“Nunca seguí la moda. Siempre escribí lo que se me antojó”, decía Tomás de Mattos hace unos años. Este autor fundamental convivió con aparentes contradicciones: se llamó Tomás, como el incrédulo personaje bíblico, pero fue un convencido cristiano, comprometido además con la izquierda; y nació, por accidente, en Montevideo, pero a los 15 días lo trasladaron a su querida Tacuarembó. Allí falleció ayer, a los 68 años.

Integró una generación de escritores que comenzaron a publicar durante la dictadura, como Alicia Migdal, Fernando Butazzoni y Hugo Burel. Sus primeros trabajos fueron libros de cuentos (últimamente estaba volviendo al género, y ya le había enviado a Random House 12 relatos para un volumen que pensaba publicar en junio): Libros y perros (1978), Trampas de barro (1983) y La gran sequía (1984). Cuatro años después se hizo notorio con ¡Bernabé, Bernabé!, la novela que marcó un hito en la literatura uruguaya posdictadura y fue a la vez un éxito comercial persistente, con más de 23.000 ejemplares vendidos en sus primeros diez años de publicada.

Antes de eso la crítica lo identificaba como un sólido escritor joven, sobre todo después de que a los 18 años fuera elegido por Ángel Rama para su antología Aquí, cien años de raros, junto a Felisberto Hernández, Marosa di Giorgio e Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont. Quien lo condujo a Rama fue su docente Washington Benavidez, que ayer expresó: “Para el tacuaremboense común, murió Tomasito, este Tomasito que se fue gestando, paso a paso, como uno de los mayores creadores de relatos y novelas”. Sostuvo que cuando todavía era estudiante, Benavidez recibió una carta de Rama que le decía: “Quiero más trabajos de ese muchacho De Mattos”, y que así fue como comenzó a afianzarse en el medio literario.

Una de sus metas fue lograr la sencillez de lo complejo, y ¡Bernabé, Bernabé! rompió con todos los parámetros de la época, novelando, con sólidas referencias históricas, la historia de Bernabé Rivera como verdugo en la matanza de charrúas de 1831, mediante una estructura epistolar. La narradora es Josefina Péguy O'Dojherty -luego volvería a aparecer en La fragata de las máscaras (1996)-, una suerte de alter ego femenino que va revelando datos incuestionables y una realidad estremecedora que se impone: el crítico y editor Heber Raviolo planteó que De Mattos no se había propuesto en ningún momento escribir un panfleto contra los Rivera, ni una elegía por la muerte y la dispersión de los charrúas, sino ni más ni menos que una novela, una obra de arte con todo rigor. “Se documentó exhaustivamente, se metió en una época y unas mentalidades que no eran las suyas y fue capaz de ver allí hombres y no macchiette [personajes caricaturescos], fue capaz de recrear caracteres y ambientes, dramas y mentalidades, individuos y clases sociales, patricios y gauchos crudos, militares de escuela e indios indómitos, caudillos y pueblo, jefes y chusma. Puso aventura e intriga, suspenso casi detectivesco, aliento épico, ironía, sutileza, indignación, y el resultado fue esa maravilla de estilo y estructura”. A lo largo de la novela, el grito que le da título adopta distintos sentidos: “Oigo ahora múltiples aclamaciones: '¡Bernabé, Bernabé!'. Pero, ¿cuáles son las voces, solitarias o confundidas en la algazara, que enronquecen repitiendo ese nombre?”, se lee casi al final.

Padres del pueblo

El docente e investigador Pablo Rocca dijo a la diaria que De Mattos logró con ¡Bernabé, Bernabé! un involuntario best seller. “Eso, que no es un mérito en sí mismo, tuvo una enorme importancia en momentos en que se salía a los tumbos de la dictadura, porque el relato fue capaz de hablar del pasado lejano y, más aun, supo discutir con fineza aquel presente que aún hoy no se ha resuelto de crímenes impunes, discriminaciones y voces silenciadas. Esa novela incorporó miles de lectores que aún estaban atentos a la forma como posibilidad de disfrute y de reflexión. 12 años después, una amplia reescritura, en gran medida producto de una polémica amplia que lo afectó (como lo hizo saber en carta pública) dada su 'inquebrantable' admiración por José Artigas, hizo del texto un artefacto mucho más explícito, es decir, más pobre. Pero la literatura de Tomás de Mattos tenía una gran fuerza precedente en los pequeños textos de La gran sequía, muchos escritos en su adolescencia. Algunos fueron tempranamente publicados por Ángel Rama. En otro giro, la potencia creativa de De Mattos siguió su curso, en general dentro del régimen realista, con varios cuentos de Trampas de barro (sobre todo “Padres del pueblo”) y el posterior policial de atmósfera campera A la sombra del paraíso, una verdadera pieza maestra del género. Textos posteriores (desde La fragata de las máscaras a sus caudalosas novelas inspiradas en la vida de José Pedro Varela [los dos tomos de El hombre de marzo, publicados en 2010 y 2013]), más ambiciosos en sus propósitos, más adentro de la tradición de la novela del siglo XIX, que veneraba y conocía como pocos, fueron perdiendo la tensión y la capacidad profundamente renovadora (para empezar, autorrenovadora). Es un escritor clave en la literatura americana del fin de siglo, una figura reconocida internacionalmente. Además, para quienes lo conocimos, como yo tuve la suerte de hacerlo hace ya mucho, Tomás de Mattos fue un hombre bueno”.

En la misma línea, el docente, investigador y poeta Hugo Achugar, ex director nacional de Cultura, señaló la coincidencia de que este escritor cristiano falleciera en Semana Santa y dijo que obras como ¡Bernabé, Bernabé! evidencian que De Mattos era, además, un cristiano comprometido con la revisión de la historia. “Como sabemos -dijo-, no sólo es una reescritura de la historia, sino también una referencia a la dictadura. Es un libro fundamental, al que le siguieron obras como La fragata de las máscaras, más reconocida en el exterior que en Uruguay, y La puerta de la misericordia” (2002), voluminosa y premiada novela en la que se recrea la vida de Jesús, explorando su conciencia desde una visión ante todo humana.

Achugar recordó cuando De Mattos afrontó el desafío de dirigir la Biblioteca Nacional (2005-2010) y “volvió a demostrar todo lo que él fue”, ya que “de la Intendencia de Montevideo se dice que es la 'tumba de los cracks', y la Biblioteca también devora a los grandes hombres, salvo algunas pocas excepciones, sobre todo porque se vuelve terrible luchar contra la inercia de las instituciones. Y, de cierto modo, Tomás fue víctima de eso. Pero él fue un escritor íntegro, un hombre íntegro, un artista íntegro. Un personaje que tiene su lugar indiscutible en la historia de la literatura uruguaya y que, además, tuvo una gran repercusión internacional”. En ese sentido, destacó La fragata de las máscaras, que reescribe la nouvelle de Herman Melville Benito Cereno: en 1799, el capitán estadounidense Amasa Delano ancla frente a las costas de Chile y avista un navío que parecía estar en apuros. Cuando se traslada a esa sospechosa nave, encuentra una escena sorprendente, porque se trataba de un barco que traficaba esclavos negros y en el que éstos -diezmados por tormentas y pestes- habían arrebatado el poder a los blancos. Achugar señaló que la versión de De Mattos se publicó “en medio del debate internacional sobre el tema de la reescritura histórica, [...] fue catalogada como ejemplo de la escritura poscolonial y ha sido considerada una obra fundamental por los latinoamericanistas”.

Las puertas

No sólo fue escritor, sino también abogado y colaborador de medios de prensa: a mediados de los 60 aportó a las páginas literarias del semanario Marcha y a las del diario colorado La Mañana, cuando éstas eran dirigidas por Mario Benedetti. En los últimos seis años escribió en la revista Caras y Caretas, y allí publicó la semana pasada una columna sobre las declaraciones del ministro de Defensa Nacional, Eleuterio Fernández Huidobro, acerca de la tenencia de armas por parte de la población civil. En ella se inclinaba por la postura en la materia del ministro del Interior, Eduardo Bonomi, tras referirse a experiencias personales como abogado y a numerosos “homicidios apresurados” que debió afrontar. Otro eje de sus libros, siempre dentro del realismo, fueron las historias ambientadas en los suburbios de Tacuarembó, con distintas versiones de la estética pueblerina, aunque también escribió cuentos como “Libros y perros”, ubicado en una pensión montevideana (muchos creen que se inspiró en una experiencia propia, pero fue resultado de su prodigiosa imaginación), o “Las trampas de barro”, de estructura bifurcada entre los ranchos y el barro del mundo suburbano, que tuvo ocho versiones antes de que se publicara la definitiva, y que era uno de los más admirados por Mario Levrero.

En todo caso, lo que hallamos son personajes fascinantes que parecen perdidos en sus encrucijadas. Raviolo lo definió de una manera bellísima cuando dijo que, en verdad, su obra se asentaba sobre los temas de siempre, como el poder, la culpa, el miedo y la responsabilidad, pero se distinguía por su poderoso impulso creador, su talentosa capacidad para contar historias, mientras a su alrededor se volvían cada vez más imprecisas las fronteras entre la cordura y la locura, y entre la bondad y la maldad.

Hoy se vuelven particularmente inquietantes las últimas palabras de “Padres del pueblo”: “Resolví no contestar. Buey ya muy vivido, me desperecé y me quedé quieto en la cama, como si no me acosaran las sombras de muchas dudas”. Hoy volvemos sobre sus pasos, convencidos de que dijo la verdad en “El Hermano Ángel” al confesar: “Estuve en los cielos, más bajos sin duda que los que visitó el Hermano Ángel, pero estuve en los cielos. Estuve, Mattos, en los cielos; en los cielos, aquí, en la tierra”.