Resulta sorprendente el proyecto de modificación de la Ley de Derechos de Autor aprobado en el Senado, que pasó a la Cámara de Representantes. En sus ocho carillas y media, (casi siete de ellas dedicadas a la exposición de motivos), plantea que “el espíritu” de la iniciativa es “facilitar el acceso de los estudiantes a los materiales de estudio”, pero las consecuencias que tendría su aprobación van mucho más allá.

No permitiría sólo fotocopiar libros de texto, sino toda forma de copia (incluyendo la digital) de cualquier obra (libros de texto o no, discos, películas, programas de computación, etcétera). El primer artículo que se propone agregar a la ley actual refiere a la reproducción y distribución con fines exclusivamente educativos, pero el tercero (que hace innecesarios casi todos los demás), dice que “es lícita la reproducción por cualquier medio” de cualquier obra actualmente protegida, si se hace “en un solo ejemplar” para “uso personal y sin fines de lucro”. Es fácil ver que, si cada uno puede copiar gratuitamente una obra para su uso personal, dejará de tener sentido hacer otras copias para venderlas (incluso las legales), de modo que la restricción acerca de los “fines de lucro” es irrelevante.

En el capitalismo, algunos creadores pueden recibir ciertos ingresos de quienes compran sus obras. Hay, sí, intermediaciones parasitarias, pero para eliminarlas sin que los productores queden en una situación aun peor, es preciso plantear, por lo menos, una alternativa integral a la actual cadena de producción y comercialización (a falta de una alternativa integral al capitalismo). Si se lleva a cero el precio de lo que alguien hace, sea libros de texto, canciones o cuadros, es muy probable que deje de poder hacerlo, con o sin intermediarios.

El proyecto parece expresar algunas características ideológicas de este tiempo: por un lado, una extensión del concepto de derechos que lo acerca a la idea de que todo deseo debería ser satisfecho; por otro, la tendencia a no tener presentes las relaciones de producción; por último, cierta noción de que la cultura “ya está hecha” y se trata de garantizar el acceso a ella de toda la población; una noción típica de períodos de decadencia creativa, en los que las elites ilustradas asumen que su tarea es consumir la producción cultural anterior, comentarla, y eventualmente citarla en ingeniosas recombinaciones. La vida real está en otra parte.