Desde su casa en Cariló, y con una apacible modulación de las palabras que deja entrever los pasos de sus reflexiones, habló de sus recuerdos de la carpintería familiar en Luján, de sus estrategias para crear los universos propios de cada puesta, y de Los corderos, la obra con la que volverá al teatro Solís el 22 de marzo, y que, según dijo, plantea un “costumbrismo perverso, un realismo sin magia, terrenal y sucio”.

–Siempre estás en varios proyectos a la vez. ¿Ya has concretado algunos para este año?

-Sí, se va a estrenar acá Invencible, una obra que había presentado en Madrid en octubre. A mediados de este año voy a montar otro proyecto independiente, Las presidentas, y luego me propongo versionar en el San Martín El inspector, de [Nikolái] Gógol. Después viajaré a España para hacer mi versión de Tío Vania [Espía a una mujer que se mata].

–En Uruguay siempre nos llama mucho la atención ese cruce de teatro alternativo y comercial del que vos fuiste uno de los pioneros. ¿Cómo has convivido con eso de ser convocado en Europa, requerido en importantes teatros y festivales, y cada tanto volver a tus orígenes en el off?

-El teatro comercial es una trampa de la que intento sacar la cabeza, porque cuando me lo ofrecieron, mi imaginario era independiente, y no sólo lo digo por las obras, sino también por la experimentación, por la expectativa en la relación con el público, y por la independencia de hacer y deshacer. En general soy bastante democrático y decidimos cosas entre todos; si hay una persona que está relacionada con el plano artístico, siempre tomamos decisiones en conjunto, o al menos las compartimos. En cambio, en el teatro comercial ya hay una producción, hay alguien que pone dinero y que quiere recibir dinero, y por eso existen determinados matices: puede reclamar que no esté tal actor y que no suceda tal cosa. Por ejemplo, que la obra no produzca disenso, sino consenso, y cuando estás trabajando en el teatro independiente, a veces el disenso es la energía que moviliza: querer decir algo aunque todo el mundo esté en contra. El teatro comercial inhibe todo eso, pero por otro lado te da un ejercicio de trabajo, porque estás trabajando para alguien, sos un empleado que, por más que te paguen bien, te respeten o te adulen, está trabajando para alguien. Incluso cuando la pasás bien, porque en mi caso no acepto obras que no me gusten. Al principio era un juego que me divertía mucho y que hacía con mucho placer, hasta que me di cuenta de que estaba dejando de lado mi parte independiente, una búsqueda mucho más genuina de lo que quiero decir como artista. Y para dar marcha atrás y salir de esa maquinaria -en la que me iba muy bien-, para encerrarme en un estudio, pergeñar algo sin que existiera un dueño y desacelerarme, tuve que esperar dos o tres años. Así fue como el año pasado empecé a hacer proyectos como Los corderos, Vigilia de noche [de Lars Norén], Las presidentas y El inspector, de Gógol, que se lo propuse al teatro San Martín, donde todo depende de mí, ya que no hay nadie que espere algo más que lo artístico. Pero creo que viene bien probarse con el teatro comercial, porque es muy difícil y te da un ejercicio de dirección y un entrenamiento importante.

–¿O sea que lo único que ofrece el teatro alternativo frente al comercial es esa independencia?

-Es que en uno sos dueño y en otro sos empleado. Y no digo “dueño” en términos mercantiles, sino de decisiones. Porque por más que cuando te convoquen te digan que tenés libertad, uno sabe que la libertad la va a ejercer dentro de un límite que no puede sobrepasar. Pero insisto, es necesario decir que, como ejercicio, es bueno lograrlo. En el otro sos dueño del mundo, y a veces también la falta de límites te hace dar contra la pared.

–Venís de una familia de carpinteros. ¿Cómo recordás la época en que empezabas a heredar el oficio?

-Lo que me quedó es el amor por la madera en general, y por la madera como objeto. En casa, contra la pared del living, tengo apoyados trozos de madera que me encuentro en la calle. Un trozo de madera me parece valioso, me gusta verlo. En cuanto a la técnica en sí, ya perdí la capacidad de fabricar. No volvería a la carpintería, sobre todo porque la carpintería que yo hacía era “de serie”: tratábamos de hacer cosas en serie con materiales que no son tan nobles como la madera. Algunas eran planchas de madera con laminados, por ejemplo; no era tan romántico. Luego, cuando abandoné la carpintería, sí, ya empecé a fabricar marionetas de madera. Y ahí pasé al teatro. Fue una suerte de escalón involuntario hacia el teatro, sin saber a dónde iba. Pero fue un paso que di, y tenía la necesidad -sin saberlo- de estar cerca de un escenario.

–¿No te interesaba conscientemente el teatro?

-Para nada. La carpintería estaba en un lugar muy deprimente de Lanús; mi viejo fue ferroviario, quedó cesante por cuestiones políticas, un poco antes de la dictadura [iniciada en 1976], y empezó a trabajar en la carpintería con mi abuelo. Yo tendría 20 años, nunca había ido al teatro y ni siquiera me gustaba, pero soñaba con tener un teatro en ese galpón. Y hoy recuerdo patente dónde lo decidía. Ese era un barrio muy pobre, muy gris. Yo no sabía de la existencia de los lofts en Nueva York durante los años 70. Ahí la gente vivía en los lofts y yo quería hacer eso a otra escala. Después terminé teniendo mi estudio en un galpón, viví en ese galpón e hice teatro. Así que el sueño se cumplió 30 años después. Realmente no recuerdo de dónde venía esa ilusión de hacer un teatro en el galpón, cuando esa era una vida dura, porque trabajaba mucho: en general era de las 6.00 a las 22.00, de lunes a sábado, y el domingo era mi único día libre. Y yo quería disfrutar de mi trabajo. Ahí no veía a nadie, sólo a mi papá. Los domingos a la tardecita me agarraba una depresión... No quería más eso; soñaba con trabajar en algo en que los lunes fueran mis domingos. El siguiente trabajo que tuve fue en el teatro San Martín, como titiritero, y ahí los lunes eran mis domingos. Hay que tener cuidado con lo que uno desea, porque después se te puede cumplir.

–En el transcurso de los años has montado más de una vez distintas obras. ¿Cómo es eso de volver a versionar un mismo texto?

-Al hacer versiones de mis propias obras voy creciendo y madurando, como persona y como creador. Años después de un estreno, cuando me reencuentro con el material, pienso cosas distintas y empiezo a necesitar que la obra tenga un formato distinto, o un apoyo en resortes diferentes de los de hace diez años. Al principio quizá son cosas sutiles, pero cuando me encuentro con los actores surge la verdadera versión. Hoy en día, cuando estreno una obra y al día siguiente la empiezo a ensayar con otros actores, esa obra es versionada de nuevo, porque al apoyarme mucho en los actores necesito ir modificando lo que los nuevos actores me dan. Y no es que hagan lo que quieren, sino que yo hago con ellos lo que ellos mismos son: me apoyo mucho en el tipo de actores, en su forma de actuación, en lo que me dan los personajes enfrentados, y por eso un mismo conflicto puede tomar otros caminos. Hay directores que dirigen obras; yo dirijo actores, y cada obra es una excusa para generar teatro.

–Se habla mucho de tu dirección de actores y de tu interés en que no sea el actor el que se convierta en el personaje, sino que sea la obra misma la que lo transforme. ¿Esto siempre es así?

-Exactamente. Meto la obra dentro de los actores y no a los actores dentro de la obra. Esto, que parece un juego de palabras, quiere decir: a ver, ¿qué trae este actor?, ¿cómo puedo hacer que él, con sus virtudes, sus defectos, sus posibilidades, sus expresiones y sus problemas, haga esto? El resultado es distinto porque cada actor es distinto. De hecho, si tengo que reemplazar a alguien no busco a otro parecido, sino a un contrario, porque dentro de la obra se produce un descalabro sano, que la hace mostrar que está viva. Esto siempre es así, porque si elijo a [Anton] Chéjov, lo que necesito es hacer teatro, y para hacer teatro necesito prestar atención a los ingredientes. Los actores son los vehículos.

–¿Qué ocurre cuando son otros directores los que adaptan tus textos?

-Al principio me pasaba mucho, porque escribía y trabajaba con el Periférico de Objetos [que fundó en 1989], pero a mis textos no los montaba. Sentía que este acomodamiento que yo hago con los actores era una nueva escritura. Versionar para mí es escribir, y entendía que mis obras terminadas necesitaban ser versionadas. Por eso mismo creía que a mis obras no las tenía que montar yo. Pero después sentí que todo el teatro necesitaba ser versionado, aun los grandes como Chéjov, que es el ejemplo, porque no creo que haya otro autor que a mí me emocione más; sin embargo necesito intervenirlo. Y siento que me habla; es un autor que siento que habla sobre mis posibilidades expresivas. Sin embargo, en algún punto necesito acomodarlo a esa necesidad expresiva. Entonces, digo que hago teatro usando Chéjov. Alguien puede decir, “pero esto no es Chéjov”, y no, es teatro usando Chéjov.

–Con el tiempo te convertiste en un especialista en Chéjov, al llevar al extremo ese vínculo tan propio entre los seres humanos y sus incapacidades. ¿Cómo fue el proceso?

-Chéjov tiene una calidez humana y una mirada muy cálida y protectora sobre el individuo y lo que significa vivir, pero, a la vez, es bestial. Uno ansía cosas, lucha por esas cosas y genera materiales económicos y afectivos, porque existe un motor que lo impulsa, diariamente, hacia una dirección. Y por lo general se aspira a conseguir algo. No es que sea una carrera contra la muerte, sino que se trata de algo que uno necesita completar. La mayoría de las veces, cuando lo conseguimos, nos olvidamos de esa felicidad y miramos hacia otro lado buscando otra cosa, y luego otra, y después nos morimos. Somos conscientes de la muerte, y por eso estamos continuamente anhelando hacer cosas antes de morirnos. Se trata de la energía que nos mueve, y cuando estamos satisfechos -cuando logramos lo que habíamos anheladoel deseo pierde sustancia. “Un hombre que se ahoga espía a una mujer que se mata”: encontré eso hace muchísimos años en un libro de Jacques Prévert que recopila frases. Aquella cita era de Urs Graf, y a los 20 años me la anoté porque me fascinó. 30 años después me encontré con que eso era Chéjov: “Un hombre que se ahoga espía a una mujer que se mata” es sobre alguien que desea encontrar la plenitud en una mujer o en el amor de una mujer, por ejemplo, pero a su vez esa mujer se mata por otro destino, por otra búsqueda, por otra insatisfacción. “Un hombre que se ahoga espía a una mujer que se mata” parece ser el eslabón de una cadena infinita. Pero como me parecía muy largo, la versión de Tres hermanas fue Un hombre que se ahoga, y la de Tío Vania, Espía a una mujer que se mata. La gente hacía largos desvaríos para ver qué quería decir el título, pero en realidad era una frase cortada en dos partes.

–En esa carrera, ¿seguís siendo un “excedido en todo”, como dijiste hace un par de años?

-Ya ves, este año tengo ocho montajes, pero también hace más de un mes que estoy aquí [en Cariló], tomando vacaciones. Yo nunca descansaba, y este año me tomé 40 días de vacaciones. En general, siempre utilizaba esos 40 días para pensar un nuevo montaje, pero este año dije no, voy a dejarme tiempo libre. Aunque 40 días ya es excedido para vacaciones.

–¿Por qué el quiebre?

-Tal vez por la edad, tal vez porque me hice una casa bonita aquí en Cariló y puedo disfrutar de la naturaleza. Antes no me daba este tiempo. Aunque también lo uso para escribir. Ahora estaba pensando en que tenía que escribir una obra que me pidieron unos españoles, y estoy viendo muchos documentales de arte. No me puedo desconectar de lo artístico porque también es mi vida.

–En ese recorrido, ¿cómo ves tus últimos trabajos si los comparás con la época del Parakultural, en los 90?

-Mirá, yo empecé con marionetas, después me puse a escribir, armé el grupo del Periférico, empecé a dirigir porque me interesaba mucho la dirección, luego empecé a escribir para actores, a dirigir para actores, y hoy escribo menos; escribo las versiones. Siento que cuando dirijo estoy en el lugar de máxima exposición. Dirigiendo me siento como un músico con su instrumento: cuando veo a un pianista me pregunto, ¿piensa un pianista?, ¿ve el piano?, ¿cómo puede razonar? En ese hombre que toca el piano y hace música debe haber un sentimiento de abstracción; el pensamiento debe estar posicionado en un lugar que no es el aquí y ahora.

–¿Alcanza con quebrar la conciencia del acto en sí?

-Exactamente. La conciencia está en otro lado. A partir de todo este camino que hice, en el que quería trabajar en algo artístico, me pasó que hasta que no encontré la dirección no me sentí pleno. Y eso no se daba con la escritura o los títeres, con escribir para actores o para terceros. Cuando estoy dirigiendo siento que puedo llegar a sumergirme, como si no pensara en ese momento y sólo actuara en función de lo que necesito, de la misma manera en que el pianista no piensa la nota, o el que pinta no piensa en un color específico. En la escritura también se da eso, pero esta libertad que tengo con la dirección no la alcanzo en la escritura. Por eso confío en mi instinto.

–¿A qué responde? ¿a la copresencia, a los cuerpos de los actores?

-A que el músico habla en términos de piano y yo hablo en términos de teatro, como el literato habla en términos de letra escrita, de palabra. Así como [Lionel] Messi habla en términos de gambeta y obsesión por el gol. Hay elementos que están presentes en algunas personas, y generan que eso sea su lenguaje. A mí me costó mucho encontrarlo, y cuando lo descubrí me di cuenta de que era por la confianza que siento como director, y por la creencia en mis intuiciones, que no la tengo en el resto de la vida, donde más bien soy inseguro. Pero cuando dirijo aseguro lo que hago; interiormente siento que eso es lo correcto. No sé. Pienso en sentido dramático. Porque tampoco es algo pensado o voluntario. Es un lugar donde yo me manejo y pierdo noción de la hora, de dónde estoy.

–¿Un trance dramático?

-Sí, y no es algo extraño. Se vuelve un trance comunicacional con el otro. Porque a veces le digo a un actor “no hagas eso, hacé esto”. Si me preguntan por qué, contesto “no sé, pero confiá”. Tengo limitaciones, como todos, pero en cada situación sé qué es lo que tiene y no tiene que pasar.

–¿Cómo ubicarías a Los corderos?

-Es una obra de 1993, la escribí en una época en la que estaba fascinado por el trabajo de Griselda Gambaro. A ella y a [Eduardo Tato] Pavlovsky [con quien hizo La muerte de Marguerite Duras] los admiro. Desde el año pasado quiero hacer una obra de Tato como homenaje, para sentirme cerca de él. La verdad es que es una persona que extraño mucho.

–¿Como referente?

-Sí, totalmente. Mirá hasta qué punto: buscando una obra suya, me puse a releer sus libros. En la parte anterior a una obra, él daba unas pautas dramáticas y artísticas, y cuando las leí descubrí que eran cosas que yo decía como mías. No me había dado cuenta de que durante años las había asimilado de tal forma que las tomé como propias, sin conciencia de que eran suyas. Obviamente, fue una persona clave en mi movimiento artístico. Y Griselda era una dramaturga que yo envidiaba, me encantaba todo lo que veía de ella. Era distinta. Me producía lo mismo que hoy me puede generar Lucrecia Martel en cine.

–¿Por su fuerza animal, además de la resistencia?

-Irracional, y a la vez con un humor y una capacidad de alterarme nerviosamente. Sus obras eran absolutamente motivadoras. Y ahí [en Los corderos] hay personajes que se asemejan a obras de Griselda. Puedo ver en el origen, en la primera obra, una necesidad de escribir como ella. Es una de mis obras que más me gustan. Hace unos años, unos españoles la leyeron y quisieron que los dirigiera con esa obra. Después la dirigí en México, y dije, bueno, la voy a hacer en Argentina. Desde la original a esta, realmente es otra obra.

–Antes el título incluía “El maravilloso mundo de los animales”.

-Era una cuestión para destacarme que ahora ya no tengo. Le dejé sólo Los corderos, porque ahora me parece molesto un nombre tan largo.

–¿Cuál es el núcleo de la propuesta?

-Las faltas: los cinco personajes [interpretados por Flor Dyszel, María Onetto, Diego Velázquez, Gonzalo Urtizberea y Luis Ziembrowski] tienen faltantes, y por eso están insatisfechos. Llamalo falta de educación o de posibilidades de vivir mejor. Sería un Chéjov negativo. Hay gente a la que realmente le es imposible levantar cabeza, salir del agujero, y actúa en función de esas faltas que le son inherentes.

–¿Qué temas sentís hoy que se vuelven disparadores para la creación?

-Algo de este homenaje a Tato tiene que ver, sobre todo por el sentido político del teatro. A partir de los sucesos políticos que vive mi país, creo que es necesario hacer teatro político. Y desde mi lugar necesito hablar de cosas con las que no estoy de acuerdo, que creo que son terriblemente equivocadas e injustas. Sé que Tato hoy lo haría sin ningún tipo de fisuras, porque siempre fue alguien muy coherente. Por ejemplo, nunca trabajó en el teatro San Martín. Trabajamos en tugurios y en lugares con situaciones no muy cómodas, y él nunca tuvo un problema. Por eso mismo voy a hacer El inspector, una farsa sobre la mediocridad del político, que es muy humana y es el espejo de la realidad de hoy. Y no la voy a llevar a la realidad, quedará en la época en que la ambientó Gógol, porque creo que es una farsa tan fina y comprensible que cambiar algo de eso sería subrayarlo. Diría que son ese tipo de cosas. Tengo ganas de hablar de la estupidez del ser humano. El hombre que no aprende de sus errores y los repite. Y a veces, por odio o por estúpido, termina matándose a sí mismo. Es como si yo odiara a mi vecino y decidiera incendiar toda la cuadra para ver cómo arde su casa, mientras también arde la mía. Hoy la gente es muy poco solidaria. Uno siente que está desprotegido socialmente.

–¿O sea que apostás a reivindicar la esencia política, desautomatizadora del teatro?

-Es una necesidad propia. No creo que esto cambie a nadie. La gente que opina como yo va a aplaudir, y la que no, hará lo suyo. Si la política casi no puede cambiar a la gente, el teatro mucho menos. Yo, lamentablemente, siento que es una necesidad de no estar parado en medio de ese incendio viendo cómo nos quemamos junto a mi familia. Son movimientos interiores que necesito producir. Es muy difícil que el teatro genere cambios sociales. La gente no se modifica ante el horror, ante cuestiones que son muy difíciles de creer... Alguien me dijo: “Bueno, pero una persona lo hará”. Me parece muy romántica la idea de la persona que sale modificada. Lo que sí creo que puede llegar a modificar a alguien no es el mensaje, sino la posibilidad de emocionar, y por eso todo esto tiene que ser hecho con belleza. Creo que la belleza enseña que hay una posibilidad de hacer algo distinto, o de una manera distinta. Porque lo que uno hace no es más que compartir su experiencia con el que escucha o el que lee. Y si la belleza puede producirte emoción, siento que otra persona, casi desde su sistema nervioso y no desde su razonamiento, puede llegar a sentir que puede ser una persona distinta. Ante las ideas estamos sumergidos, atados y peleados: hablo por mi experiencia. Ante la emoción, me abro a un mundo que no conozco. Y si pienso que un objeto puede ser de distintas maneras, puedo llegar a pensar que el otro también puede ser distinto. Se me ocurre que eso de despertar emociones es el lugar revolucionario del arte.