Esta es quizá la película brasileña más aclamada de los últimos años; recibió varios premios, tuvo muy buena crítica y en algunos mercados europeos llegó a ser un pequeño éxito de boletería. En Brasil tuvo casi medio millón de espectadores. Muchos la comparan con la también muy premiada Central do Brasil (Estación Central, de 1998 y dirigida por Walter Salles), y hay asidero para plantear una semejanza: ambas ponen en destaque a una actriz maravillosa, son relativamente intimistas y encuentran una manera ingeniosa de elaborar sobre un montón de cuestiones de la sociedad brasileña, sin perder una perspectiva humana individualizada.
Casi toda la historia que cuenta el film transcurre en una mansión del barrio Morumbi, el más pituco de San Pablo. Ahí trabaja como doméstica Val, una inmigrante del Nordeste, quien dejó allá a su hija chica hace 13 años para poder ganarse la vida en la gran ciudad con un sueldo razonable y mandarle dinero. Como suele -o solía- ocurrir con las empleadas domésticas en Brasil, ella se convierte, en alguna medida, en parte de la familia: ayudó a criar a Fabinho, el hijo de los patrones, lo siente como a un hijo y él tiene con ella un vínculo mucho más afectivo y cómplice que con sus padres. Val despierta a cada uno de los miembros de la familia a la hora por ellos dispuesta, cocina, sirve la mesa, ordena, lava la ropa y riega el jardín, pero también escucha confesiones e intercambia comentarios sobre la cotidianidad.
La familia de los patrones es de clase alta, del único tipo que en la actualidad puede sostener a una empleada que duerma en la casa cinco o seis noches por semana. Todos pueden contar con Val para lo que sea (a Fabinho hasta lo masajea, le hace mimos en el pelo, lo abraza porque fue rechazado por su novia y lo ayuda a ocultar su bolsita de marihuana). Hace unas pocas décadas todavía eran muchos los hogares brasileños que tenían una empleada así (no porque antes los ingresos hogareños fueran más altos, sino porque contratar ese tipo de servicios era más barato), de modo que la directora Anna Muylaert, nacida en 1964, seguramente está describiendo un panorama que le resulta familiar, como lo es para mí, que también soy de esa generación.
La armonía de la situación inicial se ve deconstruida cuando Jéssica, la hija de Val, anuncia que se va a mudar a San Pablo para rendir el vestibular (la prueba unificada de ingreso a la universidad). Val vive con sus patrones, pero no quiere perderse la oportunidad de volver a ver a Jéssica y tenerla cerca. Les pregunta a sus empleadores si la chica puede quedarse con ella en la casa, hasta que consiga otro lugar. Le dicen de inmediato que sí, obvio, si Val es como si fuera de la familia, que la hija se quede el tiempo que sea necesario.
La diferencia generacional entre madre e hija es significativa, y la brecha entre ambas aun más amplia, porque esta creció separada de Val. Jéssica tiene muchos más estudios que su madre, quiere recibirse de arquitecta, y además uno de sus profesores parece haberle abierto ciertos horizontes de crítica social (uno piensa en la línea de pedagogía del también nordestino Paulo Freire). Su presencia en la casa de Carlos y Bárbara (los patrones de Val) corroe ciertas diferencias y ubicaciones, imprescindibles para que se mantenga la armonía de la convivencia entre Val y ellos, porque esta implica que la empleada, por más genuino que sea el afecto que le tienen, se mantenga “en su lugar”. Y resulta que Jéssica sencillamente no conoce dicho lugar, el de la sumisión, el de rechazar de modo educado ciertos ofrecimientos que en forma hipócritamente cortés le hacen los dueños de la casa.
Además, los patrones de Val la pueden tratar con cierto paternalismo porque es una persona que sabe menos; lo único que tiene para dar es su amor, su servicio y su sabiduría vital. Bárbara usa, en una escena, un artificio característico para decir delante de ella cosas que quiere mantener en reserva: habla en inglés, que la empleada no entiende. Pero ese no es el caso de Jéssica, que lee los mismos libros, aprecia el mismo arte, y además es joven y atractiva. Para Fabinho es potencialmente una amiga más; para Carlos, la llegada al hogar de una energía vital (y un atractivo sexual) nuevo; para Bárbara, una irritante rival. No hay un lugar previsto o viable para esa huésped que no llega a serlo, pero que tampoco se apega a su posición como “hija de la empleada”, porque se formó con la mentalidad de que es sencillamente una persona. Y los conflictos saltan por todos lados.
Por un lado, queda incómodamente claro para Val que su posición como alguien “de la familia” depende, para sostenerse, de una posición desigual, como persona de segunda clase. Y nada suena natural cuando esa diferencia se borronea (por ejemplo, cuando Carlos invita a Jéssica a almorzar con él, y la muchacha, educadamente, le dice a su mamá mientras seca los platos: “Estaba muy bueno el omelette”: eso necesariamente suena “patronal” y, por lo tanto, usurpador de una posición que no le corresponde).
Símbolos y síntomas La cinematografía de Anna Muy-laert (con dirección de fotografía de la uruguaya Bárbara Álvarez, la de Whisky y varias otras películas uruguayas y brasileñas) es muy cuidada, austera y expresiva. Hay una preferencia por planos generales, con la cámara quieta y relativamente extensos, que contribuye a resaltar el valor simbólico de algunas imágenes, encuadres y locaciones. La primera hora de película, toda centrada en Val, no incluye un solo panorama: todo está confinado a la mansión o a los pocos lugares que ella frecuenta. Incluso sus viajes en ómnibus están mostrados desde adentro del vehículo o desde afuera mostrándola en la ventanilla, con el paisaje, como mucho, reflejado en el vidrio. Pero cuando, por un rato, nos apartamos de Val y seguimos a Jéssica, por primera vez vemos “el mundo”: San Pablo, su arquitectura, sus edificios. Esto en cierta forma está en sintonía con la amplitud de mirada de una y otra.
La piscina de la casa, aparte de dar aire a un film que transcurre en un espacio delimitado, se convierte también en un símbolo importante: es un lujo que cualquiera podría disfrutar sin privar de nada a sus propietarios, pero Val siente que no le corresponde usarla. Jéssica es tirada al agua por Fabinho, y en una escena posterior Bárbara le comenta a Val que encontraron una rata en el agua y que hay que limpiar la piscina; más allá de que la afirmación sea literalmente cierta, uno no puede dejar de pensar en un sentido metafórico: el agua quedó contaminada por la intrusa de otra clase social.
El reparto y la dirección de actores son excelentes, y Regina Casé resulta realmente descollante. El guion está firmado únicamente por Muylaert, pero leí por ahí que Casé participó en la redacción de sus partes, y eso no sorprende: hace suya cada palabra. Sus diálogos, además, están llenos de expresiones regionales deliciosas (“Telefonei só pra dar um cheirinho”, que literalmente sería “Te llamé sólo para darte un olorcito”, pero significa lo inverso, acercarse a alguien cariñosamente para olerlo). Cada frase, cada expresión, cada gesto suyo es un encanto. Ella suele asociarse sobre todo con lo cómico, y a veces uno es llevado a reírse, pero nunca desemboca en lo caricaturesco, y tampoco en lo melodramático.
Es curioso que, contando con un talento excepcional como el de Casé, se haya optado por evitar primeros planos de ella. En general, la película insiste menos en los primeros planos que lo que suele ser común en estos tiempos -en los que se cuida mucho la posibilidad de apreciar las imágenes en pantallas pequeñas-, pero tampoco los evita. Los hay de todos los personajes, y muy especialmente de Jéssica, pero sólo aparecen cuatro primeros planos frontales (y breves) de la actriz principal, dos de ellos en los últimos cinco minutos de metrajede la película. Es como si la cámara eligiera el punto de vista de la familia y tratara a Val como a una ciudadana de segunda clase, a la que mira desde lejos.
Hay algunos comentarios acerca de Una segunda madre que la describen como una obra “de denuncia social”. Eso tiene alguna pertinencia, en el sentido de que esta película observa (con una mirada bastante bondadosa hacia todas las partes involucradas) las debilidades de una estructura social que sólo se puede sostener en profundas diferencias económicas y culturales. Por otro lado, no deja de ser un film bastante optimista con respecto al Brasil de las últimas décadas, porque claramente muestra una evolución en el acceso a la educación, en la remuneración de una doméstica y en la conciencia de igualdad.
El personaje de Val todavía es verosímil, pero ya no es típico: hoy en día está mucho más difundida la idea de que quienes prestan ese tipo de servicios tienen derecho a una vida propia, que incluye amores, familia, entretenimiento autónomo y bienes propios, y eso ya no es compatible con proyectar tanta emoción en la familia para la que se trabaja. El vínculo se volvió menos personal y más profesional (paradójicamente, también más “capitalista”, más enajenado con respecto al trabajo en sí, convertido en mero recurso para costear el ocio). En cierta forma, Anna Muylaert y Regina Casé construyeron al personaje en función de un referente de cuando eran niñas o jóvenes, añorado por la clase media que supo recibir, a un precio módico, los mimos, favores, atenciones y agasajos de esas mujeres formadas para servir y encima sentirse agradecidas por ello, realizándose a través de sus patrones.
La música es sentimentalonga, pero por suerte aparece muy poco. Y el final es quizá medio forzado, haciendo caso omiso de algunas consideraciones prácticas imprescindibles para alguien de pocos ingresos, en pro de una resolución de tipo “me emanciparé” (incluyendo un plano muy cliché con expresión sonriente, mirada hacia adelante y el sol en el rostro, contemplando un futuro mejor). Pero son consideraciones menores en relación con una película sumamente rica, emotiva y entretenida, que además contiene el que debe ser uno de los mejores trabajos actorales que se pueden ver en una pantalla en estos días. Sigue en cartel en Cinemateca 18 solamente hoy y mañana.