Eran justo las 12.15 cuando Adrián Caetano entró a la sala bonaerense donde se había proyectado para la prensa su última película. Como si fuera uno de los personajes de las ficciones que ha dirigido, este uruguayo habla con suma tranquilidad, en forma pausada y reflexiva. Cuenta que a él le atraen las historias pequeñas porque es más fácil que contengan lo necesario. Y así es como en todos sus trabajos se puede rastrear eso que, con el tiempo, lo convirtió en una de las voces más contundentes de la cinematografía regional: un humor extraño que a veces alcanza el absurdo, la austeridad de la forma, la precisión de su mirada inclemente, el asombro y la inquietud que provocan esos tipos perdidos, que sobreviven como pueden al acoso de la pobreza, del desempleo, del margen. De fondo, parece resonar aquella sentencia que el escritor y crítico literario argentino David Viñas repetía hasta el cansancio: “Ya no se puede decir que los otros tienen la culpa. Hoy la culpa es de todos. Y es necesario escribir y vivir como culpables”.

En uno de sus primeros cortos -Cuesta abajo, de 1995-, el suspenso y la fantasía enloquecen a un chofer que termina atropellándose a sí mismo, entre el vuelo de las gallinas y un Carlos Gardel que canta sobre la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. De ahí en adelante, Caetano ha explorado contextos precisos, derribando y adaptando dramas sociales, policiales o westerns que no pueden dejar de entenderse como una reflexión sobre el presente.

Ahora, 20 años después de su comienzo en el largometraje con Pizza, birra y faso (1997, codirigida con Bruno Stagnaro), la película que marcó un quiebre definitivo en el imaginario del cine argentino, Caetano estrena El otro hermano, una adaptación de la novela Bajo este sol tremendo (2009, del chaqueño Carlos Busqued), protagonizada por Daniel Hendler y Leonardo Sbaraglia. “A veces, para hacerle bien a la gente que uno quiere, lo mejor es estar lejos”, le decía alguien al personaje interpretado por Julio Chávez en Un oso rojo (2002), esa especie de “locro western” anclado en el conurbano bonaerense. Y acá el protagonista se tomó ese consejo muy en serio: después de años, la primera noticia que tiene de su madre y de su hermano es que los mataron a disparos de escopeta. Entonces a ese hombre, que se llama Javier Cetarti, no le queda otra que viajar a Lapachito, un pueblo hundido y corrompido, e intentar dar con un seguro. El que lo guía es Duarte, un militar jubilado y jodido, aprendiz del asesino de su madre. La historia se va volviendo cada vez más sórdida, con personajes desolados y perdidos, que fuman porro, miran documentales y se acoplan al desasosiego y la crueldad.

Así como Bolivia (2001) se concentraba en un bar y un mundo hostil cada vez más adverso, la claustrofobia de El otro hermano remite a una impiedad inevitable: para Caetano se trata de un mundo cruel y sin esperanzas, corrupto y sucio, “donde matar es moneda corriente”. Sin historias de amor ni redenciones, “en esta novela encontramos un pequeño conflicto, un plan, un crimen, una disrupción que había en un pueblo que sólo estaba podrido. Y nos fue mucho más sencillo encontrarle lo clásico a esa narrativa, aunque nos costó casi cuatro años digerirla”, cuenta. Dice que lo que le interesó fue ese grupo deshumanizado que da por tierra con la visión idílica de “los delincuentes como pobres personas desclasadas por la sociedad”, porque “estos son delincuentes desalmados y ese es su modo de vida. No tienen otra razón de ser que su propia crueldad”. Por eso, no apostó por los planos generales del pueblo ni se detuvo en los relatos bucólicos: más bien construyó, desde las ruinas de la civilización, un policial negro que propone un mundo atroz, habitado por personajes que llegan al absurdo de la existencia y el abandono.

El imperio de los sentidos

Caetano -hincha de Peñarol e Independiente- nació en el Cerro, y a mediados de los años 80 se instaló con su familia en Córdoba. Después emigró a Buenos Aires y se desdobló en una serie de proyectos fundacionales. A las mencionadas Bolivia y Un oso rojo les siguieron, entre otras obras, las series para televisión Tumberos (2001) y Uruguayos Campeones (2004, sobre Rampla Juniors y realizada en Uruguay), Crónica de una fuga (2006), Francia (2010) y su documental sobre Néstor Kirchner, NK, el documental (2011), que no llegó a estrenarse en cines (los productores decidieron no utilizar el trabajo porque su tratamiento de la figura del ex presidente argentino no era el que deseaban, y comenzaron de nuevo con la guionista y directora Paula de Luque, que realizó Néstor Kirchner, la película -2012-).

En una ronda de entrevistas organizada en Buenos Aires, la diaria conversó con el director sobre su nuevo trabajo, el rodaje de una futura serie sobre Sandro, la actual situación argentina y esa galería de personajes contradictorios y terrenales. “El libro era dificilísimo de adaptar, ¿viste? Y es duro. En [el Festival Internacional de] Miami a la gente le gustó, pero había otros que con la violación se levantaban y se iban. No lo soportaban”, comenta el realizador.

Hace casi una década admitió que prefería que lo consideraran un loco y no “un cuerdo imbécil”. Aunque ya no lo recuerda, no duda en responder que si la cordura que proponen es “callarse, es no es decir lo que uno piensa, si la cordura es sonreír porque queda bien, si los buenos modales son agradarle al otro a costa de cualquier cosa, si la cordura es pasar desapercibido, es una porquería”. Y su gesto evoca el eco del argentino Roberto Arlt, cuando en el prólogo de su novela Los lanzallamas (1931) desafiaba a escribir, en orgullosa soledad, obras que encerraran “la violencia de un cross a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y que los eunucos bufen”.

Maestro en el arte de explorar ese abismo que acecha bajo la irrelevancia cotidiana, Caetano sigue trabajando sobre las grietas de lo imperfecto, aunque las cosas, a veces, sean como son y no como quisiéramos.

–Decís que la escena de la violación impactó mucho, pero lo que más genera es incomodidad. Como la de Perros de paja [1971], de Sam Peckinpah.

-La de Perros de paja es la más incómoda, y hay algo de eso, porque te deja shockeado. Esta es una película incómoda y difícil, que no te deja respiro; y es de suspenso, es un policial, pero, más allá de todo eso, también es una película cruel y desalmada. La novela lo era, tenía una impronta casi hiperrealista, y el personaje de Duarte era mucho peor. Lo bueno que creo que tiene la película -y que la ayuda un poco- es el humor negro.

–Se mantiene alejada de toda reflexión moral, social o psicológica, y a través de esos atisbos de humor va aplacando el vértigo de la crueldad.

-Hay algo antropológico en la novela. La película, al ser policial, le da más aire, más comprensión. Él [en la novela] veía pornografía, los documentales tenían más presencia, había fotos de calamares y esas cosas, y eso se volvía casi de estudio. Pero la película es decididamente de género, y a mí me ayudó mucho ir para ese lado.

–¿Te sentiste más cómodo?

-Sí, me sentí más cómodo porque encararla así me ayudó en la estética y en la narrativa. Tampoco fue que tomé ese camino porque era fácil, sino porque me parecía que ahí había un policial. Y el calor no está. Era como los olores en el cine: no quería perderme en la metáfora, me interesaba más hacer una película concreta y de personaje que contar algo esotérico, geográfico o climático del pueblo. Me gustaba más ir a la podredumbre de la gente.

–Pero la vida de los personajes también se iguala a la de los animales, en un mundo en el que todo se vuelve indiferente, incluso el tedio.

-Todos son como esos insectos que sobreviven a las guerras: los edificios se quedan sin construir, se muere la gente, hay asesinatos sin resolver, y ellos siguen y siguen. Son como cucarachas, como los escarabajos venenosos de Duarte.

–Y no parece haber ningún héroe en la vuelta.

-No, el personaje de Hendler puede ser un héroe intrincado, pero no se trata de un mundo donde tenga cabida un héroe ético y honorable. Habría sido cómico y tonto.

–En ese sentido, es tu película más desoladora.

-Creo que sí. Es muy cruel. Quiero ver si algún día dejo de hacer estas películas. Ya la novela era así, y cuando me la propusieron no quise escapar a eso. Haberme ido habría sido un acto de cobardía. Me pareció que lo que proponía la novela era ese mundo desolador y cruel, en el que la única esperanza que queda es fumar porro y conseguir plata para irse a Brasil, sin importar cómo ni a costa de quién. Creo que también es una metáfora de lo que hoy se propone en una sociedad moderna. Ya ni siquiera hablo de si es una sociedad capitalista o no. Son como animales comiéndose entre sí para poder subsistir.

–¿Cómo fue que tu familia decidió irse a Córdoba a mediados de los 80?

-Fue por laburo. Nos fuimos en 1984, y creo que las razones económicas también son políticas. Después nos fuimos quedando. Y cuando vinimos para acá [a Buenos Aires], en Uruguay todavía no había llegado la democracia. En 1984 yo tenía 14 años, mi hermano era más chico, y nos quedamos sin nada; hubo una crisis económica desoladora [con el brusco fin de “la tablita” de devaluaciones preanunciadas] que expulsó a un montón de uruguayos y, entre ellos, a nosotros.

–Eso también te debe haber ubicado en un lugar distinto como creador, sobre todo por el marco social.

-Sí, supongo que sí. En la historia hay varios directores de cine que vinieron de lugares muy diversos; DW Griffith trabajaba en un circo, Charles Chaplin también. Tuve una educación muy politizada, con familiares que han militado en el Partido Comunista, y yo mismo milité en partidos de acá, pero más allá de la militancia, siempre hubo lectura. A mí me gustaba leer de política, me gustaba informarme, entender. Me gusta hablar y debatir tanto de fútbol como de política. Eso me apasiona. Y creo que el desprecio por la política es de una ignorancia sublime. Ni siquiera estoy hablando de posturas. Me parece que la gente que desprecia la política es lo más funcional a cualquier tipo de dictadura; me crié así y no reniego. Incluso me atrae. El cine que yo vi siempre tuvo un enfoque político muy claro: desde los westerns hasta las películas de terror.

–Y todas tus películas son políticas: reivindican a los marginados, a los oprimidos.

-Sí, o los tienen como protagonistas, que no es poco.

–Más de una vez dijiste que si bien no habrías podido filmar Un oso rojo antes de hacer Bolivia, creías que con esa película habías cerrado un ciclo y aprendido cuestiones de montaje, de cómo acercarte a los personajes. ¿Qué dirías que aprendiste con El otro hermano?

-Aprendí que es muy desolador hacer una película desoladora. Es muy difícil. Y aprendí que ir a contramano es más difícil que antes. Pero ir a contramano tampoco es una decisión. De repente, con la perspectiva que te da el tiempo, ves que la honestidad tiene un lugar bastante restringido. No hablo de la honestidad como persona, sino de las películas, de lo que uno hace. Después veré si tengo otras cosas que aprender, creo que tengo más para contar. Mi afán es que la próxima vez pueda filmar algo con un héroe más ético, con el que uno se pueda identificar un poco.

–En Francia había héroes, aunque fueran solitarios.

-Sí, había héroes, y en Crónica de una fuga también.

–Y con marcas duras.

-Siempre hay marcas. Acá las marcas también están presentes, aunque sea una película pos todo: es posapocalíptica, es futurista. Ya no hay gente que sufre, ellos al dolor lo tienen incorporado. Como decía Hendler en la conferencia de prensa, está tan incorporado ese dolor que lo único posible es pelearse por la poca plata que queda. También son personajes miserables.

–En el Río de la Plata, Tumberos consolidó una especie de culto a lo carcelario, el deseo de contar la cárcel de verdad. ¿Cómo ves ese lugar que ocupó la serie?

-No cambió mucho. Me quedó como asignatura pendiente haber podido cerrar la ficción de ese ciclo que fue Tumberos: hoy, con el tiempo, ver la cárcel después de que todos creen haberla visto. Tumberos era una serie muy onírica, que utilizaba lo onírico para meterse en la cabeza de los presos.

–Eso daba más libertad.

-Daba mucha más libertad en un lugar donde todo era opresión. Después salió de todo. Al día de hoy sigue habiendo series sobre el tema. Creo que no hay una mirada nueva sobre ese mundo. Creo que Tumberos era tautológica y ontológica en cierto sentido. Empezaba y terminaba todo ahí.

–¿Y El marginal [2016, Luis Ortega, otra serie con ambiente carcelario, en la que Caetano se encargó del guion]?

-Es como un policial dentro de la cárcel. Viste que no es una mirada de la cárcel. De hecho, en Tumberos la cárcel era una gran metáfora sobre la sociedad en la que vivíamos, y sobre la Argentina de aquel momento.

–¿Cómo vivís la situación actual?

-Hay tanta confusión, tanta información que confunde todo, que me cuesta. Yo siempre voy a estar del lado de los más débiles, aunque a veces estén equivocados en sus elecciones. En un momento lo ideológico no estuvo bien instaurado. Hubo un bienestar material, que era una urgencia que había en un pueblo oprimido, y lo ideológico quedó un poco relegado: eso es lo que se está pagando caro. El no haber explicado, el no haber disuelto el patrimonio de la ideología, y que no sólo quedara en manos del gobierno, sino también en las de la gente. Eso es lo que siento como rasgo general.

Creo que hoy hay políticos que se acusan unos a otros de ladrones y todo es un gran conventillo. No se habla de ideología, lo único que hacen es contarse las costillas entre uno y otro. Y la gente está mucho más confundida. Pero creo que la realidad política seguramente es menos promisoria que antes. Ayer alguien me decía una frase genial: “A la gente le dolía la cabeza y para quitarse ese dolor se hizo una lobotomía”. Pasó un poco eso. Pensamos que lo que nos estaba pasando era lo peor, pero no lo era. Hay cosas peores.

–¿Y ahora cómo se reposiciona la batalla cultural?

-Si es que antes se dio batalla cultural... La batalla cultural siempre tiene que ser en contra del poder. Y siempre hay que estar en contra del poder, pero hay que ver en contra de qué poder y para proponer qué. Lo que pasaba antes era que resultaba muy difícil posicionarse críticamente. Hoy posicionarse desde la crítica es más sencillo, pero también más cómodo y más snob. Pero no sé, la verdad es que estoy muy confundido.

–Aunque de todos modos seguís siendo peronista.

-Soy peronista. En Uruguay, obviamente que tengo más afinidad con el Frente Amplio. Pero vamos a ver qué pasa. Como siempre, está en manos de la gente. Pero es difícil, porque la política es transa y transa. Y hay que ver con quién o para qué transás.

–Sos fan de Leonardo Favio, que es de lo mejor que le pasó al cine argentino, y hay cuestiones que te acercan a él.

-Es lo mejor que le pasó al cine latinoamericano. Favio es todo. Es un artista que hizo cine pero que también era un cantante, y también era un tipo que tenía una visión muy sensible de la vida. Ojalá algún día yo pueda hacer una película con la sensibilidad que tenía Favio. Para mí es un referente como autor. Como realizador, me encantan sus películas, pero también creo que mis referencias cinematográficas vienen más por otro lado, por ejemplo de [Leopoldo] Torre Nilsson o Lucas Demare. Vienen más del cine clásico. Favio, más que un referente, es una inspiración.

–¿Y qué descubriste filmando una serie sobre Sandro?

-No existía casi vínculo, recién lo estoy teniendo ahora. Descubrí a un héroe popular, que vino de un lugar muy humilde y que se propuso llegar a cierto lugar con su arte. Es un tipo que se hizo a sí mismo, que se fabricó a sí mismo. Un tipo con mucha pasión por lo que hacía. Tenía tanta pasión que se vivía fundiendo económicamente por sus proyectos. También descubrí a un solitario. Es un héroe complejo, muy nuestro. No es un héroe impoluto como Gardel, que tampoco fue tan impoluto, sino que más bien lo volvieron así. La idea es construir lo más cercano a un sueño sudamericano, si se quiere. Es un héroe popular, y a mí me atraen mucho los mitos populares. Acá veo a un tipo que se propuso algo y lo consiguió, y eso es genial para un director o para un guionista. Encontrar a un tipo que dice “voy a conquistar América” y la conquista es una historia preciosa.

Obviamente que esa conquista se da a costa de muchas cosas: a costa de la soledad, de la discriminación, de gente que lo condena porque no lo entiende, de estar en un lugar como este, en la condena del Tercer Mundo. Me parece un tipo fantástico. Y la gente que triunfa por estos lados siempre se gana mi admiración.