Desde que el sueco Tomas Alfredson revolucionó el género del horror con la lírica y oscura Let The Right One In, en 2008, los directores escandinavos se han vuelto muy preciados en un Hollywood vampírico y necesitado de ideas frescas, y que además se ha hecho afecto –como buena parte de la industria estadounidense– a importar talentos formados en los excelentes sistemas de enseñanza cinematográica de los países del norte de Europa. Así, además de Alfredson, cineastas con talento para los géneros del horror y la fantasía, como el danés Ole Bornedal (Nightwatch, 1997) y el noruego Tommy Wirkola (Dead Snow, 2014) han sido reclutados –en forma similar a lo que ocurrió con el uruguayo Federico Álvarez– para sumarse a lo que se viene llamando “nuevo horror” u “horror inteligente”, una oleada de films en la que el género es aprovechado con aspiraciones artísticas un tanto más amplias que la de repartir sustos, y en la que los escandinavos –repitiendo en cierta forma el éxito mundial de su heavy metal, un género musical más que emparentado con el cine de horror– son una parte esencial.

Entre estos directores europeos se encuentra el noruego André Øvredal, quien se hizo notar en 2010 con Trollhunter, una película de presunto found footage (“rodaje encontrado”, estilo seudodocumental popularizado por The Blair Witch Project –1999–). En ella, con fantasía y humor, contaba el periplo de un grupo de estudiantes que, mientras trataban de hacer un documental sobre un cazador de osos, se encontraron con un gigantesco y letal antropoide. La exposición mundial de Trollhunter le significó a Øvredal la oportunidad de trabajar en Hollywood con elenco y presupuesto importantes, y el resultado fue La morgue, que se estrenó en Estados Unidos el año pasado y llega con cierto retraso a nuestras pantallas.

La morgue es el nombre en castellano del más bien intraducible título original The Autopsy of Jane Doe (la autopsia de Jane Doe), de difícil explicación en la mayor parte del mundo, ya que “John Doe” y “Jane Doe” es como se denomina, en el sistema forense de Estados Unidos, Reino Unido y algunos otros países angloparlantes, a los cuerpos –de varones y mujeres, respectiva y obviamente– que no fueron aún identificados. Y de eso trata la película, de la autopsia de una Jane Doe, realizada en una pequeña morgue privada de un pueblo por dos forenses (Brian Cox y Emile Hirsch), que además son padre e hijo. El film comienza como un policial, cuando en la escena de un crimen poco explicable, con una familia muerta en su casa, aparece también el cadáver semienterrado en el sótano de una joven desconocida, sin aparentes señales de violencia. El dueño de la morgue (Cox) decide comenzar el examen de ese cadáver a pesar de que ya son las últimas horas de la tarde, y su hijo (Hirsch) se queda a ayudarlo. La disección del cuerpo comienza normalmente, con el padre explicándole algunos procedimientos a su aprendiz e hijo, pero, a medida que van avanzando en el estudio del cadáver, empiezan a encontrarse con que este tiene algunas características muy poco convencionales, mientra emergen más y más elementos inexplicables, y algunos hechos extraños ocurren en otros ámbitos del edificio donde trabajan.

No hay mucho más que contar sin caer en el molesto e innecesario spoiler, pero sí se puede decir que al menos los dos primeros tercios del film, en los que se desarrolla la autopsia propiamente dicha, son una hora (el film es razonablemente corto y conciso) de perfección pura en términos de cine de horror, con un suspenso ominoso y terrible. La acción prácticamente no se desplaza de la sala de disección, pero no hace falta que lo haga para que crezca una sensación de extrañeza y progresivo pánico, porque el viaje a lo inexplicable se desarrolla hacia el interior del cuerpo de esa mujer. Hay un elemento próximo a la comedia en la parsimonia y racionalidad con la que el forense veterano les encuentra una y otra vez explicaciones lógicas a descubrimientos cada vez más sorprendentes e inquietantes, pero resulta admirable el modo en que el film acompasa el proceso de revelaciones y espantos entre los forenses y los espectadores –más allá de que, obviamente, los espectadores tenemos el conocimiento agregado de que se trata de una película de horror y de que no es una muerta cualquiera–, y es simplemente soberbio cómo se mantiene el crescendo de inmersión en lo desconocido y siniestro. El último tramo se desarrolla en carriles más convencionales en el cine de horror, lo cual no es malo en sí mismo ni está mal llevado adelante, pero no se vuelve a la intensidad anterior.

La efectividad de La morgue se debe a la creatividad morbosa del guion y a la imaginación de Øvredal, así como al sentido del ritmo cinematográfico del director y a su cuidadoso control de lo que se ve y lo que no. Pero el film no se queda en la mera pericia técnica y narrativa, sino que tiene espacio para darles carne y hueso a sus personajes y a la relación entre ellos, apoyándose en un par de desempeños notables y emotivos de Cox e Hirsch, a los que habría que sumar a la inerte –y sobrenaturalmente atractiva– actriz irlandesa Olwen Kelly, quien interpreta a la Jane Doe en cuestión, quien sin mover un músculo, mientras permanece desnuda sobre la mesa de disección, se convierte en una presencia magnética y siniestra, capaz de irradiar miedo tan sólo por ser lo que es. Estos componentes humanos aportan la sustancia emocional indispensable para que un film de horror funcione de verdad –es decir, para que cause interés y preocupación por unos personajes que no sean simplemente bolsas de sangre y tripas a punto de explotar– y resultan particularmente destacables en una obra que no recurre a grandes despliegues de efectos especiales y que –en forma asombrosa, si se tiene en cuenta el potencial morboso de su temática– no es particularmente violenta ni recurre al gore como generador de revulsión.

Por último, vale la pena señalar que aunque las críticas fueron buenas en general, así como la recepción del público, La morgue no generó tanta atención como otras películas de esta corriente del llamado “horror inteligente”, entre las que ni siquiera se la suele mencionar, sin conseguir el grado de entusiasmo crítico que produjeron obras recientes del género, como la refinada y artística La bruja (2015), de Robert Eggers, o la muy sobrevalorada ¡Huye! (2017), de Jordan Peele, calificada como un clásico instantáneo, pese a ser inferior en todos los aspectos a este film de Øvredal. Posiblemente se deba a que, a diferencia de otras películas similares, La morgue parece simplemente proponerse como un inquietante entretenimiento, sin ahondar en observaciones sociales (como la película de Peele) o en aspectos estético-conceptuales (como la de Eggerts). Sin embargo, además de su buena ejecución, esta obra del noruego puede tener varias lecturas sutiles que conformen a quienes necesitan una excusa seria para ver una película fantástica. Al fin y al cabo, la inversión de roles y poderes, entre un par de hombres y la mujer a la que escudriñan –desnuda y reducida, en apariencia, exclusivamente a su cuerpo– puede considerarse algo con suficiente contenido simbólico como para escribir varias monografías de interpretación biopolítica. Y si esto, o los elogios anteriores, no son suficientes, agreguemos que Stephen King dijo que La morgue era tan buena en términos de horror visceral como Alien y las primeras películas de David Cronenberg. Y King algo sabe del asunto.

La morgue (The Autopsy of Jane Doe)

Dirigida por André Øvredal. Estados Unidos. 2016. Con Brian Cox, Emile Hirsch y Olwen Kelly.