Durante la Segunda Guerra Mundial, Uruguay, aliado y alineado con la “democracia”, ofreció su privilegiada posición estratégica. Así, cuando el gobierno de Alfredo Baldomir rompió relaciones con el eje, en enero de 1942, y después, cuando el presidente Juan José de Amézaga declaró la guerra a Alemania y a Japón, en febrero de 1945, el país quedó atado a la estrategia militar de Occidente y al sistema panamericano de defensa patrocinado por Estados Unidos, primero para “combatir” a enemigos lejanos y, a partir de junio de 1943, con la llegada de los militares nacionalistas al poder en Argentina y posteriormente con el advenimiento del peronismo, para atender a un potencial conflicto tangible y cercano.

Este escenario geopolítico regional y mundial contribuyó a la intensificación de las relaciones con Brasil. El gobierno uruguayo compró armas en el país norteño y negoció asesoramiento militar y acuerdos, detrás de los cuales, casi siempre, estaba la tutoría norteamericana amparándolos y sirviendo a su estrategia de domesticar a una Argentina que proclamaba sus intenciones nacionales fuera de la órbita de Washington.

Asimismo, la Segunda Guerra Mundial llevó al gobierno uruguayo a aprobar un conjunto de leyes para salvaguardar la defensa del país e involucrar a la ciudadanía en la materia, como fue el frustrado proyecto del servicio militar obligatorio que auspiciaron las Fuerzas Armadas para adquirir visibilidad en un país de tradición civilista.

Uruguay vivió la Segunda Guerra Mundial como un actor lejano y secundario, pero comprometido con los aliados desde el inicio. El 5 de setiembre de 1939, el gobierno promulgó un decreto de neutralidad y la ciudadanía se movilizó activamente a favor de la causa democrática; ejemplo de ello es el nacimiento del Comité Nacional Proaliado, cuya dirección ocupó el ex presidente José Serrato, en lo que fue un antecedente de su papel como canciller del presidente Amézaga durante las fases definitorias de la guerra.

Al finalizar el año 1939, la batalla naval de Punta del Este y el arribo al puerto de Montevideo del averiado acorazado alemán Admiral Graf Spee revelaron la vulnerabilidad del territorio nacional, y en cierta forma, su importancia estratégica. Estos acontecimientos, sumados a la invasión soviética de Finlandia —“una pequeña democracia modelo, tal como Uruguay se concibe a sí mismo”, decía el embajador británico Eugen Millington-Drake en su informe anual—, incrementaron los temores de las Fuerzas Armadas. El presidente Baldomir sostuvo en privado: “Este acontecimiento finlandés me llena de la peor indignación [...]. Nos muestra qué errores cometieron y cometen los neutrales al no unirse bajo pactos de asistencia mutua. Así, serán tragados a pedazos, uno después de otro”, según informaba Hugh Gridley a Millington-Drake (lo recoge Benjamín Nahum en Informes diplomáticos de Reino Unido). A pesar de su alineación proaliada, Baldomir nunca abandonó su anticomunismo.

En febrero de 1940, el general colorado y liberal Alfredo Campos, ministro de Defensa, presentó un proyecto de ley de instrucción militar obligatoria, que no contó con el beneplácito del Parlamento y fue combatido en la prensa. Campos renunció ante la falta de apoyo político. Baldomir, decepcionado, dirigió un duro mensaje a la clase política por negligencia, apatía, oposición e incomprensión de “los problemas que afectan a la existencia orgánica de las Fuerzas Armadas”. Paralelamente a los avances militares alemanes en Europa se expandieron los temores a la “infiltración nazi”. La ocupación de París tuvo enorme impacto en Uruguay. Las revelaciones de la comisión parlamentaria de investigación sobre las actividades fascistas fueron un aliciente para una clara percepción de la amenaza interior. Finalmente, la propuesta de instrucción militar obligatoria del ex ministro Campos fue aprobada —con modificaciones— por el Poder Legislativo en julio de 1940; en junio se había promulgado la ley de asociaciones ilícitas, que habilitaba a prohibir y a disolver organizaciones extranjeras o constituidas en el país con finalidades de acción exterior cuyas actividades e ideas atentaran contra la democracia. Asimismo, por presión aliada, se confeccionaron las “listas negras”, que discriminaban a los ciudadanos del eje y a sus simpatizantes producto de una orquestada campaña que había agigantado el peligro de la “infiltración nazi”.

El escenario internacional ameritaba tomar medidas de emergencia. Las preocupaciones derivadas de un ejército cuyo “valor militar” era “absolutamente nulo” llevaron a la organización de una misión militar en Brasil, y en agosto el presidente Baldomir y los ministros Alberto Guani, de Relaciones Exteriores, y Julio A. Roletti, de Defensa, viajaron a Buenos Aires para sondear las posibilidades de recibir apoyos armados en caso de emergencia.

De todos modos, el acontecimiento más relevante de la estrategia de defensa uruguaya en 1940 fueron las negociaciones con Estados Unidos para instalar bases aeronavales en su territorio. En octubre se celebró en el país una importante reunión entre los representantes de los ejércitos norteamericano y uruguayo con el objetivo de ajustar la cooperación militar para garantizar la defensa de América y estipular los protocolos a seguir en caso de que Uruguay fuera atacado. Meses antes, Estados Unidos había dado a conocer a los países latinoamericanos la amenaza de una invasión alemana que desde Dakar (Senegal) atacaría Natal, en Brasil, y luego el resto del continente. Los militares uruguayos coincidieron con esta hipótesis de manera absoluta.

El 28 de octubre se firmó un acta secreta, que consta en los archivos del Ministerio de Defensa Nacional. Los militares uruguayos entregarían las respuestas a un extenso cuestionario con preguntas estratégicas y de información de recursos materiales disponibles. También presentaron sus necesidades para facilitar la “cooperación militar” y reconocieron su “pobreza material”: “Sólo disponemos de unos 6.000 hombres y el armamento es escaso y también anticuado”. Con la instrucción militar obligatoria esperaban responder al “concepto moderno de la nación en armas”. No obstante, en intercambios secretos entre los ministerios de Defensa y de Relaciones Exteriores de octubre y noviembre de 1943, en busca de antecedentes de negociaciones militares con Estados Unidos, se reveló que el Poder Ejecutivo uruguayo había rechazado otorgar a ese país y sus aliados “permiso de operar con barcos de guerra (cuando sea necesario) y también aviones de patrulla”, así como controlar las comunicaciones para justificar el accionar de sus Fuerzas Armadas, según consta en el archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores.

El conocimiento mediático nacional y regional del proyecto de instalación de bases norteamericanas llevó al Partido Nacional a interpelar al Poder Ejecutivo y a frenar las negociaciones en el Senado en noviembre. La propuesta estadounidense distorsionó el equilibrio de poderes en la región. Para el gobierno argentino, en caso de ceder bases a los norteamericanos se instalaría en la margen izquierda del Río de la Plata la nación más poderosa del mundo, lo que terminaría con “la ventajosa situación” de distancia con Estados Unidos. Ello le daría a Uruguay la posibilidad “de llevar a buen fin la solución de la jurisdicción sobre el Río de la Plata, esta vez apoyado por Estados Unidos y tal vez Brasil”, de acuerdo a la investigadora Beatriz Figallo. Finalmente, a mediados de diciembre, el ministro de Relaciones Exteriores Julio Argentino Roca (hijo) se reunió en Colonia con su par uruguayo, Guani. Argentina planteó la necesidad de saber qué pasos iba a dar Uruguay en su nuevo vínculo con Washington y pidió que no se la volviera a ignorar en un tema tan delicado; este no sería un dato menor en las tensas relaciones bilaterales, una vez instalada la dictadura militar argentina de 1943.

Al final de 1940, los gobiernos de Estados Unidos y Uruguay elevaron sus legaciones al rango de embajadas. Al año siguiente, la invasión nazi de la Unión Soviética y el bombardeo de Pearl Harbor —con el consecuente ingreso de Estados Unidos a la guerra— fueron acontecimientos de fuerte impacto en Uruguay. Los vínculos entre ambos países se estrecharon al negociarse un convenio de préstamo y arriendo en el segundo semestre de 1941. Uruguay sería provisto de armas, logística y entrenamiento por parte de Estados Unidos, aunque muchas veces la calidad del armamento no sería la esperada.

La tercera Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, desarrollada en Río de Janeiro en enero de 1942, dejó constancia del incremento de la presión por la defensa hemisférica. Uruguay y Brasil siguieron la recomendación de romper relaciones diplomáticas con el eje, a diferencia de Argentina, que defendió con alto costo político su neutralidad.

El alineamiento de Uruguay con los aliados disparó tensiones internas. La coalición nacida del golpe de Estado de 1933 estaba agotada desde hacía tiempo y la Segunda Guerra Mundial precipitó su ruptura. El líder nacionalista Luis Alberto de Herrera, un incómodo socio favorable a la neutralidad —estigmatizado como “proeje”—, salió del centro del poder y se ubicó en la oposición, tanto en la política interna como en la internacional. El 21 de febrero de 1942 el presidente Baldomir disolvió el Parlamento, instaló un Consejo de Estado y prometió la pronta convocatoria de elecciones nacionales y la reforma de la carta magna.

La ruptura con el eje fue ocasión de ampliar las legislaciones de seguridad y defensa, por ejemplo con el decreto-ley de defensa pasiva, cuyo fin era preparar a la población frente a las nuevas modalidades bélicas: bombardeos aéreos y uso de armas químicas o bacteriológicas. La ley contenía una sección sobre educación —primaria, liceal y universitaria— en defensa pasiva. También se acrecentaron las reglamentaciones relativas al control de los medios de comunicación y de divulgación de noticias; el segundo artículo del decreto del Poder Ejecutivo de marzo de 1942 decía: “En ningún caso se cursarán, por cualquier medio de telecomunicación, las trasmisiones siguientes: a. Las que puedan poner en peligro la seguridad de un estado americano o del continente en general. b. Las que inciten a perturbar la tranquilidad de cualquier país americano; que agravien o ataquen a sus mandatarios o a sus instituciones políticas”. Esta normativa complementaba el artículo 9 de la ley de asociaciones ilícitas: “Se prohíbe la propaganda que agravie a mandatarios o países con los cuales mantenga relaciones el nuestro, o que incite a desórdenes o tumultos públicos o a vías de hecho contra personas o cosas, con motivo de la actual conflagración europea”.

Estas leyes sirvieron de base para que los inspectores de comunicaciones del Ministerio de Defensa elevaran advertencias sobre cómo las radios uruguayas infringían diariamente las normativas vigentes con sus críticas a la dictadura militar argentina de 1943.

En noviembre de 1942 Juan José de Amézaga fue elegido presidente y Alberto Guani, vicepresidente. El alineamiento con el bando aliado se profundizó, pero no sin tensiones. Amézaga nombró ministro de Defensa al general Campos y de Relaciones Exteriores, al ex presidente José Serrato. Las fuentes británicas especulaban con que Campos volvería con su vieja bandera del servicio militar obligatorio, lo que justificaba su nombramiento.

En Argentina, mientras tanto, el 4 de junio las Fuerzas Armadas derrocaron al gobierno constitucional de Ramón Castillo. Si bien en un principio hubo confusión sobre cuál sería la política exterior de la “revolución de junio”, al tiempo se reveló que aquel régimen mantendría una neutralidad inflexible. En octubre, el ascenso de militares ultranacionalistas miembros de la logia secreta Grupo de Oficiales Unidos alarmó al pequeño e indefenso vecino; era momento de rever el servicio militar obligatorio.

La ley de instrucción militar obligatoria de 1940 había fracasado: sólo se enrolaba aproximadamente el 18% del registro, a pesar de las amenazas de sanciones para los desertores. En junio de 1943 Campos presentó un nuevo proyecto de servicio militar obligatorio, que fue aprobado en octubre por el Consejo de Ministros. Un serio motivo de preocupación para las Fuerzas Armadas, y para parte de la clase política, era el arraigo popular de la prédica contra la institución militar. Según Serrato, la resistencia a la ley era “propia de la raza, extremadamente democrática, que ha creído siempre innecesario el servicio militar obligatorio”. Sin embargo, con la mirada puesta en el futuro de su país en el escenario continental y mundial era grave no estar preparado “para colaborar eficientemente en la acción de conjunto en lugar de seguir presentándonos, como hasta ahora, con las manos vacías”. El canciller insistía: “Los países que no hacen un esfuerzo por organizar sus ejércitos, dentro de sus recursos, van a ser países miserables y para nada serán tenidos en cuenta dentro del concepto internacional”. Los mismos argumentos usaría el presidente Amézaga durante un discurso en Tacuarembó en noviembre, cuando recordó la iniciativa de José Batlle y Ordóñez en la Conferencia de La Haya de 1907 de proponer la formación de una fuerza militar para garantizar la justicia, la libertad y la paz, propuesta que no se aceptó en aquella ocasión y tampoco en Versalles. No obstante, sería parte del nuevo orden de la segunda posguerra. Por ello, dijo, el servicio militar era impostergable: “Porque incurriríamos en cobardía y deslealtad si quisiéramos aprovecharnos del auxilio militar de los países asociados cuando pudiera cernirse sobre nosotros algún peligro de agresión y rehuyéramos por egoísmo o por falta de preparación”.

En los debates del Consejo de Ministros no se señalaba directamente el temor al gobierno argentino como disparador de la necesidad de la promulgación del servicio militar obligatorio; en todo caso, el interés en él de Campos era anterior al golpe de Estado del país vecino de 1943 y se insertaba en un contexto geopolítico en el que las Fuerzas Armadas buscaban adquirir protagonismo. Sin embargo, los discursos favorables al proyecto ponían el temor a la dictadura argentina en el tapete de la discusión. El Día, por caso, señalaba:

Abundan por el mundo, y en especial en Sud América, los enemigos de la democracia [...] el ejemplo de Bolivia y de un país aun más próximo lo demuestran, un complot reciente abortado en Chile [...] revelaciones oficiosas norteamericanas revelan que el golpe de Bolivia se gestó en Buenos Aires [...]es prueba del peligro.   El nuevo proyecto, a pesar del apoyo del presidente y de sus ministros, no fue bien recibido en filas coloradas (oficialistas), en las que se desencadenaron enconados debates. En cambio, contó con el apoyo del Partido Comunista, que participó en eventos propagandísticos financiados por el Ministerio de Defensa (cabe anotar que en julio de 1943 se habían restablecido las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética, tras reconocer su aporte a la causa aliada). El Herrerismo, principal fuerza política de la oposición, estuvo entre los más acérrimos detractores del servicio militar obligatorio, haciéndose eco de la hostilidad ciudadana a la instrucción militar. También se opuso el Partido Socialista, continuando con su tradición histórica antimilitarista.

Mientras el gobierno buscaba ganar consensos, el rechazo popular fue intenso entre 1943 y 1944, y no sólo se dirigía contra la nueva iniciativa sino que también exigía la derogación de la ley de instrucción militar obligatoria de 1940, todavía vigente. Jóvenes, estudiantes y obreros difundían volantes, pintaban murales, realizaban manifestaciones, mítines y asambleas, mientras eran vigilados por personal militar o policial vestido de civil. La Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay fue particularmente activa: esgrimió argumentos morales, culturales y económicos a su oposición a la militarización de los jóvenes, y definía al cuartel como “escuela de servilismo”. También el eslogan “Más escuelas, menos cuarteles” fue muy popular. Se partía de la convicción de que se exageraba la gravedad de la amenaza a la defensa nacional; ya se lo había hecho infundadamente con el peligro nazi y ahora se hacía lo propio con el argentino.

A fines de octubre de 1945, durante el Consejo de Ministros, Campos recordó la postergación del servicio militar obligatorio y expresó: “No deben olvidarse los compromisos que el país ha contraído y contraerá a raíz de las próximas conferencias”. El nuevo ministro de Relaciones Exteriores, Eduardo Rodríguez Larreta, replicó: “El clima político no es oportuno [...] se requiere una gran propaganda hecha en un ambiente de gran serenidad”, en el que precisamente no se encontraba el país. Campos respondió que no era un problema político sino técnico: “No tenemos ejército”.

En el último semestre de 1943, mientras se discutía el servicio militar, el gobierno uruguayo negociaba planes defensivos con Estados Unidos, que consideraba a Uruguay un importante enclave geopolítico en América del Sur. Se había aceptado la instalación de una estación detectora de radios clandestinas que desde territorio uruguayo monitorearía la región del Río de la Plata. Ese mismo año se definió pagarle a Estados Unidos la construcción de una caseta en el morro de la escollera Sarandí para detectar submarinos enemigos, que fue provista de todos los adelantos en comunicaciones a cuenta de Usinas y Teléfonos del Estado. Serrato, en su prudente relación con Estados Unidos, rechazó el ofrecimiento de la embajada de regalarle la obra al país. Hasta 1945 la escollera Sarandí estuvo cerrada al público y sólo se permitía el acceso a personal autorizado por la embajada norteamericana.

Mientras tanto, el gobierno uruguayo se mostraba inflexible en cuanto a no declarar la guerra. Al respecto, el agregado militar británico informó: “Las autoridades militares en terrenos profesionales siempre aconsejaron en contra de una declaración de guerra, hasta el momento en que estén en posición de defender al pueblo contra una matanza y ataques”. Asimismo, Amézaga había expresado que si bien Uruguay no era técnicamente un beligerante, sus recursos estaban “incondicionalmente a disposición de las Naciones Unidas”, y que declarar la guerra sólo sería un gesto vacío. No obstante, comunicaba que una vez que Estados Unidos satisficiera sus necesidades materiales de defensa, declararían la guerra de ser necesario.

En enero de 1944 el almirante Jonas Ingram, comandante de la flota del Atlántico Sur de la Marina estadounidense, con asiento en Brasil, llegó a Montevideo. Ingram fue clave en la integración de las Fuerzas Armadas brasileñas al sistema defensivo planeado por Washington para Sudamérica, y en esa estrategia, la cooptación de Uruguay y sus Fuerzas Armadas sería una pieza de la estructura militar que tenía a Brasil como centro fundamental. Según Campos, el motivo del encuentro fue discutir cómo los aviones norteamericanos emplearían las bases aeronavales uruguayas. El almirante había subrayado que su prioridad era la base de Laguna del Sauce, pero se avino a apoyar otras iniciativas que eran de interés para el gobierno uruguayo. En realidad, la logística del país era muy mala. Una seria dificultad era que no había aeropuertos para permitir la operativa de aviones de guerra o de gran porte. Washington necesitaba que su aliado platense tuviera una infraestructura mínima para poder utilizarlo como base de operaciones. Estados Unidos se comprometió a brindar apoyos técnicos y materiales para la modernización del pequeño aeródromo de Melilla y las obras del Aeropuerto Internacional de Carrasco, con el objetivo de utilizarlo tanto para aviones de combate como comerciales. El informe de Campos señalaba:  

El señor almirante Ingram manifestó tener una gran urgencia en poder usar las facilidades y ofreció enviar, a cargo del gobierno de su país, materiales y técnicos para realizar obras en Laguna del Sauce, obras que quedarán siempre bajo jurisdicción uruguaya y a la sombra del Pabellón Uruguayo. El suscrito hizo saber que esa era una obra nacional, que viene estudiándose desde 1938, ya en plena vía de ejecución para lo cual se disponía de recursos económicos.

El ministro Campos aceptó la ayuda norteamericana, “quedando convenido que los materiales y la mano de obra serían pagados por el Gobierno de Uruguay y que los técnicos estadounidenses quedarían a órdenes del mismo señor General, lo que satisfizo plenamente al señor Almirante”. Por su parte, el gobierno uruguayo se comprometió a construir una ruta que uniera Pan de Azúcar con la proyectada base aeronaval de Laguna del Sauce.

A principios de marzo comenzaron a llegar materiales de construcción e ingenieros norteamericanos. En febrero, el agregado naval de la embajada norteamericana destacaba que “la prioridad de la Marina de Estados Unidos es el proyecto de Laguna del Sauce y la ayuda al aeropuerto de Carrasco sólo se dará cuando aquel esté terminado”. En mayo, la prensa uruguaya preguntaba qué pasaba en la Laguna del Sauce y por qué había militares norteamericanos en suelo patrio sin contar con aval parlamentario. Finalmente, el 30 de mayo la convención herrerista del Partido Nacional presentó una denuncia formal y el 8 de junio el ministro de Defensa Campos y el canciller Serrato fueron interpelados en el Parlamento en un debate que duró más de diez horas, tras el cual el gobierno obtuvo apoyo para continuar las obras. Los ministerios de Relaciones Exteriores y de Defensa publicaron la interpelación como material propagandístico a su favor. Serrato insistió en que las bases no eran panamericanas y en que Uruguay podía encarar obras de defensa sin necesitad del aval de Argentina o de otro vecino. El principal orador del herrerismo, el senador Eduardo Víctor Haedo, cuestionó las obras como un peligro para el equilibrio en el Río de la Plata y una amenaza para la paz. Los senadores oficialistas remarcaron la “total indefensión” del país y señalaron con preocupación cómo Argentina incrementaba su política armamentista.

Mientras Uruguay realizaba negociaciones militares con Estados Unidos, en la vecina orilla se habían producido acontecimientos de gran importancia política. En enero de 1944 el presidente Juan P. Ramírez rompía relaciones diplomáticas con Alemania y Japón, presionado por los aliados. Los militares no toleraron el viraje de Ramírez y lo destituyeron; así, asumió la presidencia el general Edelmiro Farrell y su subordinado, el coronel Juan Domingo Perón, alcanzó la vicepresidencia y el Ministerio de Guerra. El recambio presidencial fue evaluado por las potencias aliadas como un triunfo de los nacionalistas y de los filonazis dentro del gabinete. El hecho desencadenó una plétora de presiones diplomáticas sobre Buenos Aires, que conllevó el retiro de embajadores, por prescripción norteamericana, incluido el uruguayo, Eugenio Martínez Thedy, el último en irse.

Gordon Vereker, ministro de la legación británica, trasmitió a sus superiores la ansiedad y la enorme preocupación de Serrato por la “hostil” y “torpe” posición norteamericana contra la dictadura argentina. El canciller se mostraba disconforme con “el bloqueo diplomático” y pedía una mayor responsabilidad británica, diciéndoles que era un error “esconder nuestra luz detrás de un arbusto, no teniendo una política definida hacia Argentina”. Las relaciones bilaterales empeoraron ese año y el siguiente, y a ello se sumó la actividad política de los exiliados argentinos en Montevideo. El Ministerio de Defensa, que fiscalizaba las comunicaciones de acuerdo a la ley mencionada anteriormente, buscaba evitar los excesos del lenguaje que injuriaban al gobierno argentino. Entre lo más grave estaba la incitación a la rebelión contra la dictadura.

El 21 de febrero de 1945 el gobierno uruguayo declaró la guerra a Alemania y a Japón. Al mismo tiempo, Estados Unidos entregó un extenso documento secreto, en el que proponía homogeneizar los vínculos militares con todas las repúblicas americanas para el nuevo orden de la posguerra. La única excepción era Argentina. El 9 de marzo de 1945, un día después de la finalización de la Conferencia Interamericana sobre los Problemas de la Guerra y de la Paz, reunida en el castillo de Chapultepec, se celebró una reunión secreta en el Ministerio de Relaciones Exteriores uruguayo en la que se convino continuar con las conversaciones entre estados mayores, pero con carácter “exploratorio y no oficial”. Era importante no asumir posiciones permanentes respecto de los acuerdos de la posguerra que ataran a Uruguay a la órbita norteamericana sin tener, por lo menos, una opción de salida. Serrato consideró que el tema debía ser definido por el gobierno, pues no era sólo una cuestión técnico-militar; además, en marzo de 1945 no se avizoraba un enemigo al acecho en lo inmediato. La urgencia norteamericana despertaba cierta sospecha, más considerando que en unos meses se reuniría la Conferencia de San Francisco, en la que se acordarían a nivel global los planes defensivos de la posguerra. Asimismo, era claro el riesgo de excluir a Argentina: “No pueden olvidarse los problemas que podrían suscitarse con dicho país en razón del interés militar que se le ha reconocido en la zona del Río de la Plata”, expresó Serrato.

El Consejo de Ministros resolvió en sesión secreta negociar con Estados Unidos, pero dejando en claro que las decisiones no las tomarían los militares sino el poder civil, y que ningún compromiso sería permanente y se subordinaría a los acuerdos internacionales. Sin embargo, la posición final de Serrato fue que el Uruguay de la posguerra (“por la naturaleza misma de nuestra producción”) no debía alejarse de Europa, principalmente de Francia y de Reino Unido. Si bien creía que el mundo se dividiría en zonas de influencia, la perspectiva de que Roosevelt muriera tornaba el período histórico “peligroso”, pues nadie sabía qué haría su sucesor. A Uruguay le convenía “desarrollar una acción colaboracionista con Estados Unidos, porque dicho país seguirá siendo una potencia de gran influencia y de espíritu renovado”. Si bien Serrato buscó mantener un equilibrio geopolítico, finalmente el país quedó atado a la dependencia de la nueva potencia hegemónica.

Mientras tanto, Argentina no había participado en la conferencia de Chapultepec pero se le permitiría firmar el acta e ingresar a la ONU si le declaraba la guerra al eje —cosa que finalmente hizo el 27 de marzo— y comenzaba un tránsito hacia la democracia. Los acontecimientos se precipitaron a gran velocidad aquel año. Una de las primeras consecuencias de sumarse a los aliados fue la finalización del bloqueo diplomático: el embajador uruguayo Eugenio Martínez Thedy regresó a Buenos Aires el 10 de abril, un mes antes que su par norteamericano, Sprullie Braden. En junio se puso en libertad a los presos políticos y comenzaron a regresar los exiliados, incrementándose las críticas al gobierno militar que, acorralado, en octubre destituyó al polémico coronel Perón de todos sus cargos y lo puso bajo arresto. La movilización popular del 17 de octubre fue recibida con sorpresa. Perón sería “el candidato de la dictadura” o un “peligro nazi fascista”: así lo vieron en su mayoría los uruguayos, con excepción del Herrerismo. El temor al peronismo triunfante en febrero de 1946 no hizo más que afirmar los lazos con Estados Unidos.

La Segunda Guerra Mundial y luego el peronismo transformaron el papel de Uruguay en el Río de la Plata, integrándolo al circuito de influencia norteamericano. Si bien el aliado más importante de Estados Unidos fue Brasil, la ubicación, la historia y la política resignificaron a Uruguay en la nueva realidad global y, en consecuencia, en el equilibrio de la región platense. Su peso “moral”, su tradición liberal y su sintonía con Occidente hacían del país una pieza en el armado de la nueva ingeniería hegemónica por parte de Estados Unidos, atizando los temores acerca de la “invasión o infiltración nazi”, tal como hicieron en todo el subcontinente.

El abastecimiento militar y profesional norteamericano, el control de las comunicaciones, el acceso a información confidencial y el apoyo en la construcción de infraestructura defensiva marcan la posición geoestratégica de Uruguay en la órbita militar norteamericana, a pesar del fallo en la cesión de las bases. El rechazo hacia el servicio militar obligatorio y la presión de la opinión pública y política para no ceder bases a Estados Unidos muestran los límites que la propia sociedad uruguaya, tan clasemediera y hedonista, estuvo dispuesta a imponer al gobierno por la vía de los hechos.

Esta investigación se enmarca en el proyecto “Peronismo desde las dos orillas” del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Montevideo, del que los historiadores Fernando López D’Alesandro y Carolina Cerrano son coordinadores responsables.