Érica Rivas nació en el conurbano bonaerense, y descubrió en la infancia su vocación de actriz. Ha trabajado con cineastas como Francis Ford Coppola, Ana Katz y Damián Szifrón, y muchos la recuerdan como aquella novia sacada de Relatos salvajes (2014), de este último. Tuvo muchos papeles en televisión -por ejemplo, en Casados con hijos-, rechazó muchos otros y a principios de los 90 comenzó a desarrollar una sostenida carrera en teatro. El año pasado, presentó en Montevideo, junto con Ricardo Darín, Escenas de la vida conyugal, una adaptación monumental del texto de Ingmar Bergman, dirigida por Norma Aleandro. Ahora vuelve con La luz incidente, de Ariel Rotter -coproducción uruguayo-argentina-, una película de época en la que interpreta a Luisa, una madre joven que acaba de perder a su marido y que de a poco cede ante un insistente candidato. Es notable la interpretación de Rivas, que compone a su personaje mediante una gestualidad y un silencio concentrados, trazando un retrato desde la intimidad de ese duelo acosado por las imposiciones sociales. Luisa vive la agonía retraída de quien comprende que no sólo ha perdido el rumbo, sino también a sí misma.

¿Cómo te llevás con esto de las entrevistas?

-Es raro. Ahora me lo estoy tomando como parte de todo el proceso, pero al principio me costaba un montón. Sobre todo porque pensaba “si lo que quiero decir ya lo dije con mi actuación, ¿para qué voy a seguir redundando?”. Después está eso de “vos en 1992 dijiste que...”. ¿Qué dije? No sé qué dije en el 92, si me arrepiento de lo que dije ayer...

Lo que siempre llama la atención es tu sinceridad, y el planteo de cómo te cuesta enfrentar cierto estereotipo de mujer y de belleza.

-Ahora empezó a ser más común, pero para mí era importante comunicar eso, como mujer y porque se trata de paradigmas que te preceden, te superan, te modelan, te hacen vivir ciertas historias y reaccionar de cierta manera. Por eso para mí era difícil no hablar de este tema. “¿Por qué ella [un personaje] no reacciona ante la acusación de que les pega a sus hijos?”. Y yo tenía ganas de responder “¿Cómo me lo preguntás vos, si sos mujer? ¿No lo viviste nunca? ¿Nunca viviste una imposibilidad de reaccionar, en un mundo donde siempre te señalan y siempre te dicen cómo tenés que ser?”.

Aunque la reacción de algunos medios es muy hipócrita, centrando la cuestión en cómo te sentís vos, y no en los estereotipos sociales.

-Ah sí, sí. Muy bueno. ¿Cómo no me voy a sentir vieja, fea y gorda si en todas las publicidades a las minas las tienen en pelotas, todas son un palo, todas son jóvenes? Decís: ¿en todas las películas siempre el tipo se tiene que enamorar de una pendeja? ¿No se puede enamorar de una chica de su edad? ¿No puede pasar que un hombre se enamore de una mujer más grande? ¿Siempre tiene que ser al revés? Qué raro, ¿no? Porque además la mirada está mediatizada y educada por lo que uno ve. Y nosotras, como mujeres, también nos sentimos mal por crecer, por envejecer.

En 2001 hiciste Estoy maldita, una obra de teatro sobre textos de Marosa di Giorgio. ¿Cómo fue la experiencia?

-Fue una de las cosas que más me enseñaron, en muchos niveles. Sus textos tienen tanta riqueza, tantas lecturas, tanta profundidad, y a su vez son tan íntimos y personales, que cuando los llevaba a escena sentía que estaba cercenando las posibilidades de sentidos.

¿Cómo llegaste a Marosa? Tu madre era profesora de Literatura, y el hábito de leer estuvo desde siempre...

-Desde chica la poesía siempre me atravesó y me conmovió. Y siempre había libros en la vuelta, porque mi mamá terminó la carrera cuando éramos chicos, y mi primer libro fue La Odisea, por ejemplo. Cuando tuve a Miranda, por el año 2000, estuve muy mal de trabajo. No me llamaban de ningún lado, estaba con mucha angustia. Fue uno de los momentos más tristes de mi vida, aunque por otro lado era uno de los más hermosos, porque tenía a mi hija. Pero como actriz me replanteé si no tendría que haber terminado Psicología. Antes de tener a Miranda, fui al festejo de los diez años de una sala que se llama Batato Barea. En ese homenaje recitaba Marosa, y el lugar estaba repleto. Cuando la vi no lo pude creer, era hermosa, llena de mariposas, con esos textos increíbles. No le había captado el nombre, pero en ese momento de tristeza, recorriendo librerías, encuentro un libro, leo algunos textos y cuando lo doy vuelta estaba su foto con las mariposas. Ahí dije “quiero hacer esto”. Llamé al editor, que era Eduardo Russo [director de El Cuenco de Plata], y me dijo que iba a ser difícil porque Marosa no quería que los recitaran, y que la tenía que llamar a las 10.00 del miércoles. Yo tenía 27 años y estaba nerviosísima. Ella me preguntó: “¿Y por qué?” [imita su voz]. Me acuerdo de que cuando nos conocimos no hablamos por un rato, pero en un momento me agarró del brazo y dijo “¿cuánto pesas?” [se ríe]. Y lo que hice fue una adaptación de algunos poemas, de hecho Estoy maldita surge de uno de sus versos [“Estoy maldita, condenada a eso”], y fue una suerte de homenaje. Hay un montón de gente que me dice “¡Ay, aquello que hacías de Marosa, qué maravilla!”. Pero yo les digo “¿qué maravilla, si no me vino a ver nadie?”. Y es verdad. Me acuerdo de una vez que, ya maquillada y cambiada, me quedé llorando porque no fue nadie, nadie. Por eso te digo que fue una de las cosas que más me enseñaron. No es que haya aprendido a decir poesía, que tampoco sé, pero por lo menos me abrió una posibilidad de sobreponerme a la situación y ver cómo se hace para salir igual, para hacer lo que quiero. Peor que eso no me puede ir, porque además lo hacía gratis. Como actriz sí puede ser peor: me ofrecieron hacer toda una película desnuda y sin hablar, con una máscara sadomasoquista. Imaginate, cuando terminé esa entrevista me quería sui-ci-dar. Me fui a tomar un helado, y me tomaba mis lágrimas y el helado. Fue lapidario, porque pasó justo en aquella época.

Empezaste a actuar en la escuela porque tenías una maestra que también era actriz...

-Todo empezó con esa maestra que no se sabía por qué estaba ahí, seguramente por la dictadura. Ella daba clase de matemáticas, y como se vivía la primavera alfonsinista, con todo su impulso artístico, surgió lo de incorporar talleres. En su taller de actuación, ella me pidió que hiciera de maestra, y yo ya las había visto a todas, cómo miraban, cómo respiraban, cómo te retaban, cómo te enseñaban, cómo les gustaba lo que hacías, todas sus escenas. Para mí era genial, y cuando ella me decía “hacé a tal”, me entraba todo lo que había observado. Todos se empezaron a morir de risa, y ella empezó a llamar a las maestras a las que yo imitaba. Después le hinché a mi madre para estudiar teatro, y éramos cuatro hermanos... Quise seguir con teatro en el secundario, me dijeron que me iban a mandar a uno con orientación en matemática financiera, y yo dije “bueno, pero si hay teatro...”. Hasta hoy, es el lugar que me da más felicidad.

Seguramente desde 2014 te persigue aquella novia de Relatos salvajes, incendiaria de un paraíso burgués.

-Me encantó filmarla y me divertí mucho. Ya cuando lo leía decía “no te puedo creer”. ¿Y la torta? Se cae. ¿Y el ramo? Era como destruir la fantasía burguesa, literalmente.

Cuando el elenco se juntó en un bar, le preguntaste a Darín por Escenas de la vida conyugal. -Antes la hacía otra actriz [Valeria Bertuccelli], y cuando la dejaron de hacer las funciones estaban llenas. Le pregunté a Ricardo por qué no pensaron en un reemplazo. ¿”Y quién la reemplazaría?”, me dijo, y... [hace un gesto señalándose a sí misma]. Tenía muchas ganas de trabajar con él. Ahora en La Cordillera [de Santiago Mitre] también estamos los dos. Justo hoy le mandé un tango de Cuarteto Ricacosa, al que voy a ver a la noche. Y todo lo que pensaba que podía ser trabajar con él, lo superó.

En esa obra volvés a un cuestionamiento del matrimonio, con Bergman registrando las pasiones, las infidelidades y las culpas de esa dupla. ¿Cómo fue el proceso de la obra?

-Sí, hay una reiteración en eso. Por suerte ahora salí, y en casi todas soy lesbiana -la cosa es no entrar en lo mismo con un matrimonio igualitario...-. Una obra se arma todos los días. Es un texto que tiene tanta hondura, tanta conciencia del alma, que uno puede hacerlo de muchas formas. De repente al decirlo descubrís otra manera y se te abre un mundo. Es todo el tiempo así. Además, se trata de algo que los dos experimentamos de distintas maneras, la conciencia de esa convivencia diaria de la pareja, de cómo el amor se desarrolla en el tiempo, de que las cosas van cambiando, del desgaste. La gente más “moderna” dice que el texto atrasa, pero en verdad seguimos en la misma, seas la pareja que seas. Hay algo que tiene que ver con dos personas que se aman a través del tiempo, y cómo eso se va desarrollando en nuestro marco cultural. En cuanto al trabajo, los dos tenemos métodos distintos. Ricardo es capricorniano, necesita un esquema y un lugar donde bajar, y yo soy sagitariana, lo voy desarmando. A veces me mira y me dice “¿vas a cambiar otra vez?”.

Rotter dice que escribió el guion de La luz incipiente pensando en vos, y que lo que le atraía de algunos de tus personajes era el estado corrido de su eje, alterado.

-No sé, puede ser. Cualquier persona que pasa por un duelo no está muy en eje, hay algo que se corre por dejar de tener a una persona querida cerca. Y sobre todo si estás en un gran momento de amor, como le sucede al personaje de Luisa: hay algo que te desestabiliza. También, por otro lado, está la época [los años 60], y una forma de contar que tiene que ver con Ariel y que es muy purista; capaz que por ahí le venía bien esta locura.

Pero en la película también hay un estado ominoso y fantasmal que atraviesa la historia. Y mientras ese duelo marca el ritmo, ella está en trance.

-Sí, y también esa necesidad de morirse, y la imposibilidad de hacerlo por las nenas. Para mí también hay algo medio suicida, porque todo el tiempo están presentes las ganas de morir, de morir con él. Querer irse con esa persona es parte del duelo. Son distintos momentos del duelo, y esa imposibilidad de vivirlo plenamente. Esa cuestión social de siempre tener que responder de alguna manera, sin poder tomarse su tiempo. Sobre todo con la muerte, que no está dentro de ningún esquema. Es imposible que el mundo le dé ese espacio, pero lo necesita. Hay algo que necesita alojar ese dolor. En aquel tiempo era complicadísimo, y ahora también. A mí me hace acordar mucho a una época como la de la dictadura, y también a mis abuelos. Esta película me hace acordar mucho a mi abuela, a quien se le murió el marido y compartía lo de la casa cerrada, sin aire, sin poder salir, sin hablar fuerte. Viviendo eso de casi no poder respirar. En ella eso se da por haberse quedado en esa época. Y así es como lo viví.