabajadores en Brasil como otros gobiernos de la región no han logrado escapar de la lógica del “Estado benefactor”. En dicha lógica, las instituciones se conciben como proveedoras de derechos y bienes ante una población destinataria y más o menos pasiva, que no termina de apropiarse de forma consciente de las conquistas ni se experimenta a sí misma como protagonista del proceso político.

El tipo de relación que establece la sociedad con el Estado en estos esquemas habilita dinámicas que, frente al desgaste de los gobiernos, la dificultad para dar respuesta a nuevas necesidades y demandas, o ante los conflictos y desórdenes propios del proceso social, pueden dar lugar a escenarios en los que la insatisfacción (asociada con la desresponsabilización ciudadana) desemboque en la aceptación, o incluso en el reclamo, de formas de paternalismo autoritario que prometen orden y cambio.

2) De la clase política a la antipolítica

Por otra parte, la incapacidad de tomar distancia de lógicas corporativas, burocráticas o tecnoburocráticas –que generan brechas con la base social y privilegios para una supuesta elite conformada de forma exclusiva por dirigentes, gobernantes y cuadros técnicos– alimenta la idea de la “clase política”. Se produce así cierta indiferenciación entre propuestas y partidos, y se desdibujan los verdaderos intereses de clase y otras contradicciones que atraviesan a la sociedad, al punto de minimizar o incluso invisibilizar su papel en el conflicto político.

Si esto además incluye desviaciones éticas, corrupción y falta de transparencia, la imagen de un “sistema” ajeno y desconectado del resto de la vida social se refuerza. La excesiva dependencia de caudillos, y las disputas y divisiones menores dentro del campo popular, dan cuenta también de las dificultades para trascender los límites de la política tradicional, es decir, para construir alternativas a las formas típicas de hacer política de las clases dominantes. Un terreno así es fértil para la semilla de la antipolítica y contribuye al fortalecimiento de factores del poder fáctico (económico, militar, comunicacional, religioso conservador, etcétera).

3) Del consumo al consumismo

También es evidente que la ideología dominante y la lógica alienante del mercado capitalista tienden a convertir las mejoras económicas que benefician a la mayoría de la población y los avances alcanzados en materia de bienestar y posibilidades de consumo, en eslabones de la cadena consumista, produciendo sociedades cada vez más exitistas, individualistas e insolidarias.

De este modo, se fortalece el reclamo de bienes y logros materiales frente a un Estado que “pone techo”, se naturalizan las conquistas ya alcanzadas –que además son percibidas por los sujetos como producto de merecimientos personales– y se acrecienta el desprecio hacia el mundo de los “perdedores”.

A su vez, los contrastes e injusticias sociales que persisten se expresan en mayor violencia y distancia cultural; los pobres y segregados son concebidos como parásitos, culpables de su situación, obstáculos para la prosperidad y amenaza para la sociedad de los “integrados”.

4) De la gramática de los derechos al lenguaje del odio

A su vez, la gramática de los derechos, en la que con frecuencia se expresa el sentido de los cambios, es también problemática. El riesgo es la cooptación de este discurso por parte de una concepción liberal y formalista.

En este marco, se instala la idea de que se legisla y gobierna para minorías, otorgando derechos diferenciales, cuando en realidad se trata de una agenda de la dignidad, que surge de constatar que los derechos (proclamados de forma abstracta como universales) no son realizables para colectivos enteros, debido a su condición o punto de partida.

La incapacidad de colocar en el debate una perspectiva humanista sobre la dignidad de las personas y un concepto sustantivo de libertad –que además permita trascender la lógica de la igualdad jurídica para proponer un horizonte de igualdad real ante la vida–, y una presentación superficial, legalista y liberal de los problemas, generan condiciones para la propagación de un discurso reactivo basado en el odio. Este discurso tiende, de forma perversa, a identificar a minorías históricamente oprimidas y discriminadas como grupos que, habiendo “elegido” un camino distinto del “normal”, se convierten en beneficiarios de privilegios, mientras que quienes se autoperciben como “mayorías’’ sienten que su situación y preocupaciones materiales no son tenidas en cuenta.

5) Fragmentación, concentración y poder

Como trasfondo de buena parte de estos problemas se encuentran los graves procesos de fragmentación social y concentración de riqueza y poder propios de las estructuras capitalistas. Los cambios redistributivos y de inclusión social, para sostenerse en el tiempo y no sucumbir, deben dar lugar a un escalón superior de transformaciones estructurales y culturales socializantes que desmercantilicen, desconcentren y descentralicen recursos, expandiendo lógicas participativas y auténticamente democráticas, cuestionando y alterando, de raíz, las relaciones de poder social.

La dificultad evidente para concretar este tipo de transformaciones en un capitalismo globalizado que restringe las posibilidades democráticas de los estados y las sociedades se ve a veces potenciada por las alianzas políticas, el miedo o el posibilismo que afecta a las propias fuerzas populares y que muchas veces desnaturaliza sus proyectos, así como por lecturas equivocadas de la realidad, teñidas con frecuencia de un electoralismo que termina conduciendo también a derrotas electorales.

En el caso de Brasil, el ajuste aplicado sobre los trabajadores y las capas medias durante el último gobierno de Dilma Rousseff, así como la escalada represiva asociada a la política de seguridad, agravaron este escenario.

Los cinco puntos anteriores hacen foco en los pliegues y limitaciones de la política tradicional, el relato liberal, la ideología dominante y las estructuras consolidadas de poder. El tono (auto)crítico empleado en la exposición no supone minimizar el papel de las fuerzas conservadoras o ignorar las múltiples condicionantes externas (vaivenes del mercado internacional, procesos políticos a escala global y regional, etcétera) que hacen parte de esta realidad. Tampoco se trata de promover un discurso autoflagelante, pero sí de asumir que sucesos como los de Brasil, con más de 55 millones de personas que eligen una propuesta explícitamente reaccionaria y más de 40 millones que se abstienen de decidir, nos exigen una sincera revisión.

Al escribir estas incompletas reflexiones, que, como decíamos al comienzo, no pretenden dar pie a comparaciones artificiales ni ignoran las peculiaridades políticas, estructurales y culturales de la situación brasileña (caracterizada por una crisis profunda con rasgos de descomposición), siento el llamado quemante a afrontar con creatividad y convicción el momento histórico que vivimos. La falta de sentido de la vida y de orientación colectiva del proceso social, propia de una fase de crisis civilizatoria global, nos exigen redoblar el compromiso con la construcción de alternativas surgidas de la subalternidad social y con el fortalecimiento de las herramientas políticas de que disponemos.

Este camino exige diálogo humilde, abierto, y un ejercicio continuo de autocrítica, organización y pedagogía política. La lucha ideológica, por momentos descuidada, debe ser retomada, impulsando a contracorriente valores solidarios y prácticas nuevas, alejadas de toda forma de mesianismo, que unan a los de abajo y proyecten la posibilidad del cambio. A estas transiciones positivas nos dedicaremos en un segundo artículo. El desafío es enorme y la convocatoria no puede ser excluyente: organizaciones sociales, iniciativas culturales y comunidades religiosas comprometidas con la emancipación humana son agentes fundamentales. No hay determinismos ni destinos trazados, tampoco poder hegemónico ni teología de la prosperidad que pueda con la fuerza de los trabajadores y los pueblos que saben a dónde van.

Profesor de Filosofía, representante nacional por el Partido Socialista, Frente Amplio, integrante del Comité Central y Comité Ejecutivo Nacional del Partido Socialista.