Algunos pasan y otros se detienen. Cuando lo reconocen lo saludan, se acercan, lo abrazan. En el café del teatro Solís, Yamandú Marichal conversa con la diaria sobre una carrera que se ha extendido por más de 60 años: trabajó como crítico de cine y teatro en medios como El Día, BP Color, CX 30, Carve y los canales 5 y 10, manteniendo una insaciable avidez intelectual que, en más de una ocasión, logró desentrañar detalles esenciales que parecían haber dejado de sorprendernos. A sus 82 años, admite que termina “haciendo de todo” porque en la Asociación de Críticos de Teatro del Uruguay (ACTU) “falta gente”, y porque cree en el valor de lo comunitario. Entre las incontables personalidades que entrevistó, recuerda a Jorge Luis Borges (“era encantador, y cuando le hablabas de Uruguay era imparable. Me acuerdo de que vino a dar una conferencia maravillosa sobre el sueño”), Vivien Leigh (actriz protagonista de Lo que el viento se llevó) y figuras fundamentales del cine y el teatro, como el eterno Vittorio Gassman. Esta semana, Marichal será homenajeado por partida doble: el primer reconocimiento será hoy a las 19.00 en el Centro Cultural de España, en la ceremonia de premiación de la Asociación de Críticos de Cine, y el siguiente lo recibirá el domingo a las 20.00 en el Solís, cuando la ACTU entregue los Florencio, una distinción que él mismo propuso en los 60, y que este 2017 cumple 55 años.
–¿Cómo te acercaste al teatro?
–Iba a un colegio en el que se dedicaba mucho espacio al teatro, montábamos todo tipo de obras. Después, en el liceo también teníamos un profesor que nos incentivaba: si estudiábamos a Gustavo Adolfo Bécquer teníamos que recitarlo; si dábamos Don Quijote lo llevábamos a escena. Cuando se dio cuenta de que a mí eso me gustaba mucho, me pidió que fuera a ver una obra de la Comedia Nacional [Esta noche se recita improvisando, de Luigi Pirandello] para que escribiera en una revista mensual que tenía el liceo. Pero oficialmente a la primera obra me llevó mi padre: fue Rumbo al este hacia Cardiff, de Eugene O’Neill, en el viejo SODRE. Después, en la Facultad de Derecho, me escapaba para ver teatro en cualquier momento libre que tenía, y me colgaba del último piso para ver todo lo que podía. Porque tenía una vida de estudiante, con trabajos zafrales. Y en los 50 venía mucho teatro del exterior. De hecho, en esa época pasó por Montevideo todo el teatro europeo.
–¿Y a la crítica teatral?
–Tuve mucha suerte, porque un profesor iba a sacar el diario El Ciudadano, un amigo que conocía mi pasión me preguntó por qué no me postulaba para la página de teatro, y me aceptaron. En literatura estaban Arturo Sergio Visca y Domingo Bordoli [críticos y ensayistas de la generación del 45]. En cine estaba un jovencito muy simpático con el que nos hicimos muy amigos, y que no es otro que Jorge Abbondanza. Empezamos juntos. El primer día me dijeron que en el Solís debutaba [el actor italiano] Peppino de Filippo. Fui al espectáculo, muy nervioso, y cuando volví a casa escribí con la vieja Remington que tenía. Al otro día compré los diarios temprano para ver qué decían los críticos, y –aunque no compartiera su estilo, claro– no me había equivocado tanto. Era una época en la que se cubría todo, y se alternaba entre la previa, la crítica y los reportajes. Fue un momento muy efervescente. Había una parte del suplemento que dedicábamos al teatro nacional, y en esa época nunca sabías quién trabajaba si no tenías el programa, porque no sabés lo reacio a las fotos que era todo el teatro independiente. Decían “no, acá no hay divos. Y menos en el teatro independiente”. La primera que logré que se sacara fotos fue Beatriz Massons, y un tiempo después empezaron a aflojar.
–En esos años había un movimiento teatral que marcaba la agenda.
–Eso lo disfrutaba como loco, porque antes de ser crítico no podía pagar para ver los grandes espectáculos, y después iba a platea. Era el sueño del pibe: quería ver y aprender teatro. Me fui enganchando tanto que abandoné la facultad al tercer año. En verdad, nunca viví del periodismo –antes no se podía–, siempre he comido de otras cosas. Fui variando los empleos pero el periodismo se mantuvo; estos 60 años fueron ininterrumpidos.
–En paralelo, empezaste a interesarte en el cine.
–Veía cine desde chico, y en BP Color empecé a escribir muy tímidamente. Después, y durante un buen tiempo, llegamos a publicar dos críticas de la misma película. En CX 30 teníamos un programa con Manuel Martínez Carril los sábados y domingos, toda la tarde, con muchísima audiencia. Un día me llamaron de Carve para que hiciera críticas de cine, y por supuesto que acepté encantado. Desde ese momento estoy en la radio. La primera vez que me vinculé fue porque Rubén Castillo sabía de mi necesidad de trabajar, y me propuso que entrara a Sarandí a encargarme de la tarde del sábado –siempre estaba Solé relatando desde el estadio– y la noche del domingo.
–En un festival fuiste el encargado de presentar a la compañía teatral de Andrzej Wajda.
–Sí, hablé de la historia de Wajda y de lo que generó cuando llegaron sus películas a Uruguay. Hicieron un espectáculo inolvidable en la Rural del Prado, y eso que era una obra de dos horas y medias en polaco, una versión de Crimen y castigo. La verdad es que impactaban la magia, el encanto. La seducción.
–A los 20 años entraste a la ACTU, y poco después compartiste directiva con Ángel Rama. ¿Cómo era la convivencia?
–Cuando entré, al poco tiempo empecé a trabajar como secretario de actas. Y estar en una asociación en la que estaban Rama, Emir Rodríguez Monegal y Alejandro Peñasco te enseñaba muchísimo. Rama era un tipo muy abierto, y claro que muy severo como crítico. Después, cuando se exilió, perdí contacto. En aquel entonces había una medalla que daba la Casa del Teatro, y se me ocurrió que había que cambiar eso. Nos reunimos con Rama y le pareció muy bien la propuesta. Cuando me preguntó en qué pensaba, mi referencia más inmediata era el premio Oscar, por las categorías. Cuando me fui a casa, escribí los reglamentos y después los aprobaron. En el momento de pensar qué daríamos como premio, a mí se me había ocurrido una cabecita de Florencio –creí que era mejor sólo el nombre, sin el Sánchez–, y propusieron pedírsela a Eduardo Díaz Yepes. Cuando apareció con la estatuilla nos desorientó, porque nos imaginábamos un Florencio como el del Parque Rodó, pero fue un gran hallazgo. Después, durante las votaciones, las discusiones eran de un nivel altísimo, porque había gente increíble. Un día llegamos a tener una ceremonia de votación de hasta 12 horas, porque éramos 18, 20 jurados.
–Después, con la dictadura llegó el quiebre.
–Ahí tuvimos un impasse: en 1973 estábamos con todo pronto para hacer la ceremonia y la suspendieron. En 1980 llegó a Montevideo el francés André Camp, que era presidente de la Asociación Internacional de Críticos de Teatro, y cuando nos reunimos con él nos planteó que nos asociáramos a la UNESCO [en un intento de burlar la prohibición del gremio con el amparo de las Naciones Unidas]. La primera ceremonia que logramos hacer fue muy emocionante, porque había llegado China Zorrilla, que estaba prohibida. Estaba sentada en la platea pero no podíamos decirlo públicamente, y me acuerdo de que desde el escenario dijimos que había una señora a la que queríamos saludar especialmente, y cuando pedimos un aplauso se cayó el Solís. Fue brutal. Y los premiados fueron los grupos del teatro de la resistencia, que eran una maravilla. En 1985 hicimos elecciones y fui el primer presidente de la salida democrática.
–En la actualidad, ¿qué lugar creés que ocupan los Florencio?
–Conseguir aportes es cada vez más difícil, y tengo miedo de que desaparezcan. Sergio Mautone [actual director nacional de Cultura] dice que no debe morir, y anunció que además de los actuales apoyos de la Intendencia de Montevideo y del Ministerio de Educación y Cultura, este va a entregar a partir del año que viene un premio a la trayectoria. La premiación es algo que la gente ha discutido, y con razón. Algunos piensan que se instala una competencia, pero simplemente se trata de un reconocimiento a lo que nos da el teatro. Porque la tarea es esa, ver y disfrutar del teatro, de lo que estamos haciendo. Se puede estar en desacuerdo con una puesta, pero lo que se busca es comprender, analizar, reflexionar. Así como para el actor “el show debe continuar”, el crítico no debería tener hígado. Es valioso compartir esa postura, para intentar que nuestro estado no se le interponga al hecho artístico.