Con estupor asistí en los últimos días a las reacciones que provocó la columna “Los modernos urinarios y las políticas culturales”, firmada por Guillermo Lamolle y publicada en la diaria el martes. Más que las objeciones al texto de Lamolle (no hay columna que no incluya, en potencia, sus objeciones), me sorprendió la reiteración de argumentos chatos y mezquinos para desestimar su perspectiva, y si los menciono en esta oportunidad es, precisamente, porque el mismo tipo de argumento (argumento es una descripción exagerada y hasta errónea que uso por comodidad retórica) suele ser esgrimido casi contra cualquier crítica en torno a lo que sea, pero se carga de peso y entusiasmo cuando lo criticado es un objeto artístico. No tengo intenciones de discutir con Lamolle ni con quienes, por medio de las redes sociales, discutieron con él o con su texto. No me voy a meter en el asunto de qué es o deja de ser arte, qué es o deja de ser conceptual o contemporáneo, qué es o deja de ser vanguardia, riesgo, innovación, inspiración o talento (gente que ha dedicado su vida al asunto no ha logrado saldar la discusión, y estoy lejos de creer, por otra parte, que sea una discusión que deba ser “saldada”), pero voy a quejarme, sí, de las premisas que encuentro más estúpidas y superficiales, aunque no por eso más inocentes.

La primera, sin duda, es la que opone “hacer” a “decir” (o a “interpretar” o a “pensar”). Sobre esa tensión absurda suelen sostenerse argumentos que defienden el genuino valor del objeto artístico en sí (por su carácter de objeto, de cosa que existe en el mundo, pero sobre todo por su condición de artístico, que se opondría a natural, industrial o incluso artesanal, y señalaría un valor intrínseco del trabajo del artista; algo como una magia contenida en el objetivo de su creador: hacer arte), a diferencia del valor secundario del objeto crítico, siempre parasitario de la obra inspirada de alguien y siempre receloso del natural talento de los genios o del esforzado empecinamiento de los consecuentes. No tendría sentido defender el trabajo crítico en oposición al trabajo artístico (uso ambas nociones en sentido laxo; esto es una columna en un periódico, y no un ensayo académico), así como no tiene sentido alguno lo contrario. Hay tantos buenos y malos críticos en cualquier disciplina como buenos y malos ejecutantes en las distintas artes, y no es menos trabajoso (si el valor trabajo fuera a medirse) discurrir sobre arte que escribir un poema.

La segunda oposición, todavía más inconsistente, es la que se establece entre sentir y saber. Que el arte tenga como cometido propio la conmoción, el estremecimiento o cualquier otra forma de estímulo a la sensibilidad de su receptor no prueba la inexistencia de algo como una sensualidad del intelecto; una interpelación posible de la inteligencia, el conocimiento o la capacidad reflexiva del lector, el espectador o el oyente. Y mucho menos prueba que las herramientas teóricas o el dominio de un corpus no incrementen la capacidad de disfrute de una obra, además de hacer posible el desarrollo de la capacidad de análisis y evaluación.

Por último, el más barato de los argumentos es el que se apoya en el éxito o el fracaso, el que confunde piezas vendidas (o al revés, piezas rechazadas por el mercado) con talento o creatividad. Hay más, por supuesto, pero no me sobra el espacio. Lo que quiero decir es que en forma más o menos explícita todas esas oposiciones parecen llegar a un resultado semejante y que no deja lugar a dudas: el crítico es un individuo tan lleno de envidia y resentimiento como desprovisto de talento y creatividad, y su trabajo no es un verdadero trabajo, sino un desquite malicioso mediante el cual canaliza el oprobio de su falta de valor. Y peor aun: el campo de la crítica (la crítica de arte, pero también la crítica en general, la crítica como práctica intelectual) es apenas un territorio de poder, un ámbito de intercambio de favores en el que cualquiera puede, como decía Minguito Tinguitella refiriéndose a la prensa, tanto levantarte un manolito como hacerte un buraco así de grande.

Sin desconocer la trama de intereses que tejen el mundo que conocemos, incluyendo, por cierto, al mundo del arte y sus satélites, me gustaría decir que siempre puede haber hipótesis menos chatas que las de la envidia o el resentimiento. Siempre es necesario hacer el esfuerzo de distinguir la opinión lisa y llana que cualquiera puede tener sobre cualquier cosa de las líneas de interpretación posibles, los análisis, los comentarios y las reflexiones. Estamos muy cerca de dar por buena la idea de que todas las creencias y todas las opiniones tienen el mismo valor, y aunque no somos tan estúpidos como para confiarle el motor del auto a un curandero que no sepa de mecánica, parecemos bastante dispuestos a aceptar las sentencias más pueriles en materia de arte por la sencilla razón de que todos nos creemos capaces de pintarrajear una hoja o escribir un poema y pensamos que es aceptable porque en su factura dejamos el corazón.