Escribo desde Saint-Denis. No es un detalle menor, porque nunca estuve, como ahora, rodeado de tantas lenguas distintas, aunque en Montevideo, antes de venirme, podía sentir cada vez más algunos acentos nuevos. Todavía no capto las distintas formas de hablar francés, los modismos, el argot, las inflexiones, el verlan, los dialectos regionales, y me cuesta encontrar en la calle algo parecido a lo que aprendí con mis profesoras (una de ellas hablaba québécois). Pero, además, oigo las múltiples lenguas africanas y de Medio Oriente, que no entiendo en absoluto y que no me suenan de nada. Son apenas el eco de algunas películas.

Hace unas semanas, una alemana que conocí en una fiesta y que está casada con un árabe me contaba (en inglés) que ella percibe mucho el dialecto marroquí, que entiende las conversaciones que capta en tiendas y en el metro, pero que hace un tiempo estuvo en Jordania y se sintió completamente perdida. Estábamos en la casa de una pareja de compatriotas suyos que viven no lejos de donde me estoy quedando, comiendo un plato que nos presentaron como magrebí hecho con garbanzos, tomate, perejil y berenjena. A la alemana la comida no le suena, pero “puede ser”, dice.

Roberto Echavarren me manda un mail preguntándome cómo estoy. Le respondo y le cuento sobre la agradable sorpresa que es para mí el golpe con todas estas lenguas que suben hasta mi ventana, todavía abierta gran parte del día a fines de setiembre. Me contesta, a su vez, con un verso de Marina Tsvetáieva, de un poema que la rusa le dedicó a Rainer Maria Rilke tras su muerte, en 1926. El verso, traducido por Echavarren, interroga a su amigo y, entre otras cosas, le dice: “¿Es Dios - un creciente / baobab?”.

Leo el poema completo (incluido en Las noches rusas), que transmite una pena sosegada, algo de alucinado, un aire sobrenatural. Tras decidir que Dios “un luis de oro no es”, la poeta vuelve a arremeter con preguntas, con la interrogante central para el muerto: “¿Cómo escribes en el nuevo lugar?”. Pensando en Rilke, eso refiere a una cuestión ultraterrena, pero tiene en mí una resonancia particular, porque además Tsvetáieva escribió esas estrofas desde el barrio Bellevue de Meudon, cerca de París, donde llevaba su triste vida de exiliada.

La incógnita permanece, sostenida en el aire. ¿Cómo se escribe en el "nuevo lugar”? ¿En qué idioma, angélico o demoníaco? ¿Qué sucede con la lengua cuando se abre así, en otras lenguas conocidas y desconocidas?

Cuenta Silvia Baron Supervielle que, aunque había escrito algunos textos en Argentina en su lengua natal (el castellano), cuando llegó a Francia y probó hacerlo en francés, el idioma de su abuela (que ella hablaba pero no sabía escribir), fue una revelación. Como tenía miedo, además, empezó a hacer poemas breves, concisos, y desde esos “primeros balbuceos” se reconoció “en el despojamiento”: es el temor el que le dio su estilo.

Voy a detenerme un minuto en esa palabra, balbuceos, que es interesante leer en correspondencia con una cita del primo de la abuela de la poeta, Jules Supervielle, nacido en Montevideo. Dice Supervielle, en una sección de su libro de memorias Boire à la source dedicada a su triste estadía en Uruguay durante la Segunda Guerra Mundial:

Siempre le he cerrado deliberadamente al español mis puertas secretas, esas que se abren en mi pensamiento, en mi expresión y, en suma, en mi alma. Si alguna vez pienso en español es sólo por bocanadas cortas que se traducen, más que en frases completas, en unos pocos borborigmos de lenguaje. Hablo, pienso, me enojo, sueño y me callo en francés.

¿Qué diferencia esos borborigmos, en español, y los balbuceos franceses? Cuanto menos, una cuestión de intención, porque si el balbuceo es, en tanto acto de comunicación entorpecido acaso por la timidez, un acto de voluntad, el borborigmo se escapa. “Me hace ruido la panza”, dice alguien para expresar su hambre, y si le sucede ante desconocidos puede quedar expuesto no tal vez al ridículo, pero sí a la vergüenza, la vergüenza de lo natural que se manifiesta en el imperio de lo formal, de lo inconsciente que se abre paso en el espacio de lo racional: la evidencia de una necesidad primitiva, que hay que adoctrinar.

Tras leer una carta de Henry de Montherlant que reclamaba la prosa para poemas como “El gaucho”, Supervielle se puso a escribir una novela, que editó en 1923 y a la que Valery Larbaud calificó como la entrada “sensacional” de “la República Oriental a la literatura francesa”. Es L’Homme de la pampa.

En 1925 se publica en Montevideo su primera traducción al castellano, a cargo del poeta peruano-uruguayo Juan Parra del Riego, que moriría ese año. Comenta Mariano Siskind que Supervielle tuvo la posibilidad de intervenir y editar esta versión, que sería la única en nuestro idioma hasta 2007, cuando se publicó en Argentina una nueva, a cargo de Damián Tabarovsky.

En uno de los capítulos de su libro Literatura de izquierda, de 2004, Tabarovsky cita la frase que abre El uruguayo, la primera nouvelle de Copi, escrita en Francia y en francés. Dice la sentencia que inicia esta narración epistolar: “Querido Maestro: sin duda le sorprenderá recibir noticias mías desde una ciudad tan lejana como Montevideo”, en la que de hecho el escritor vivió durante su infancia.

Más adelante, el narrador agrega (recuerdo: en francés en el original) una aseveración sorprendente:

Escribiendo me doy cuenta de que ciertas frases me quedan extrañas, como esta última (dejo esta decisión, etcétera), sin duda porque, en los últimos tiempos, he practicado mucho más la lengua que se habla en este lugar que el francés y probablemente volver a un lenguaje normal me es más difícil de lo que creía. Le ruego, pues, que excuse alguno de mis giros.

¿A qué refiere este regreso a un “lenguaje normal”? ¿Está ahí para justificar esa doble lejanía de quien, argentino en París, se pone en la piel de un francés en Uruguay y comienza su obra, como dice Tabarovsky, desde una exterioridad que impone una “perforación” de la lengua, la “invención de una lengua dentro de la lengua”?

En setiembre participé en un curso extracurricular en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación organizado por Leticia Hornos y Rosario Lázaro. Como había escrito sobre las versiones uruguayas de varias obras de Shakespeare, me invitaron a hablar de la de Amir Hamed de The Two Noble Kinsmen, pieza tardía escrita en colaboración con John Fletcher.

Ni bien me lo propusieron me puse en contacto con algunos de los traductores para preguntarles anécdotas sobre el proceso. Me comuniqué con Roberto Appratto, que en parte cuenta esa experiencia en su libro Como si fuera poco; con Echavarren, que me comentó la dificultad que tuvo con male varlet, que se sirve de un neologismo que combina harlot y valet y que tradujo valet macho, y con Sandra López Desivo, viuda de Hamed, que narró una historia que me cautivó al instante.

Una noche, decía en su mail, se despertó a la madrugada y, al acercarse al escritorio en el que él estaba traduciendo, “escribiendo y resollando hiperconcentrado”, quedó en las sombras a la espera de que terminara. Al fin, cuando lo hubo hecho, le preguntó qué pasaba, a qué se debía esa intensidad, a lo que él respondió, según sus palabras: “Estaba terminando de describir una escena en la que tenía que hacer que viviera y se moviera un caballo”.

La potente imagen de hacer que un caballo viva y se mueva a través de la escritura me impactó como una expresión perfecta de la idea de la traducción como acto creador y no como mero pasaje o réplica, que muestra de un modo radical la corporalidad de la letra, la pasión a la que la mueve, la persecución del deseo que significa la escritura.

Esas ideas sobre la grafía tienen eco (además de en varios de sus libros) en un texto de Hamed publicado en el libro El animal letrado: literatura, verdad, política, compilado por Alma Bolón. El ensayo se llama “Lo literario y su certidumbre” y Hamed lo puso a prueba, creo recordar, en la primera de una serie de clases sobre literatura uruguaya a las que asistí en 2016. Dividido en diez partes, trata precisamente sobre la escritura y su dimensión trascendental, sobre su incómodo lugar en el tardocapitalismo, sobre los entrecruzamientos entre lo literario y lo político. En su quinto apartado Hamed recuerda a Marcel Proust, quien decía que “a las obras bellas se las dijera escritas en una lengua extranjera”, y se corrige apenas: es Aristóteles, en su Retórica, quien advertía, “mucho antes, que el bárbaro fascina en su discurso porque nos propina una dicción no familiar”.

¿Habría leído Hamed a Tabarovsky? No parece, porque no comparten referencias, pero el argentino dice, citando a Gilles Deleuze y en el capítulo sobre Copi que mencioné antes, que el escritor debe inventar, precisamente, “una lengua extranjera”.

Volvamos una vez más a Supervielle. Leo en Borges, el monumental diario de Adolfo Bioy Casares, un pasaje que me inquieta. Como no es de extrañar, los amigos hablan con mucho desprecio del franco-uruguayo, a quien Silvina Ocampo defiende como puede. El martes 7 de junio de 1960 (el poeta había muerto en enero de ese año) comenta Borges: “Parece que en los últimos años de su vida, Supervielle tomó un profesor de gramática y de francés”, y anota Bioy: “Borges lo menosprecia por esto, y lo elogia también”.

¿Qué pasa si damos ese dato, que no deja de ser chusmerío y, como tal, dudoso (la elección del verbo parece no puede ser azarosa), por cierto? ¿Qué pasa si esa decisión de “cerrarle las puertas” al español fuera para Supervielle tanto obra de su voluntad como un combate contra esos borborigmos que quieren hacerse oír? ¿Haría esto ver de otra forma la historia contada por Baron Supervielle, que afirma que el español estaba prohibido en casa de sus tíos a pesar de las quejas de la esposa del poeta, también nacida en Uruguay pero de familia hispanoparlante, para quien era muy incómodo hablar francés? ¿Qué hay en esa férrea disciplina sino cierto temor a la contaminación? ¿Y por qué, entonces, su primera novela transcurre en buena parte en Uruguay y está protagonizada por el estanciero Fernández y Guanamiru? ¿O es que hay en Supervielle una intención de reafirmar negando su extranjería y el anhelo de dominar una lengua (cualquier lengua) que, por algún motivo, nunca puede poseer del todo?

Tengo frente a mí una obra de Shakespeare. Es A Midsummer Night’s Dream, en una edición bilingüe que compré hace unos días. La vendedora estaba hablando por teléfono, con los auriculares puestos y, de pronto, me soltó un malhumorado excuse-moi. Aparentemente estaba obstaculizando su camino, la mirada perdida en los bellos volúmenes de la colección de la Pléyade. Me moví hacia el costado sólo para oírla, en un español rioplatense muy argentino, quejarse de lo maleducados que somos (me incluía, erróneamente, en la categoría) los franceses.

Lo importante es que gracias a ese cambio de lugar pude encontrar, envuelta en nailon, la versión en prosa de Jules Supervielle y su hijo Jean-Louis de una de las mejores comedias de Shakespeare. Esta edición, lamentablemente, no sigue una costumbre que he visto en otras: en la tapa, debajo del título, poner escuetamente texte français y agregar el nombre del traductor, sugiriendo que ambas obras son necesariamente independientes.

“Cuando uso una palabra”, dice Humpty Dumpty a Alicia en A través del espejo, en su habitual tono desdeñoso, “significa sólo lo que yo quiero que signifique: ni más ni menos”, a lo que la niña responde: “La cuestión es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”. Humpty Dumpty contesta entonces con una frase decisiva: “La cuestión es quién manda, eso es todo”.

El fragmento, en boca de un traductor (recuérdese que el personaje es quien da la interpretación de los primeros versos del poema “Jabberwocky”) y citado por la canadiense Margaret Atwood en su Sebald Lecture, pone en primer lugar el problema del poder.

¿Quién, de algún modo, cierra el debate interpretativo sino el que se decide, frente a una ambigüedad, por ejemplo, por una de las opciones que ofrece la lengua de llegada? ¿Quién aclara, consciente o inconscientemente, pasajes complicados o explica neologismos, como Echavarren con el varlet shakesperiano, sino quien se supone que debe hacer legible en su idioma un texto que llega de otro y, si fuera posible, actualizarlo? Y, a la vez, ¿quién puede oscurecer un texto, eliminar o agregar pasajes, volver prosa lo que fue concebido como verso, ajustar la puntuación o incluso corregir, en juego con lo que Antoine Berman llamó las fuerzas deformantes? ¿Quién, al final, traza el límite de lo intraducible, sino el traductor?

El problema no tiene fin y ya he planteado demasiadas preguntas. No obstante, vuelvo al principio, al verso de Tsvetáieva, que en una carta a Rilke decía que escribir poesía es ya traducir: ¿cómo se escribe en el nuevo lugar? Y agrego, una vez más, ¿en qué idioma, angélico o demoníaco? ¿Qué sucede con la lengua cuando se abre así, en otras lenguas conocidas y desconocidas?

Pienso que tal vez la certeza esté en abandonarse a la seducción de las palabras extrañas, a su magnetismo vibrante de curvas, líneas y puntos en la hoja, en la piel, en la piedra. Al encantamiento de lo que quiere salir, lo otro que, como quiere Barbara Cassin, complica lo universal y lucha por dejarse oír en confusas y geniales parrafadas: la escritura feérica que persigue Supervielle y poseyó a Shakespeare.

Entonces cae la tarde. Lejos se oyen las risas de unos niños, tal vez desde la plaza o la explanada del teatro Gérard Philipe. Me acerco a la ventana abierta porque está refrescando y las siento: me llegan voces que se hacen cada vez más fuertes a medida que se acercan. Son dos personas que discuten acaloradamente, en una lengua indescifrable que a fuerza de oírla me resulta familiar. Pero aunque no puedo seguir, de ningún modo, la conversación, que lentamente se va debilitando, no quiero cerrar la ventana ni dejar de escuchar.