Diego Arquero: “Yo quiero el trono pa’ saber que no es pa’ tanto”

Hundido en una esponjosa chaise longue, con las piernas sobre la mesa ratona y la vista clavada en un punto impreciso de un living tan grande como para correr los muebles y armar un partido de fútbol cinco, Diego Arquero está chill, pero no con el “vinito y guiso” del estribillo uruguayo más pegadizo del año, sino con una taza de té sobre su panza y el clobazam abriéndose paso por todo su cuerpo, lento como la miel.

Toma un sorbo y dice:

—Cuando la gente escucha mis letras se imagina una mejor versión de lo que soy. En realidad soy un poco como digo, pero no sé si la gente entiende lo que implica. Porque yo te canto “mi statu quo es estar del culo” y después capaz que alguien que no me conoce me ve súper borracho, tirado, dando pena, y se desilusiona. Y ahí digo: “¿Qué escuchaste vos, hijo de puta? Yo no te mentí en ningún momento”.

Más allá del living pincelado por las luces dicroicas, lo único que parece dar cuenta de lo fría que está la primavera de setiembre son los árboles de Bulevar España, mecidos al ritmo de una bolsa de arena de boxeador pendulando, solitaria, en el balcón de un apartamento con desniveles y recovecos en el que viven seis personas pero de una manera tan distribuida que siempre parece vacío; el apartamento de alguien que la pegó, pero habitado por alguien que está recién empezando. Con Arquero ahí reposando, el ambiente adquiere un aire a Xanadú privado, donde todo lo demás, la calle, Montevideo, Uruguay, parece demasiado lejos.

Sin embargo, más allá del silencio y la aparente soledad del ambiente, el pibe engullido por la chaise longue tiene mucho por lo que festejar. Su disco Aguafiestas, incorporado por el sello Bizarro, hizo que dejase de ser un tesoro custodiado entre algunos colectivos y plataformas de rap uruguayo para aparecer en la programación de estaciones de radio y televisión. En tan sólo unos meses se convirtió en el flamante apadrinado del productor Juan Campodónico, llena casi cualquier toque que da, abrió para El Peyote Asesino y teloneará a No Te Va Gustar en el estadio Obras Sanitarias junto a Los Buenos Modales, la crew que lo hizo conocer. Uno podría caer en el cliché de decir que todo surgió como algo inesperado, pero la idea ya estaba fija en su cabeza desde mucho antes, desde que era un niño e imaginaba cantar para un estadio repleto mientras “Amiga mía”, de Alejandro Sanz, sonaba en la parte trasera del auto de sus padres.

Diego Arquero. Foto: Pablo Vignali

Diego Arquero. Foto: Pablo Vignali

¿Pero qué es lo que tiene Arquero que no se ve en la novísima fauna de raperos que se apoderó de la escena rioplatense? Juan Campodónico responde: “Lo que me gustó de Diego es que rapea como habla, con total naturalidad; no se escucha la técnica, es fluido, muy imaginativo. Cuando lo escuchás estás viendo las ideas o imágenes que salen de sus versos, montado sobre un sonidazo de rimas y piruetas rítmicas”.

Santiago de Souza es, junto a Dubchizza, uno de los cerebros detrás de Los Buenos Modales. “La honestidad es uno de los elementos más particulares de Diego, porque cuando repasás las letras te das cuenta de que todo lo que después se manda está como anticipado en ellas. Además, cuando le empecé a hacer los apoyos en su formato solista me di cuenta de la musicalidad y lo difícil de imitar, debido a que tiene cierta manera de pronunciar las palabras; me di cuenta de que cuando yo cantaba pronunciaba la ye a lo uruguayo y sonaba rarísimo, y al final sólo podía quedar bien con la forma en que lo dice Diego”, cuenta.

Lo primero que entra de Arquero es el acento. Hijo de madre sevillana y padre uruguayo, hasta sus 16 años Uruguay fue su país de veraneo, las conexiones ensoñadas con las raíces paternas en una vida dividida entre dos hemisferios. Recién cuando la familia se mudó a Montevideo, Arquero empezó a reconocer distintos ribetes de la ciudad, convirtiéndose en uno de los pocos estudiantes que gustaban del hip hop en una clase en la que, sin importar las credenciales y genealogías, era considerado por todos como “el gallego”.

La mayoría de los acentos tienden a cortar y llenar de picos, pozos e incómodas pendientes la prosodia natural de un idioma. Sin embargo, el dejo español en la voz de Arquero se extiende sobre las palabras como una melaza que suaviza los bordes y barniza su flow. Mientras que la mayoría de los raperos arman sus barras como la bajada a saltos de una cabra por una cuesta de rocas y rimas, Arquero desciende con los esquíes puestos; he ahí el caracú de su estilo: con él todo parece así de fácil.

En un Río de la Plata en el que los principales MC han privilegiado el ritmo de metralla por encima de la melodía (las voces en los tresillos del trap y los reguetoneros letárgicos pasados por Auto-Tune han encarnado en muchos casos la búsqueda del grado cero de lo melódico), Arquero es el rapero más musical de la vuelta, un tipo que ya con hablar parece estar cantando, el cable de cobre entre el rap y una generación acostumbrada a los estribillos y camisetas revoleadas en estadios; por eso es capaz de tirar unas barras en el trap más marcial o de dar una pincelada simpática del pop más confitado.

—Lo pegadizo es algo que sí entendí de la música en general, y me sale bien.

Al intentar decodificar su flow, en un momento pone un tema de Mac Miller en su celular, se detiene en un perfecto enganche, pone pausa, cierra los ojos y dice: “Creo que el flow está más determinado por cómo manejás los espacios en los que no rapeás que por lo que tirás sobre el micrófono. Tenés que saber cómo administrar los silencios”. Mientras Arquero explica cómo en las letras que escribe en la computadora no compone en verso, pero sí deja paréntesis con puntos, en una especie de protopentagrama para indicar los pulsos de los intervalos en los que respira o deja un hueco, es medio inevitable recordar una famosa frase de Miles Davis, máximo exponente del cool (¿chill?) jazz: “La música es el espacio entre las notas. No son las notas que tocás; son las que no tocás”.

Esta idea de lo sencillo y fresco en su forma de sobrevolar los temas se corresponde con un tema que podría considerarse extramusical, pero que inevitablemente estampa sus colaboraciones. Kristel Latecki, editora del portal Piiila, opina: “Así como hay raperos que escupen sus rimas a ceño fruncido, Arquero tiene la seña particular de rapear con una sonrisa tatuada. Se nota cuando se lo escucha y se lo ve cuando está en el escenario. Tanto da que esté hablando sobre su ansiedad, la ausencia de su madre, sus demonios internos, la fiesta o la amistad; Arquero es pura buena onda y honesto hasta en detrimento suyo”.

En varias oficinas de fonoventas y atención al cliente muchas veces hay un cartel colgado que versa: “Nunca te olvides: una sonrisa también se escucha”. Es inevitable pensar que Arquero adquirió las mismas nociones a la hora de cantar y venderse.

El concepto “venderse” suele ser tabú dentro del ámbito musical, en especial el uruguayo, más idiosincráticamente unido a lo autoral y el perfil bajo. Sin embargo, Arquero es parte de una nueva camada dentro del hip hop que se ha permitido reconocer esta ambición. Este género, así, en los últimos tres años ha crecido a pasos agigantados, no sólo por los cambios de vientos del escenario musical global, sino también por la actitud más desenfadadamente empresarial de su nueva guardia.

En este terreno, Arquero asume su participación en múltiples proyectos y su omnipresencia en redes como una extensión de su trabajo, algo que tiene que cuidar a la par de su música. A su vez, maneja como criterio necesario su independencia, lejos de arreglos de exclusividad con grupos: “A veces me critican porque soy una persona muy individualista. No me cuesta trabajar con equipos, pero sí me cuesta casarme con colectivos. Quiero que mi imagen sea yo y esté representada por mí, y chau. Me encanta participar en colectivos, pero al final te vas a tu casa y sos vos. El que lidia con tus problemas sos vos y el que toma las decisiones últimas sos vos”.

Con respecto al cambio de ciertos valores clásicos de la escena, dice:

—Lo bueno que dejó el trap es que a muchos artistas los sacó de la postura anticapitalista de lo que hacían, no porque el capitalismo esté bien, sino porque era una postura súper hipócrita y al final se pisaban el palito. Es lo que decía JT [MC de Mac Team] y a lo que yo adhiero: venderse es laburar ocho horas en un lugar que no te gusta. Es mucho más venderse eso que hacer dos o tres temas de reguetón. Yo no me sentiría culpable si en vez de laburar ocho horas te vendiera una moto en cuatro versos o hiciera un reguetón que es una verga, aunque para hacer un reguetón que es una mierda te hago un reguetón que esté de más. Sí me jodería que todo mi arte estuviera dedicado a hacer algo que no me gusta; ahí sería lo mismo que trabajar en un laburo de mierda.

Se queda unos segundos con la mano sobre la boca, contemplando un punto indefinible en el horizonte y agrega, con su voz retumbando en los vidrios:

—Y eso que se discute dentro del hip hop sobre lo real y no real es ridículo. La primera pregunta sería “¿qué es ser real?” y la segunda, “¿por qué tengo que ser real?, ¿por qué no puedo crearme un personaje?”.

Ese personaje es el río que separa al chico de la sonrisa que se escucha en las rimas y al que ahora está desapareciendo en los pliegues del sillón, sentado en la penumbra. Unos días antes de que se estrenara el videoclip de “Chill”, la canción que catapultara a Arquero en el mapa, le vino una serie de ataques de pánico. El esquiador del flow fue engullido de golpe por una gigantesca avalancha; fue como estar pegado a un cable pelado por casi 36 horas, y recién pudo estabilizarse con una visita de urgencia.

No era la primera vez que le sucedía algo así, pero sí fue la más intensa y la más

inoportuna. Para los que lidian con ataques de pánico, el camino hasta dar con la medicación adecuada es pedregoso. En ese proceso, Arquero tenía que verse bien tanto arriba como abajo del escenario. La única solución que encontró fue encerrarse en su casa por meses y salir sólo para grabar y dar shows. Mientras, el personaje relajado que vendía en “Chill” acumulaba vistas y empezaba a sonar en todas las radios.

Los momentos más duros de este proceso amainaron:

—Es una verga esto, pero quiero cuidarme. Yo digo que estoy casi en mi mejor momento para afuera y para adentro no. Pero bueno, tengo confianza en que me voy a poner mejor y en que los triunfos no van a dejar de pasar. Esto no me está afectando para laburar, ponele. No es depresión lo que tengo, es otra cosa.

—¿Qué cosa creés que es?

—Escribí el disco en un buen momento de mi vida, pero hay muchas cosas que me dan miedo. Una cosa que perturba, y que es propia de mis cambios psicológicos, tiene que ver con haber soñado mucho algo y haberlo, entre comillas, conseguido. Vos te pasaste toda tu vida queriendo ser jugador de fútbol de primera y ahora de repente salís a la cancha, y eso te genera un impacto psicológico fuerte. El “ya llegué”, ¿entendés? No sé si es vacío...

Arquero queda un segundo en silencio, y como un paciente que corta su libre asociación para girar sobre el diván y enfrentar al analista detrás suyo, dice:

—Acabo de decir “no sé si es vacío” y vos sacás nota en tu libreta. Que no se tome tan “llegué a este punto y me siento vacío”. Es más bien un “ya llegué y estoy raro”. Cuando está todo en el aire, está todo en el aire y chau. Ahora todas las cosas son reales, la posibilidad de ir a tocar a tal lado y llenar tal otro, o cantar una canción con No Te Va Gustar o el enano de La Vela. Al menos a nivel local ya hay muy pocas cosas que vea lejos. Una vez que estás metido acá hay cosas que se empiezan a volver reales, que te hacen dudar. El “¿yo quiero hacer de mi vida privada una vida pública en pos de triunfar con la música?, ¿podré lidiar con eso?”. Sé que me estoy ofreciendo yo como parte de mi arte, sé lo que eso implica, pero de repente me da un poco de miedo.

Arquero habla con el mentón descansando sobre sus manos entrelazadas. Sobre el reverso de la palma, tapados con nailon y crema antibiótica, brillan como estigmas sus últimos dos tatuajes. En la diestra, un gallo con la inscripción “93’ Kids” rodeado de laureles triunfales; en la zurda, un lobo mostrando los dientes con una fogata crepitando a lo lejos. Un mes después, en una vacía playa de Atlántida, disfrutando de los primeros calores del año, con un sombrero de paja y ya mucho más sereno, hará un repaso de los 16 tatuajes que estampan su cuerpo y cómo los dos últimos representan partes opuestas: el gallo su costado orgulloso, el recordatorio de ya haber cumplido uno de sus objetivos; el lobo su lado malo, un animal que parece feroz y fuerte, pero que en realidad tiene miedo (y el fuego por el terror que los lobos le tienen). Ahora, transcribiendo la entrevista, es imposible recordarlo con esas manos entrelazadas y no pensar en la famosa escena de La noche del cazador en la que el pastor, interpretado por Robert Mitchum, les muestra a unos niños la puja del bien y el mal que mueve al mundo con los tatuajes de love y hate en sus dedos jugando una frenética pulseada. De esa pulseada interna surgen las palabras de Arquero.

—En “Chill” en un momento decís “un amor pa’ mi familia / pa’ mi vieja viéndome de arriba / estamos bien mamá acá nadie te olvida / ves a esos niños que crecimos y nos pusimos las pilas / y ahora estamos más o menos donde esos niños querían”. Siempre sentí que hay como una trampa o derrota en llegar a hacer lo que uno realmente quería hacer de niño, porque uno ya no es un niño y no piensa igual cuando lo logra.

—Hay una trampa en todo. Yo siempre supe que eso era como un pensamiento medio enfermizo. Siempre quise ser el uno, y ya sabía que el día que lo consiguiera no me iba a hacer feliz. Ya de chico mi visión era “ta, Diego, vas a lograrlo, pero vas a darte cuenta de que aquello no era la felicidad y después vas a plantar un huerto, como hacia Cándido”. Pero igual quiero llegar ahí. Yo quiero el trono pa’ saber que no es pa’ tanto.

Cuando Arquero dice la última frase levanta el mentón y casi involuntariamente se le dibuja en el rostro la sonrisa registrada de sus mejores canciones, pero es imposible saber si sonríe porque está buscando complicidad con su entrevistador o si es que hay una parte automática e inconsciente en su cuerpo que activa los 12 músculos faciales que definen la expresión cada vez que cree haberse topado con una ocurrencia o verso que pueda rendir para un futuro tema. Una especie de contador Geiger de buenos ganchos oculto debajo de la piel.

Pero, como si saliese de un pequeño trance, enseguida recupera su tono grave y continúa:

—Yo pienso en estos guachos que la pegan en serio... No yo, ponele el Duki y esa gente, que tienen 21 años y de repente no pueden salir a la calle. ¿Vos sabés lo que es estar en esa cabeza? Es un viaje. Si metés tres golazos en un partido de fútbol cinco y te agrandás, imaginate si sos el Duki. Para mí es un ejercicio muy fuerte de estar tirándote para abajo, de anclarte bien fuerte. En esta profesión un día sos un rey y otro día sos un pelotudo, entonces hay que lidiar todo el día con uno mismo para entender que no sos ninguna de las dos cosas.

En “Clonazefunk”, el video de su último corte de difusión, se lo puede ver con una corona y una capa de terciopelo, custodiado por fieles súbditos que lo protegen de fans, mientras salta en un castillo inflable y se come un bol lleno de psicofármacos como si fueran cereales.

—Me encantaría pensar menos. Capaz que ser más cuerdo, si lo hago bien, me va a llevar a mejores caminos, pero si fuera un poco menos disfrutaría más el camino que estoy haciendo. Qué sé yo. Las buenas ideas nunca son cool. Como los raperos que se tatúan toda la cara. Yo siempre pienso: “¿Y qué vas a hacer dentro de diez años, cuando esto se haya terminado?”. No sé, pienso mucho en eso, pero por otro lado estoy tranquilo artísticamente; siento que no voy a perder el hilo entre lo que a mí me gusta y lo que a la gente le gusta.

Lo primero que sorprende al entrar al cuarto de Arquero es la ausencia de cosas.

—Te parece vacío porque no hay cortinas —advierte.

Sin embargo, es otro tipo de vacío. No la elegancia de un minimalismo ni una pulcritud ascética: se parece más al cuarto de alguien que nunca llegó a sacar la ropa de las valijas. En las paredes blancas hay dos pósteres, uno de Extremoduro y otro de Montevideo Sound City, donde tocó con Los Buenos Modales, y una fotografía gigante suya que parodia a esas que decoran la recepción de las fiestas de 15. En el marco blanco, donde suelen ir expresados los mejores deseos a la quinceañera, sus amigos le escribieron un montón de dedicatorias festivas, que abundan en dibujos fálicos y puteadas afectuosas.

La cama de dos plazas está destendida. A su lado hay unos guantes de boxeo y una mecedora tapada por varias prendas de ropa. Una bicicleta fija. Un escritorio lleno de cajas de remedios. En una repisa se exponen los únicos seis libros de la habitación: Cuentos completos de Cortázar, La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina, El señor de las moscas, Poesía y mito: Alfredo Zitarrosa, el Marqués de Sade y una Antología de la literatura fantástica.

Montevideo Rock 2018. Foto: Santiago Mazzarovich

Montevideo Rock 2018. Foto: Santiago Mazzarovich

Arquero busca en su computadora el render de su última canción, pero una y otra vez escucha unos segundos y descubre que son versiones viejas. Pasa así varios minutos, hasta que da con la versión definitiva. Mientras la canción suena, abre un archivo de Word en el que tiene la letra y la canta, moviendo los hombros y la cabeza. La canción inmediatamente se despliega por tu cuerpo como un virus. Da un codazo cómplice y repite unos versos: “More luces, more sushi, more problems, cazás, ¿no?”.

Canta con los ojos cerrados y la mano sobre el mouse. Es la primera vez en la noche que veo a Arquero reír. La sonrisa del millón, la que aparece en las historias de Instagram, la de aquella gigantografía de fiesta de 15, mirándonos desde todas los ángulos, como esos magnánimos cuadros de Jesús. Su sello Latu del flow.

Arquero busca las llaves y me acompaña abajo para abrirme. Se pone una hermosa campera de gamuza color vino. Es sólo ponérsela y cambia todo su aspecto: incluso con el pantalón y el canguro pasa de una apariencia de entrecasa a convertirse en el rapero que vemos en sus presentaciones en vivo: un rey.

Bajamos al palier del edificio sólo iluminado por la luz de los circuitos cerrados de vigilancia y cuando salimos, el frío de Bulevar España nos arremolina.

Abre la puerta, se despide y mientras se aleja se lo escucha canturrear para sí mismo: “More sushi, more problems. Qué gracioso, bo”. Cierra la reja gigantesca y pesada y vuelve a entrar al edificio, una gota de vino diluyéndose en la oscuridad.

Hache: La estética del resentimiento

Leandro Souza descubrió que podía ganar peleas con palabras en vez de con los puños durante la Noche de las Luces de 2007, cuando sembró el pánico en una fiesta de 15 celebrada a pocas cuadras del popular evento. El pibe que en sólo un par de años sería conocido —y temido— por todo el ambiente rapero como Hache culminaba el peor año de su adolescencia sobreviviendo a un montón de peleas —muchas de ellas a puño limpio, a veces en franca desventaja numérica— y al ninguneo de los compañeros de un liceo al que había caído por ser diagnosticado como superdotado, pero que pertenecía a una clase social alejada de la realidad del barrio de La Unión, donde había crecido.

El agua ya estaba casi rebosando el vaso y uno de los compañeros de clase que más lo habían medido durante el año lo puso a prueba una vez más. Leandro decidió que estaba harto. Por aquel entonces la Noche de las Luces significaba para la gente de los barrios pudientes de Pocitos y Punta Carretas el desembarco de las clases populares a un territorio liberado. Más que nada aquel alineamiento de planetas hacía emerger, como desde la tierra misma, a la tribu urbana más temida: el plancha. De golpe, el estudiante que durante todo el año había recibido insultos por su forma de hablar, de vestir, por sus gustos y su contexto social descubrió que en ese lugar y en ese particular momento podía ser locatario, al menos en la cabeza de todos aquellos compañeros de curso. Leandro aún sonríe con malicia cuando recuerda la anécdota:

—Le dije a un amigo del guacho: “Ya hablé con mis amigos de Malvín Norte, vienen para acá. Dicen que lo van a abrir, de one”. Ahí empezaron a venir todos los chetos a pedirme perdón. Las pibas también. Yo hacía como que ya no se podía dar marcha atrás, que la orden estaba dada y que ni siquiera yo tenía forma de cambiar lo que estaba por suceder. Y los tuve toda la noche así, hasta que el guacho vino a pedirme perdón. Lo apreté un poco, para hacerle pasar una noche que no se olvidara, y al final agarré un celular e hice como que llamaba a mis amigos, intercediendo por él. Esa noche fue la mejor de esos años. Hasta me terminé yendo con una piba y todo”.

A simple vista Hache no parece un hombre de temer. Su cabeza es como un pesadísimo nido de hornero en un árbol mal regado. Su mínima caja torácica contrasta con un cuello de emú, ancho, marcado por las venas y una nuez de Adán prominente que parecería concentrar todas las tareas necesarias para evitar que se desnuque. Es casi como si el cuerpo hubiese comprendido que la mayoría de las funciones vitales corren por la cabeza, resolviendo bombear toda la sangre ahí, generando una división tajante entre esa torre de mando y el resto del organismo, encargado de realizar operaciones más o menos concretas e indispensables.

Cinco años atrás Hache era un chico de caminar desgarbado, la cabeza casi siempre coronada por una gorra de visera, camisetas siempre demasiado grandes, una barba irregular como matas de pasto en un baldío y un par de largas rastas mustias que en algunos círculos le hicieron ganar el apodo de Mapache. Ahora, el chico que conocí luego de un cumpleaños pidiéndome monedas para tomarse un bondi y contándome lo mal que le estaba yendo en la Facultad de Psicología es uno de los MC más conocidos de Uruguay, responsable —junto a Diego Arquero— de “Flanders”, la canción más famosa de Los Buenos Modales, y colaborador estelar en un popular video de Javier Cardellino. Las rastas desaparecieron, la barba se emprolijó y su chat de Instagram explota cuando termina un show, pero Hache sigue juntando monedas, esta vez para comprar una bolsa de Manix que haga de colchón para la nueva petaca de Sandy Mac adquirida en la estación de servicio de Bulevar España y Roque Graseras.

El hip hop es un gran instrumento para desatar la nerdez de descomponer a los raperos en distintas habilidades, como si fueran diferentes puntuaciones en cartas Magic. Está el flow, la velocidad, las habilidades de canto, las skills y las letras. Estos últimos dos ítems son fascinantes para analizar, en tanto están íntimamente intrincados, aun cuando sus significados puedan no ser coincidentes. Diferente del contenido semántico de una letra, lo comúnmente llamado skills obedece a la capacidad de rimar y jugar con el lenguaje, con una caja de herramientas que incluye aliteraciones, anáforas, paranomasias y cacofonías. En este rango Hache es destacado, con una metralla de notas al pie que pueden ir desde referencias a Salvador Dalí y su musa Gala a Monet, Game of Thrones o La escena del jardín de Roundhay (la primera película filmada en la historia). Sin embargo, incluso tomando en cuenta lo articulado y culto de sus referencias, en este dominio Hache podría considerarse un poco por detrás de Hurakán Martínez y de Don Felipe, de AFC, que se han erigido en algo así como los atletas de élite de las skills. Pero en las letras de Hache hay algo que va más allá del juego de palabras y el ingenio y que toca una fibra más extraña, casi inexplicable, que aborda los terrenos más propios de lo poético.

El momento en que descubrí que Hache era algo distinto llegó con “Fuego”, la canción que figura en el EP Venta de garage (grabado con el beatmaker DJRC), cuando canta “nada más triste que te entierre tu abuelo / toca distinguir las alertas del miedo / la vida se te escapa entre las manos como el pelo / como de la boca palos, como de los ojos fuego”. Eran sólo cuatro versos, pero ahí había algo completamente distinto a todo lo que podía escucharse y leerse por la vuelta.

Para JT (compañero de la formación Mac Team y cofundador del colectivo Underclan) lo que define al estilo de Hache es “claramente la forma de escribir”: “No le gusta repetir frases, no le gusta caer en básicas. A mí me pasa que si escribo una letra con una frase muy común no me quemo mucho y la uso igual, porque es lo que quiero decir y punto. Hache en cambio complejiza todo el arte de lo simple, y a la vez te puede escribir como tres canciones enteras en 15 minutos”.

Fernando Richieri, alias Chili, es uno de los comentaristas más formados del rap nacional, conductor del programa El quinto elemento y organizador de los Premios al Hip Hop. “Hache fue de los primeros raperos poetas que laburaban ideas serias, maduras. Sacando el disco Se acabaron las vacaciones, de Mala Bizta y DJ Platos Violadores, de 2012, ¿qué letras de esa factura había antes? La Teja Pride era un grupo complejo desde su principio por ser nerds, pero el que define la generación después de 2010 es Hache”, dice Chili, y pega una profunda pitada a su porro armado con precisión holandesa, se saca la boina, rasca su pelada y continúa: “Hache es de los primeros freestylers que venían con algo auténticamente complejo. El tipo tenía 15 años y cuando terminaba la batalla se bajaba y tenía que explicarles a locos de 30 qué había dicho, porque por ahí les había ganado con una metáfora que invocaba cuatro seres mitológicos y ellos ni se habían enterado. Les había ganado y ellos ni siquiera sabían dónde les había caído el golpe”.

Al poco tiempo de darse cuenta de las facilidades que le brindaba la lírica, Hache se volcó obsesivamente a cultivar esa habilidad. Por aquel entonces Leandro, hincha de Danubio, vivía en La Unión, casi bordeando el límite con Maroñas. Sin embargo, casi toda su formación la tuvo en Malvín Norte, donde se quedaba a dormir cuatro de siete noches a la semana, estudiante prodigio de una escena incipiente y poderosa en la que se encontraban el colectivo Uruguay Rap Underground, Aliem Rap y Emeká, con quien, junto a Poker, formaría Mala Hierba, su primer crew. Si bien las carreras y las vidas de Hache y Emeká tomaron caminos divergentes, se puede rastrear un gen común en sus estilos (sólo por tomar un ejemplo, siguiendo esta línea de rap culto y minuciosamente armado, hay un video llamado “Soul Sides” en el que se ve a Emeká rimar palabras en nadsat, el idioma hablado por los druggos de La naranja mecánica). De aquellos tiempos, Emeká recuerda:

—La primera batalla de freestyle en que nos inscribimos fue en la casa de DJ Deep. Era un día feriado, no teníamos forma de ir en bondi y nos juntamos a recolectar monedas y monedas hasta que llegamos a tener algo para que nos arrimaran al Centro. Después de esperar un rato encontramos un tachero que era algo así como la última Coca-Cola en el desierto, y el tipo no nos quería llevar porque estaba re perseguido con que apareciera alguien del sindicato y le partiera el parabrisas. Le tiramos 200 pesos en monedas y nos dejó en plaza Cagancha. Nos caminamos todo pero al final llegamos. Esa noche Hache la partió: le ganó al Poshy, aunque terminó perdiendo con El Chamán, no porque fuera mejor que él sino porque tenía más experiencia escénica. Al otro día ya estaba presentándose en todas las freestyles que había y llegó un momento en que no perdió más.

Leandro "Hache" Souza. Foto: Pablo Vignali

Leandro "Hache" Souza. Foto: Pablo Vignali

Fast forward dos años:

—Cuando la nueva camada de pibes empezó a colgarse con la movida freestyle, Hache ya venía dando cátedra desde hacía tiempo. En las primeras movidas de las Knock Out, batallas que organizaba el Gula con el Seba y el Milans atrás de la Facultad de Arquitectura, Hache era el monstruo final del videojuego.

A las cuatro de la mañana de un jueves, tomando una cerveza en un recoveco aislado de la esquina de Tomás Diago y Scosería, los tiempos de freestyle parecen lejanos para Hache. No es que se haya retirado, pero luego de una serie de polémicos resultados decidió que no participaría más en competencias.

—Me robaron en las BDM pasadas y no quiero saber de nada con representar a Uruguay. Hasta ese entonces yo me decía: “Sos el mejor de Uruguay, sos un deportista, tenés que polentearte y dejar bien parado a tu país, ir al Mundial y ganarle al mejor”, que en ese momento era Aczino. No voy a representar a este país de mierda nunca; se merece llevar representantes de 16 años, como llevó la vez pasada.

Hache hace referencia a esa vez en que se enfrentó a Gavo aka Punisher en la final y un error de interpretación del conductor hizo que la gente creyera que el jovencísimo contendiente había ganado cuando todavía faltaba una réplica; nadie se animó a aclarar qué había pasado después de todo el revuelo, algo así como si en los Premios Óscar se hubiese decidido entregarle el premio a La La Land en vez de a Moonlight para evitar el bochorno de la equivocación.

—Ahora me puse en plan headhunter; sólo me voy a presentar cuando venga alguien de afuera que valga la pena. Lo único que tengo pensado hacer acá es volver a las batallas dos contra dos, porque se comenta que hay unos guachos nuevos que la parten y hay gente que dice que pueden ganarme. Unos son los de Villeros Gang, que tienen a Martín de la Planta que la parte. Después el Zeballos, que ya le gané una vez pero que también anda bien. Y tengo ganas de romperles el orto y volver a abrirme, que es la que hice siempre.

En definitiva, vivir como una especie de mito, que aparece una vez cada tanto, cuando su existencia se pone en duda.

En las batallas de freestyle casi siempre la ventaja la lleva quien responde, quien recibe del oponente material suficiente para armar una estrategia, y al mismo tiempo puede meter conceptos nuevos. En este juego, las rimas que uno deja en el aire siempre se pueden volver un búmeran y hay que jugar pensando tres o cuatro jugadas por delante, como un ajedrecista, metido en la cabeza del otro. Cuando uno se topa con el orgullo de Hache por no competir hasta que llegue alguien digno es inevitable pensar en qué medida eso no es contraproducente, por el riesgo de que cuando esa persona al fin llegue el defensor del título esté oxidado por no haber competido con nadie, ni siquiera con un mero sparring; en este juego de metáforas deportivas Hache sigue pareciéndose al ajedrecista Bobby Fischer luego de lograr su corona, asediado por sus fantasmas, recluido en una isla, postergando la defensa del título con Anatoli Kárpov.

Las últimas veces que batalló en freestyle lo hizo con Teorema, insigne rapero chileno que participara en las más altas competiciones mundiales.

—Me pasó que él me festejaba todas las rimas. El loco es como Goku: “Veo que sos bueno, me polenteo, me ves la cara de felicidad, te festejo, me toca a mí y ahí te hago mierda”. Me paseó por eso mismo: me tocó el primer minuto a mí, metí tres buenas, ya el loco me estaba aplaudiendo y pa’ mí era “me está aplaudiendo uno de los mejores del mundo, qué rica”; me distraje, perdí el foco, dejé de pegarle y cuando quise ponerme al día me ganó.

Después Hache contará cómo al día siguiente lo venció en un dos contra dos, pero de alguna manera las razones de su derrota hablan del funcionamiento subyacente del rapero: la necesidad de ser antagonista. Una persona que aprendió peleándose con todos, como el murciélago, que se guía por el rebote de sus propios chillidos; cuando no hay voces en contra Hache está como un hombre ciego que busca en una habitación oscura un gato negro del que ni siquiera hay certeza de que esté allí.

Hache tiene un montón de fantasmas a los que enfrentarse, incluso algunos que van por fuera del ambiente artístico. Hijo de Blanca Rodríguez, histórica informativista de Canal 10, cuenta que la referencia pública a su madre no es nada nuevo a la hora de enfrentarse en una batalla:

—El freestyle se alimenta de cualquiera de esos detalles que cuando sos niño usa el resto de la clase para cobrártela. Las referencias a mi madre las sé todas, las aprendí en la escuela y en el liceo. Entrar por ese tubo es lo peor que podés hacer en una batalla, porque si agarrás por mi familia te voy a romper el orto. Nunca nadie habló de mi familia sin que lo desangrara. Mi hermana también una vez fue a verme y a los días en otra batalla me tiraron alguna rima sobre ella y no hubo chance. A los días subieron la batalla a Youtube, le mostré el video y le dije: “Mirá lo que decían de vos. A este lo maté por vos”.

El otro elemento repetido, tanto en las batallas como dicho por lo bajo, es su supuesta condición de cheto:

—Cuando pasé a los 19 años de vivir en La Unión a hacerlo en Pocitos fue como de golpe jugar en modo fácil, pero después me tuve que empezar a comer los atrevidos que me decían “callate, vos llevás cuatro años viviendo en Pocitos”, porque por más que viva en Pocitos ahora no puedo desaprender todos los años de, por ejemplo, ser discriminado por pobre en el liceo donde estudiaba, o que en el barrio los milicos nos cagaran a palos cada dos por tres, o que cayeran todo el tiempo planchas a medirse la pija contigo, tener que aprender a pelear desde chico, tener amigos chorros, tener amigos pasteros, tener amigos rehabilitados y tener amigos a los que mataron; que te amenacen con un chumbo, que te amenacen con un corte. No digo que esté lindo, pero yo aprendí cosas de esas vivencias y no puedo desaprenderlas: las llevo a cuestas conmigo, se me nota si me intento mezclar entre gente de acá. Y lo peor es que hubo muchos años de mi vida en los que me hubiera encantado ser cheto, pero no podía; entonces es medio injusto que me digan que soy cheto para sacarme derechos a una cosa, cuando antes no ser cheto ya me había quitado un montón de otras”.

La carrera del Hache está hecha de un cúmulo de resentimientos y disputas modelados y alisados hasta dar con una figura bella y perfecta. Cuando uno quiere entrar en su cabeza, se da cuenta de que de no ser por el humor y el rap todo el sistema se sobrecalentaría, hasta explotarle la tapa del cráneo. En este sentido, Primavera en la Antártida, su disco solista, fue el salto cualitativo que demostraría lo que podía hacer fuera de las batallas de freestyle, como así también una suerte de extracción de su propia piedra de la locura.

—Por aquel entonces yo estaba re deprimido porque había fallecido el hijo de mi padrastro, que tenía mi edad. Si bien en ese momento capaz que él no llevaba tanto tiempo saliendo con mi vieja, su hijo tenía mi edad y pasábamos todas las reuniones juntos. Le tenía un cariño re especial, y el guacho además era re sano; era todo lo contrario a mí, que estaba hecho un torbellino en esa época, por toda esa violencia acumulada. El tipo no tomaba alcohol, no fumaba pucho, no fumaba porro, era capitán de la selección de básquetbol de Lavalleja, y a los 18 años lo agarró un cáncer de médula. Estuvo un año peleando contra eso y cuando parecía haber mejorado, en dos meses se lo llevó. Que se muera un guacho de tu edad que es mucho más sano que vos, mientras vos te partís la cara en todos lados sintiendo que te vas a morir una noche cada tres semanas, es un viaje. Me re deprimió, en un momento pensé que debería haber sido yo. Me empecé a meter pa’ adentro, dejé de salir y de drogarme. Empecé a ser un embole, honestamente. Me dejó la piba que era mi novia, me peleé con mis mejores amigos, que eran Emeká y Poker, de Mala Hierba. Estaba medio solo, teniendo unos pensamientos re oscuros, un intento de suicidio fallido ahí en el medio. Empecé a ir a una psicóloga que era una zarpada, y la loca un día me dijo: “Bo, ¿pensás que sos el mejor rapero de este país y te vas a matar sin darle a Uruguay un disco? Sos un pancho”. Me puso en una encrucijada ética y ahí fue que me puse a hacer Primavera en la Antártida. De ahí para adelante nunca más tuve ganas de morirme.

El escenario es diferente ahora. Si bien Primavera en la Antártida fue un hito en su carrera —y hasta podría decirse que en el hip hop local—, es un disco más defendido por cultores del rap que por las nuevas huestes fanáticas del sonido ganchero y festivo de Los Buenos Modales. El propio estilo de Hache cambió: salió de un formato boom bap más clásico para abrazar sin ningún remilgo sonidos más cercanos al trap, a veces con un uso expresivo del Auto-Tune, un parteaguas dentro de la escena.

Entre sus variados proyectos se encuentra una colaboración con Javier Cardellino en la que buscan posicionarse en mercados extranjeros. Aun así, en ningún momento se ve su estilo diluido, sino más bien ligeramente cambiado de centro. En esos terrenos, el discurso de Hache se vuelve sorprendentemente pragmático:

—Lo único que importa de la fama es la plata, y con un pseudónimo la ganás igual. La fama tiene un montón de precios a pagar que la plata no tiene. Todos los raperos yanquis y españoles hablan de eso: “A la mierda la fama, yo vine por los millones”. Por eso es que en breve voy a tirarme de ghostwriter. Si pudiera escribirle temas a Fer Vázquez y después hacer los discos que quiero hacer, ahí estaría la posta. Me gustaría agarrar a alguien así, gozar de un canal de esa magnitud y poder, y dentro de los marcos de ese género, hacer temas con ligeras vueltas de tuerca que ofrezcan algo distinto a “quiero tu cuerpo y hace calor”.

Hache parece estar todo el tiempo entre múltiples proyectos que lo entusiasman y lo decepcionan en igual medida. “Cada tanto quiere hacer todo y no se concentra mucho en algo”, le reprocha JT, pero el tema es que, en los terrenos del rap, hace todo extremadamente bien. En algunos sentidos, Hache sufre el karma de los niños demasiado inteligentes: termina las tareas antes que todos, se aburre y al final se le complica prestar atención. Su cabeza hace equilibrio en un extraño álgebra entre optimismo y fatalismo, pragmatismo frío y cooperativismo fraterno. En este ámbito, defiende a uñas y dientes la comunidad de Underclan, que nuclea a artistas como JT, Berna, Joel, FK, Lazy y muchos otros, entre los que incluye a Arquero, su histórico compañero de fórmula, que desde la salida del disco Aguafiestas está en una situación curiosa por tener una pata en el sello y otra en Bizarro Records.

La necesidad de forjar el sello Underclan surgió a partir de una grave traición personal de parte de quien se proyectaba como uno de los “pichones” del grupo, un joven rapero que había sido apadrinado cuando sólo eran unos pocos integrantes (Hache prefiere no dar nombres, pero sabe que en el ambiente todos entienden de quién habla).

—Decidimos que teníamos que formar urgente la barrera de todos los nuestros. Juntamos a todos en un asado, hablamos de lo que pasó y dijimos: “Si vamos a estar acá va a haber ciertas reglas, nos vamos a cuidar entre todos y eso nos garantiza determinada confianza en el grupo, que no van a tener con otros en este circuito”.

Cuando lo cuenta, su tono adquiere tintes mafiosos, y al señalárselo, Hache sonríe y lo defiende con orgullo:

—Todo esto es un viaje medio a lo Tabárez, de sacar mejores personas de ese proceso, no sólo mejores raperos, y que salgamos teniendo una familia unida en la que si el día de mañana nadie la pegó con el rap, nos ponemos entre los 16 un imperio de talleres mecánicos y no nos comemos ninguna. Los guachos andan de más para hacer música, pero tenemos un sello fuerte porque estamos todos madurando hacia un lugar que nos permite trabajar como una empresa, y cada vez que alguien se mete a amenazar lo nuestro mostramos los dientes los 16. Yo estoy peleando pa’ que coman los gurises.

La empresa, en la que JT por momentos sería el padrino y Hache, il consiglieri, dista de ser un viaje megalómano. Para Chili la unión puede empezar a cambiar las reglas de juego, sobre todo en la especie de apuesta por las formativas, lanzando artistas jovencísimos, parcialmente desconocidos.

—Underclan trata de formarlos desde chicos, y eso tiene una potencia tremenda. En ese sentido se da algo que, en el contexto rapero uruguayo de la actualidad, en la forma de operar, Pure Class Music, el sello de Los Buenos Modales y 235, sería algo así como el Real Madrid, y Underclan el Barcelona.

Aun así, es difícil estimar el radio de expansión de la explosión del hip hop.

—A los guachos ni se nos pasó por la cabeza que el rap explotara así. Son muchas fiestas, mucha gente que quiere compartir algo con vos por muchos motivos y te mareás fácil porque empezás a ver plata, pero todo el mundo te está dando espejitos de colores, que te hacen sentir un campeón, y el ego es tramposo. Es muy fácil marearse y creerse que estás por encima de todas esas personas que están a tu alrededor cuidándote, por ejemplo —concluye Hache con un tono enigmático.

Santiago de Souza, integrante de Los Buenos Modales, concuerda: “Hubiera estado bueno que esto nos llegara a todos de arriba, pero tanto Arquero como Hache son tipos que tienen el karma de que ya desde muy pendejos les haya ido muy bien, con gente dándoles para adelante y teniendo que descifrar por su cuenta el drama de estar a la altura de las expectativas del resto y cómo hacer algo personal un poco cagándose en eso”.

Por la zona del ombú de Bulevar España los gorriones comenzaron a agujerear el silencio de las cinco de la mañana y los bolsillos de Hache ya están vacíos. Me acompaña unas cuadras contándome de su necesidad de irse a vivir de una vez por todas solo y cómo recientemente lo cagó un testigo de Jehová con el que casi firmó un alquiler.

—Cuando mi madre se mudó para acá era re optimista, calculó que todos estábamos por irnos a vivir solos y que le iba a quedar grande la casa de La Unión. Se olvidó de que estaba en Uruguay y de que a todos el alquiler nos cuesta una castración química. Al final terminamos viviendo todos en su apartamento —comenta con una sonrisa cáustica dibujada en el rostro.

Camina unos segundos con la vista clavada en las baldosas y continúa:

—No sé, bro, yo me la estoy jugando toda a hacer un mango con Cardellino. Este es mi all in, si no sale me voy del país.

Al despedirnos le pregunto:

—¿Por qué Hache?

—Fue cuando era pendejo. En un grupo de gente con el que me daba yo era muy reservado, no hablaba nunca, y unas minas que ahora no me acuerdo ni cómo se llaman me empezaron a decir Hache, por la letra muda. Al final me gustó y me apropié de la tomada de pelo.

Hache lo dice como si nada, como si fuera incluso una anécdota ridícula, pero es inevitable pensar en esa letra muda que de golpe adquirió voz, abriéndose paso a piñazos y rimas.

La calle se tiñe de magenta y en el celular suenan unos versos de Primavera en la Antártida:

Yo le sonrío sin más porque no cuesta, \ siento frío verdad del que no corta, \ salto al vacío de one, \ confío en tener las alas prontas, \ ¿y así como yo aves murieron cuántas?

Montevideo Rock 2018. Foto: Santiago Mazzarovich

Montevideo Rock 2018. Foto: Santiago Mazzarovich

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