Las identidades de género y la salud han estado vinculadas desde siempre. A veces para aportar en la mejora de la calidad de vida de las personas. Otras veces, lamentablemente más de lo que quisiéramos, para patologizar los cuerpos y las identidades.

La identidad de género determina el vínculo que tenemos con la sociedad, las instituciones y el sistema. El mundo está medianamente hecho para las identidades cis, que son aquellas en las que coincide la identidad de género con el sexo que nos fue asignado al nacer por criterios biológicos. Para el caso de las identidades trans, aquellas en las que la identidad de género y el sexo de nacimiento difieren, la norma es la discriminación, y lo que tiene el sistema para ofrecer es expulsión.

No por nada son tantas las trayectorias educativas de personas trans que se ven coartadas. El sistema educativo no prevé mecanismos para respetar las identidades, algo tan básico como ser llamados por nuestro nombre o que el espacio de aula no sea terreno propicio para el bullying. Esto hace que muchas personas sean expulsadas de escuelas y liceos.

El sistema de salud también ha sido históricamente expulsivo con las personas trans. Patologizando desde siempre, los médicos hemos cargado sobre esos cuerpos distintos rótulos que poco aportan al acercamiento y la confianza de las personas que hacen uso de los servicios de salud. Como consecuencia, y producto de esta y de otras múltiples vulnerabilidades que atraviesa esta población, la esperanza de vida se sitúa entre los 35 y 40 años.

Parte del problema radica en la nomenclatura y la concepción que tenemos a la hora de abordar estas realidades. Para empezar, deberíamos cuestionarnos por qué estamos tan encaprichados desde la salud en ponerle un nombre a algo que no es una patología. Son identidades, no enfermedades.

Sin embargo, a contramano, la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10 ), que es la hoja de ruta que toma la medicina para clasificar las enfermedades en el mundo, sigue denominando la disforia de género como un “trastorno de identidad de género”. Llamarle así es suponer que estamos ante una alteración psíquica o mental.

Por otra parte, en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5), que es publicado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría y es altamente utilizado en el mundo y en Uruguay, si bien se quitó como enfermedad, se sigue tratando este tema como algo pasible a diagnosticar. En el intento por despatologizar el término aportaron aun más a la patologización, con movimientos en los últimos tiempos como el pasaje de la categoría de trastornos sexuales hacia una categoría propia, renombrada como “disforia de género”. Este mismo manual clasificaba hasta hace un tiempo a la homosexualidad como una enfermedad mental. La medicina al servicio de la criminalización de las identidades.

En la última década Uruguay ha desarrollado políticas públicas con acciones afirmativas para la población LGTBI. En particular las políticas de salud hacia la población trans han posicionado a Uruguay como una referencia internacional. Los equipos que trabajan en territorio desde esta perspectiva tienen claro que el camino es la despatologización. También saben que “la enfermedad” no está presente en aquellas personas que eligen vivir con la identidad que las representa, sino en aquellos que mediante los rótulos y la discriminación promueven el estigma y la violencia.

Los relatos de quienes acceden a estos servicios de salud son brutales. Las terapias basadas en la patología torturaban su sentir. Múltiples consultas con diversos profesionales sin ninguna visión integral, hospitales expulsivos, consultorios que buscan “curar tan extraña enfermedad”, “terapias de reconversión”. Un camino de soledad. La hegemonía médica marcando destinos. Familia, educación, salud, trabajo, constituyendo significantes de distancia.

En el marco de esta historia clínica de estigmas, en el Sindicato Médico del Uruguay se llevará adelante una charla denominada “Enfoque terapéutico de niños con disforia de género”. El responsable será el doctor estadounidense Paul Hruz, médico endocrinólogo pediatra.

“Si usted toma un varón y suprime su testosterona dándole estrógeno, desde el punto de vista biológico sigue siendo un hombre, un hombre feminizado en lugar de una mujer”, es una de las frases con las que este médico promociona sus conferencias sobre salud de población trans. También se cuestiona qué evidencia hay de que estamos haciendo un bien a estos individuos a largo plazo. Quizás la respuesta sea que exista un largo plazo de hecho para estas personas, que no vivan sumidas en violencias que las lleven a la muerte y que el suicidio no siga aumentando su prevalencia.

Los que habitamos estos territorios quedamos paralizados por el nombre de la charla y más aun por estos planteos grotescos que apuntan a violentar a niñas y niños. Emergen los recuerdos de múltiples relatos desgarradores que aparecen en la consulta en la voz de personas que cargaron desde muy temprana edad con la angustia de estar bajo el rótulo de “disforia de género”.

Recurrir a este invitado internacional para que nos cuente cómo diagnosticar y tratar lo no diagnosticable ni tratable no es acorde con la política de salud para personas trans que Uruguay está llevando adelante. No condice con la referencia que somos en este tema. Tampoco con el rol que deberíamos tener las personas que trabajamos en salud. ¿Tanto nos pesa que las personas hagan su propio recorrido identitario sin la carga de un diagnóstico patológico? ¿Tan lejos estamos de poder apoyar y acompañar sin interferir?

Poner en duda el derecho a una identidad saludable debe cuestionarnos e interpelarnos si queremos lo mejor para nuestros pacientes. Nuestros pacientes nos piden a gritos que dejemos de imponer. Los médicos tenemos que saber leer los múltiples indicadores que nos ilustran la vulnerabilidad extrema por la que atraviesa la salud de estas personas. La alta prevalencia de enfermedades, la corta esperanza de vida y los casos que llegan a las urgencias cuando ya es demasiado tarde dicen mucho sobre la realidad de la población trans y lo lejos que estamos como médicos de estar a la altura de las circunstancias.

Poder vivir de acuerdo a nuestra identidad es un derecho que debe estar libre de diagnósticos de terceros. Trabajamos con personas. En épocas de tanto manual de clasificación, tenemos que encarar más desde el territorio y menos desde el escritorio. El Sindicato Médico del Uruguay no debería abrir sus puertas a enfoques que vulneren los derechos de las niñas y los niños.

Este tipo de conferencias sólo aportan al estigma de los más vulnerados y están muy alejadas de los procesos comprometidos y desafiantes que llevan adelante las personas trans y los equipos de salud que acompañan sus trayectorias. No hay marcha atrás. Estas personas hoy confían en nuestro sistema de salud. No vamos a desarmar el camino recorrido desde la comunidad; los cimientos colectivos están fuertes.

Condenar a niñas y niños a crecer bajo la sombra de un diagnóstico de algo tan íntimo como es la identidad no es responsable, y mucho menos ético. ¿Estamos para aportar en la salud o en la enfermedad?

Daniel Turco Márquez | Médico, docente de la Facultad de Medicina.