Distendido, el argentino cuenta que esta actuación en Montevideo lo tiene muy expectante y nervioso por la “exigencia del público uruguayo”. Adelanta que pronto comenzará a trabajar y estudiar -además de continuar con la docencia teatral- una miniserie sobre un asesino serial: “Vamos a mezclar la astrología y los 12 signos del zodíaco con un asesino serial que va matando de acuerdo con cada signo para cumplir su venganza”, cuenta entusiasmado.

-Después de ocho años volvés al cine con El pampero. ¿Cómo fue el regreso?

-Fue muy bueno. Cuando pienso en el tiempo que pasó, en estos ocho años también tuve las experiencias de Tratame bien [2009, por la que obtuvo un Martín Fierro y un premio Clarín], El puntero [2009] y Farsantes [2013, 2014], y al realizar este tipo de producciones se extraña el cine un poco menos que antes. Hace años, había muchísima diferencia entre un programa de televisión y lo que se hacía en cine, pero hoy en día hasta las cámaras se empiezan a familiarizar. De hecho, en la película El pampero había muchos técnicos que ya conocía de otros programas televisivos donde había trabajado. Incluso ese rubro -que antes no se cruzaba- ha cambiado, de modo que vuelvo con una sensación que no es de tanta extrañeza como había imaginado. Pero, por supuesto, las películas tienen sus particularidades, y El pampero es un hermoso cuentito que acabo de terminar hace diez días. Como se filmó casi toda sobre un velero, casi te diría que todavía tengo el mareo encima.

-Con respecto a esto, ¿creés que la distancia entre el cine, el teatro y la televisión se va acortando?

-Salvo en el modo de producción, entiendo que los espacios en sí mismos no tienen por qué distinguirse: lo que difiere son las experiencias. He tenido buenas y malas experiencias en cine, y lo mismo me ha ocurrido en la televisión. Cuando decido hacer un trabajo en cualquiera de los tres medios, en mi manera de encararlo -independientemente de que la mecánica tal vez se diferencie y de que cada uno tenga sus particularidades- no percibo la diferenciación ni la sensación de desprestigio de un espacio frente al otro.

-Después de tanto tiempo se ha vuelto una buena anécdota la historia de cuando a los 18 años te echaron de tu primera tira diaria, a las dos semanas (Ser un hombre).

-Sí, y siempre digo que me hicieron mucho bien. Realmente había motivos para echarme, porque no daba pie con bola. Hacía un lío enorme con la metodología que utilizaba para trabajar, porque verdaderamente no tenía ninguna, me estaba formando. Pero siempre comento que eso nunca generó en mí un resentimiento; más bien me ocurrió lo contrario, porque estaba de acuerdo en que no estaba pudiendo resolver los problemas como correspondía. Entonces me prometí que iba a formarme de tal manera que iba a volver a la televisión e iba a poder remediar la mala ejecución de 40 años atrás. Y verdaderamente, cuando [Adrián] Suar me propuso hacer una tira como Farsantes -después de haber hecho Tratame bien y El puntero-, vino muy temeroso porque pensó que yo le iba a decir que no. Me acuerdo de que estaba en Mar del Plata con el espectáculo La cabra [2012], cuando fue Adrián un domingo y me dijo: “Yo te quiero proponer que hagas...”. Y en cuanto me lo dijo le respondí que sí. “¿Sí?”, me preguntó. Y yo no tenía la menor duda. Estaba en condiciones de dar mi tesis actoral. Porque hacer esta tira me lo plantee como una tesis de actuación. En el transcurso estuve muy contento por diversos motivos, pero uno de ellos fue que sentía que estaba pudiendo resolver lo que hacía 40 años, como actor, no había podido.

-¿Te referís a algo en particular del personaje o al proceso en general?

-No, tiene que ver con el asunto de las resoluciones del oficio que hoy por suerte estoy pudiendo tener; un oficio que hace 40 años no tenía. Justamente, me gustó volver al primer lugar donde empecé a ejercitar la actuación, que fue la tira. La gente cree que yo la consideraba un género menor; pero no sólo no era menor, sino que decidí hacer mi tesis en ese espacio. Así que fue una experiencia muy fructífera en muchos sentidos.

-Imagino que también fue muy intensa, por las horas diarias de trabajo que implicaba.

-Muy intensa, porque era todos los días. Además, yo me había propuesto no regalar una sola escena, o sea, no ceder en una sola escena, y mirá que fueron más o menos 1.200, porque se graba muchísimo. Me siento muy agradecido de haberlo podido hacer.

-Siguiendo con las tiras, en El puntero eras una suerte de antihéroe de una comunidad, capaz de cualquier cosa para ayudar a los vecinos, aunque cuando se quedaba con el dinero “negro” preguntaba: “¿Y qué querés que haga? De algo tengo que vivir”.

-Con El puntero tuve la suerte de poder construir el actor, por lo menos en lo que tiene que ver con mi rol. Planteé que quería construir un hombre que en verdad estuviera enamorado de una figurita de caudillo que hubiera visto en algún momento de su juventud, y cuya intención era verdaderamente de caudillaje positivo, digamos. Esto no significa que lo que él haga sea todo bueno. No creo que sea un hombre que se despierte en la mañana pensando “voy a hacer cosas feas”. Pero seguro es un hombre que cuando se acuesta dice “hoy tuve que hacer cosas feas”. Así fuimos llevando el rol hasta el punto en que él se vuelve loco, y la serie termina con él envuelto en un poncho -o una frazada del loquero, a manera de poncho-, con la barba larga, cantando el himno nacional, que es, en definitiva, lo que yo entendía que él vivía internamente al intentar ser un caudillo a la manera de los clásicos. Por eso era un personaje contradictorio. Pero no era un personaje simplemente corrupto, sino alguien que cometía actos de corrupción aunque con intenciones positivas.

-¿La figurita de caudillo lo redimía?

-No sé si lo redime, pero por lo menos yo tenía intención de no simplificar las cosas, suponiendo que un puntero es una persona administrativa que está dentro del poder y se aprovecha de sus vecinos para escalar. Prefiero pensar que los seres humanos tienen buenos proyectos pero en algún momento del kilometraje giran y empiezan a ir por una ruta equivocada. No creo que sea tan simple como que el hombre se despierte pensando “quiero hacer daño”. Si bien los hay, son los menos. Eso no los libera de la responsabilidad, pero una cosa es ser responsable y otra es que la sociedad crea que eso no es un ser humano, y que no encontremos aspectos entendibles -no digo aceptables ni perdonables-.

-Cuando recibiste el premio como mejor actor en Berlín -por El otro- te preguntaron si eso significaba un vuelco en tu carrera, pero vos respondiste que volcar sería catastrófico y que preferías “ir por la ruta”. ¿Lo extenderías a todos tus proyectos?

-Sí, porque un oficio también es un espacio donde uno ejerce sus principios. Y el ejercicio del principio es algo a lo que uno debe someterse, siempre y cuando la vocación haya sido un acto de elección. Yo tengo mucho afecto y agradecimiento por mi oficio, porque desde muy chico he establecido un compromiso con el ejercicio de un oficio, y de ser consecuente y responsable. Me he enamorado de ciertos principios y de ciertos autores y modelos, y en ese sentido he hecho también una suerte de juramente hipocrático, a la manera de un médico. Eso no significa que un paciente no se me muera, pero la intención es hacer el ejercicio de mi trabajo. En ese sentido te diría que soy inflexible e imperfecto, y me recuerdo constantemente mis principios y me someto a mis decisiones en relación con eso. Esto no implica que en mi carretera no haya pozos, baches, momentos más fáciles y otros más difíciles.

-En esa carretera, un punto importante fue Un oso rojo, y en su momento debieron convencerte para que aceptaras el papel.

-Cuando conocí a [Adrián] Caetano y leí el guion, advertí que no iba a poder hacer la película, porque mi naturaleza no iba a poder funcionar junto con Caetano, y realmente creía que él no estaba equivocado cuando en un principio lo que quería era un boxeador para ese papel. Estaba dudando. Como siempre digo, fueron un par de amigos que leyeron el guion y me dijeron: “Si vos no hacés la película nosotros no te hablamos más”. Decidí hacerla, y en ese transcurso comprendí muchas cuestiones. Entendí que yo tenía una materia prima sobre la que poder construir eso, y que verdaderamente, a veces creemos que nos conocemos simplemente porque tenemos miedo de los universos no conquistados de nosotros mismos. Pero esto no significa que uno no los tenga, sino que están en la oscuridad y a veces nos asustan.

-El Oso, en medio de la desesperanza y la crisis argentina, es un personaje construido a partir del minimalismo y de cierta sutileza, incluso frente a su hosquedad y su violencia. También Extraño, El custodio y El otro son películas signadas por el silencio.

-Tuve la suerte de hacer una trilogía acerca del silencio. El otro, El custodio y Extraño fueron películas protagonizadas por silencios totalmente diferentes. Estoy muy contento de haberlo podido hacer, porque creo que esos tres silencios comunican a quienes están en condiciones de escuchar el silencio y a los que tienen una relación con él. Los demás no la pasan bien. Son silencios que comunican experiencias y existencias, y comprensiones muy diferentes acerca de la vida. Así que para mí fue un lujo poder hacerlo, si bien después de haber terminado El otro dije, “bueno, Julio, basta. Hay que jugarse a una experiencia en la que la palabra se expanda”. E inmediatamente hice un espectáculo que se llamó Yo soy mi propia mujer, un unipersonal en el que hacía tres o cuatro personajes que no paraban de hablar.

-Hablando de teatro, has dicho que Red pone al actor en jaque.

-Porque es un gran material para dos actores -me acompaña Gerardo Otero, quien hace del asistente de Rothko-. Red es un espectáculo que tiene un texto hermosísimo, que si no está vivenciado, si no está transitado de una manera orgánica, en principio se puede volver académico o informativo. El papel de Rothko para cualquier actor es un regalo, pero para recibir ese regalo es necesario pasar algunas estaciones. Yo lo he vivido así en el transcurso de los ensayos y también al hacer las representaciones. Me he encontrado agradeciendo este material en este momento de mi vida, en el que como actor estoy pudiendo un poco más. Estoy comprendiendo un poco más algunas leyes que tienen que ver con el texto, donde tengo un poco más de vivencias y más entendimientos. Y además, porque me agarra en una edad en la que, si bien estoy lejos de preparar la partida, esa estación no está, como hace 20 años, inimaginablemente adelante. Soy pintor, soy artista plástico, y esto también me acerca mucho al material, porque los actores trabajamos mucho para comprender el oficio de encarnar el alma de un ser humano. Rothko en ese sentido es un buen material, con partes muy riesgosas, con textos largos que ponen a prueba lo que estás pudiendo o no.

-¿La reciente vuelta a la pintura se vincula con tu papel de Rothko?

-No se vincula con eso, pero sucedieron en un mismo año, y de alguna manera es inevitable darle al destino y a lo azaroso cierta cuota de misterio y de coincidencia. Porque realmente yo estaba estrenando y de manera paralela volviendo al taller a trabajar, después de un parate de seis años.

-¿Hay algo de Rothko en Julio Chávez?

-Hay algo, porque en principio si hay algo humano es la experiencia de Rothko, y yo soy un ser humano. Hay algo mío, algo tuyo, algo de tu padre y de tu abuelo, seguro. Creo que al espectador lo conmueve sobre todo que se trate de la vida de un ser humano que, como todos, llega al momento en que se pregunta sobre el sentido de la existencia. El planeta está lleno de tipos que han creído y han apostado, pero eso no los libera ni de la vejez ni de la muerte. Ni que hablar de un artista que quiere perpetuar su obra, cuando él mismo sabe que su obra va a tener que entrar en una zona no sé si de olvido, pero no de ser algo único. Y el artista, en este caso Rothko y su generación, han querido imprimir en la historia del arte un momento único. Ellos sí establecieron un momento único, pero único, durante un tiempo. Después vienen los otros únicos, los Andy Warhol, los Frank Stella, que también van a iniciar el mismo proceso, un ciclo que no se detiene nunca. Pero como buen humano, lo que quiere Rothko es que el tiempo se detenga en su momento, en ese que le toca vivir a él. Uno está de acuerdo con los ciclos de la vida, pero ¿en el mío no podremos hacer una excepción? El deseo de perpetuarse, de mantenerse, de no irse, es algo que Rothko comprende y padece mientras se entrega a la idea de declinar. Porque en su momento más alto como pintor, y cuando ya es reconocido y considerado el pope de la pintura estadounidense, en ese mismo momento, empieza a caer. Es en este punto que la obra toma a Rothko, ese proceso en el que se lo ve en su taller, se lo ve pintar de un modo cero académico, en el que sale absolutamente de la museología y la pretensión intelectual. El espectador, lejos de sentirse extraño -y a muchos les pasa-, cuando termina la obra se va a una librería a averiguar sobre su obra.

-Has dicho que durante la dictadura el trabajo actoral fue para vos como una isla en medio de la catástrofe nacional. Hoy en día, ¿en qué se ha convertido esa isla?

-Sigue siendo una isla, pero más grande. Por supuesto que está mucho menos amenazada que en ese momento tan fuerte, pero para mí el arte es uno de esos espacios que se convierten en una isla. Y realmente no tengo ningún interés de salirme de ella. ¿Podés creerlo?