Observando las fotografías de aquellas 50.000 almas subiendo las interminables y rústicas escaleras del complejo minero de Sierra Pelada, Sebastião Salgado comenta: “Yo subía varias veces al día y nunca se me ocurrió que pudiera caerme, porque nadie se caía. Estábamos allí para transportar bolsas o para sacar fotos; no había tiempo para caerse”. Con esa misma lógica febril y ciega, Salgado forjó una de las más renombradas carreras fotográficas del siglo XX, dueño de un estilo tan crudo como estilizado, que dio forma y visibilidad a grandes sucesos de nuestro tiempo, en especial a varios que la sociedad no podía o no quería ver.

En la descripción de ese encuentro iniciático con su objeto de estudio, el fotógrafo cuenta que en aquellas minas había todo tipo de hombres, incluso profesionales, intelectuales y señores de buen pasar que buscaban hacerse ricos. El asunto era que quien descubriera una cepa de oro tenía derecho a llevarse un costal de tierra consigo, sólo que nunca se sabía a ciencia cierta si lo que acababan de ganarse era simplemente kilos de tierra o la fuente de una fortuna inimaginada. “Todos los hombres, cuando empiezan a tocar el oro, ya no vuelven”, dice Salgado, y eso es lo que podría decirse del mismo fotógrafo una vez que se enfrentó con la dimensión áurea de su objeto de estudio.

La sal de la tierra es un repaso biográfico/artístico bastante ordenado sobre la vida del famoso fotógrafo brasileño. En la dirección está Wim Wenders junto con Juliano Ribeiro Salgado, hijo del protagonista del documental. Los tres conforman una suerte de triángulo creativo sobre el que se asienta la estructura del film.

Las fotos hablan por sí solas. La obra en blanco y negro, presentada en una serie de viñetas de cuadros fijos, es un derrame de belleza y golpes bajos que podría dejar anonadado al más frío estudioso de la fotografía. Desde la Sierra Pelada hasta Siberia, pasando por Ruanda, Etiopía, los glaciares australes y la guerra de los Balcanes, nada de lo social y terrestre parece haberle sido ajeno a Salgado, quien discurre en ricas y ocurrentes anécdotas, ubicadas en el registro fílmico casi como si leyéramos el comentario en una audioguía de museo. Sin embargo, la única forma posible de analizar de una manera abarcativa un film como La sal de la tierra -y no desde una posición meramente entusiasta y diletante- es abordar desde el vamos la problemática triangular de la autoría fílmica mencionada más arriba.

En primera instancia, La sal de la tierra es una película de Salgado. No sólo una en la que todo gira en torno a la expansión evocativa de sus fotografías, sino también, en algún sentido, un documental para Salgado. En todo momento parecemos enfrentarnos a un trabajo de curaduría en el que el fotógrafo tuvo una participación activa, lejos de ser un objeto independiente de la investigación del director.

En esta línea, tendríamos que colocarnos en el otro vértice, el de Wim Wenders. Algo que caracteriza la obra del alemán es cierta virtud camaleónica que le permite adaptarse a distintos formatos, temas y lenguajes cinematográficos. Donde la mayoría de los directores se hacen grandes construyendo una estética y un universo, la obra de Wenders es difícil de resumir en alguna imaginería estética o un estilo. En La letra escarlata (1973), El amigo americano (1977), Room 666 (1982), París, Texas (1984), Las alas del deseo (1987) y Buena Vista Social Club (1999) uno percibe cierta imposibilidad de reducir al director a un adjetivo. Lo que en el caso de otros directores podría considerarse una indefinición de estilo es en los documentales del alemán una particular virtud para mimetizarse con el poder visual de su objeto de estudio. Así como Tokyo-Ga (1985) recupera imágenes de Japón en un estilo muy a lo Chris Marker (quien definió por completo los análisis documentales sobre el país del sol naciente a partir de El misterio de Koumiko -1965- y Sans soleil -1984-), en Pina (2011) Wenders lograba llevar a un nivel de exuberancia cinematográfica las coreografías de Pina Bausch.

En La sal de la tierra también parece sumirse en esa virtud camaleónica, logrando combinar el poder de las imágenes con un registro cinematográfico en blanco y negro que, de algún modo, las continúa. En esta línea, el tan directo como efectivo recurso de proyectar las imágenes que Salgado comenta sobre un vidrio que él ve, haciendo que en el momento de remitirse a las fotos mire directamente a la cámara, logra generar una extraña mordida de cola semiótica en la que parece que es la foto, y no únicamente el fotógrafo, lo que nos habla.

Los puntos más altos del film suceden en esos instantes narrativos: Salgado contándonos anécdotas con los indígenas saraguros y los tarahumaras; Salgado detallando la paradójica cotidianidad en la locura de un barbero que cortaba el pelo en una caravana de refugiados en la actual República Democrática del Congo; Salgado narrando el agenciamiento piel-cota de malla entre la pata de una iguana y la armadura de un soldado medieval.

La parte floja de La sal de la tierra, y la especie de traición intelectual inherente en ella, es la inclusión de Juliano (el tercer y último vértice de este triángulo escaleno), con quien al comienzo de la obra se encarama a una familia entera, pero que después termina por resultar eclipsado -salvo en lo referente al legado familiar de la tierra que hereda Salgado- en la narración del film. Hay, en este punto, un problema más profundo que el mero hecho de que la película deje puntos ciegos o vedados: el carácter banal, casi causante de cortocircuitos, que adquiere la aparición de algo que no sea Salgado y su visión. Resulta incómoda y poco sincera la inclusión de este hijo en el universo planteado en el film, como un elemento que, más que perderse, se arroja a un costado del camino ni bien continúa la historia; pero podría decirse lo mismo de la narración de Wenders sobre el efecto que las fotos tienen en él.

La visión sacralizada del director deja por fuera temas interesantes que son inherentes a objetos de retrato tan duros como las hambrunas y la guerra. Por ejemplo, el lugar del fotógrafo en todas esas imágenes. El film se encarga de colocar a Salgado meramente como un mártir de su propia cacería de imágenes, un hombre que vio todo y que necesita volver a lo básico, a la naturaleza (especialmente en su proyecto fotográfico Génesis), para reencontrarse consigo mismo.

El momento más significativo del film (por así decirlo, el momento más Werner Herzog de La sal de la tierra) es a mi juicio, justamente, el que aborda el conflicto entre el fotógrafo y su objeto de estudio. Un miembro de una tribu milenaria del Amazonas acuerda con Salgado dejarse fotografiar a cambio de que éste le regale su cuchillo. Salgado le había prometido darle ese utensilio cuando terminara de realizar los retratos, pero también le había prometido a quien lo puso en contacto con los indígenas no intervenir en nada que alterara la pureza vital de esa tribu. La decisión ante esa disyuntiva es tan salomónica como poética: el retratado le dice a Salgado que cuando su avión emprenda vuelo deje caer el cuchillo por la ventanilla, y que él calculará la trayectoria del avión y lo buscará en la vastedad de la selva. Esta anécdota termina hablando por sí sola de una cuestión que parece siempre tocada de manera muy lateral y que se resuelve en un discurso ambientalista pero no plenamente artístico: en qué medida el fotógrafo y nosotros, su público, somos parte de la maquinaria humana que arruina aquello que se nos presenta en su estado total de naturaleza (algo que también podría comentarse sobre una estetización de la violencia, que estaba lejos de ser el objetivo de Salgado, pero que terminó por convertirse en una escuela de fotoperiodismo y, con ella, en una sensibilidad distinta y más lavada respecto de las imágenes del horror).

Más allá de los problemas señalados, La sal de la tierra es un film emocionante y profundamente evocativo, que logra dar una densidad real y palpable a una rama del arte (la fotografía) cuyo brillo áureo se ha ido diluyendo, en la medida en que cada vez hay más cámaras, más fotografías y más seudofotógrafos. Al volver a ver imágenes como la de la quema de oleoductos en Kuwait, uno logra reencontrar en ellas la pepita de oro que permanecía escondida entre tanta, tanta tierra.