El 26 de octubre, en una actividad organizada por la Universidad Ort, fue presentado el informe 2015-2016 del Ranking de Competitividad Global. Se trata de un reporte que regularmente publica el Foro Económico Mundial, fundación suiza que opera como think tank internacional y es conocida especialmente por su encuentro invernal anual, el llamado Foro de Davos.
El informe define la competitividad como el conjunto de instituciones, políticas y factores que afectan el nivel de productividad de un país y, en última instancia, el nivel de prosperidad que éste puede alcanzar. Los países son ordenados de acuerdo a 12 grandes dimensiones que refieren, entre otros, a aspectos como calidad institucional, infraestructura, estabilidad macroeconómica, educación, innovación, desarrollo financiero y funcionamiento eficiente de los mercados. Cada dimensión se define, a su vez, a partir de un conjunto de indicadores. Los países son ordenados de acuerdo con un índice global de competitividad, y en cada una de las dimensiones tomadas separadamente.
En la presentación del informe se indicó que Uruguay exhibió una leve mejoría, escalando siete posiciones respecto de la medición previa, pero ubicándose a mitad de tabla (73 entre 140 países). Particular atención recibió el mal posicionamiento del país en la dimensión “eficiencia del mercado laboral”, en la que Uruguay se ubicó en el lugar 128. Para entender qué significa esta dimensión no hay más remedio que hurgar con cierto detalle en la caja negra del índice. ¿Cuáles son los indicadores que se consideran en esta dimensión? Son diez: carácter cooperativo-confrontativo de las relaciones laborales, grado de flexibilidad en la fijación salarial, grado de flexibilidad para contratar y despedir trabajadores, costos de despido, efectos de los impuestos sobre incentivos a trabajar, relación entre salarios y productividad, profesionalidad de cargos gerenciales, capacidad de retener talentos, capacidad de atraer talentos, y participación laboral de las mujeres.
De los diez indicadores, ocho se obtienen de una encuesta con preguntas subjetivas a gerentes y dueños de empresas, quienes opinan sobre cada indicador en una escala de 1 a 7. El ultimo informe de Uruguay se basa en 99 respuestas.
El efectismo es el principal encanto de los rankings, y éste no es la excepción. Pero el tratamiento de la dimensión laboral merece varias consideraciones. Primero: cuando se pone el foco en el Top 15 de esta dimensión -o sea, en los 15 países que supuestamente están haciendo mejor las cosas en materia de eficiencia del mercado laboral-, el resultado es desconcertante. Es un club muy variado que abarca, entre otros, a países anglosajones (Estados Unidos y Reino Unido) y países escandinavos (Noruega y Dinamarca), que en muchos casos son el agua y el aceite en materia de instituciones laborales. También hay lugar para curiosidades: entre los 15 primeros se cuelan Ruanda y monarquías como Emiratos Árabes y Qatar, que acumula denuncias por condiciones esclavistas de producción y donde hasta hace poco tiempo los sindicatos eran considerados organizaciones ilegales. ¡Gran flexibilidad!
En definitiva, las opiniones de los empresarios parecen compatibles con configuraciones institucionales y realidades de los mercados laborales muy diferentes. El ranking tiene un uso muy limitado en cuanto indicación de en qué dirección deberíamos reformar. No queda claro a quién deberíamos emular.
Por otro lado, en el Top 15 del Índice Global de Competitividad se meten cuatro países nórdicos (Finlandia, Dinamarca, Suecia y Noruega), además de Alemania y Holanda. Estos países presentan algunas diferencias en cuanto al funcionamiento de sus mercados laborales. Por ejemplo, Dinamarca se caracteriza por una alta flexibilidad en cuanto a la contratación y despido de trabajadores en comparación con el resto. Sin embargo, presentan similitudes muy marcadas: todos tienen negociación salarial centralizada por rama, región e incluso experiencias de fijación salarial centralizada a nivel nacional. Asimismo, tanto en Alemania como en los países escandinavos, las empresas deben conformar sus directorios con representantes de los empleados. La implementación del mecanismo está sujeta a distintas variantes, pero el concepto es siempre el mismo: la propiedad de una empresa no confiere derechos de control absolutos sobre la gestión, que debe ser compartida con los empleados. Finalmente, en todos los países mencionados la ley impone a las empresas la obligación de instalar “consejos de empresa” con representantes empresarial y de los trabajadores. Mientras que los esquemas de participación en los directorios aseguran el involucramiento de los empleados en decisiones estratégicas de inversión, incorporación de tecnología y planes de reorganización, estas comisiones buscan asegurar un flujo fluido de información y consulta con los empleados en aspectos vinculados al empleo, los horarios de trabajo y la información financiera del establecimiento.
Alguien podría argumentar que estos países tienen una buena figuración global en materia de competitividad, a pesar de tener las instituciones laborales que tienen, porque puntúan bien en otras dimensiones. Pero cómo separar unas dimensiones de otras. ¿Podrían estos países, por ejemplo, tener tan buena figuración en materia de innovación si sus instituciones laborales fueran tan disfuncionales?
El tratamiento de los aspectos laborales ha resultado controvertido en otros rankings similares. Por ejemplo, una evaluación independiente de Doing Business, un ranking de países sobre la “facilidad para hacer negocios” que elabora el Banco Mundial desde 2004, desnudó serios problemas conceptuales del ranking, que sesgadamente enfatiza los costos de la regulación pero no sus potenciales beneficios. En general, el mejor de los mundos para Doing Business es aquel en el que hay menor cantidad de regulaciones. La calidad de las regulaciones no importa. En respuesta a estas evaluaciones, el Banco Mundial decidió remover del ranking el capítulo de regulación del mercado laboral y presentar dicha información separadamente. Otros cambios apuntaron a ampliar el set de indicadores analizados, incluyendo aspectos relativos a la calidad del empleo y a guardar suficiente consistencia con las convenciones de la Organización Internacional del Trabajo. El nuevo enfoque termina por reconocer que la existencia de menores regulaciones laborales no constituye un factor que de por sí deba asociarse con la facilidad para hacer negocios en un país.
Los economistas han mostrado en general cierto escepticismo respecto de la utilidad de preguntas subjetivas, como las que utiliza el índice de competitividad del Foro Económico Mundial. Existen numerosos sesgos en la forma en que los individuos responden a este tipo de preguntas. Dichos sesgos pueden ser diferentes para informantes de distintos países, e incluso la propia interpretación de las preguntas puede variar según el contexto. Resulta llamativo que un índice de este tipo descanse tan fuertemente en este tipo de preguntas.
Los rankings internacionales de países son parecidos al alcohol, las drogas, o, como ahora también sabemos, a la carne. Consumidos con moderación, proporcionan una experiencia placentera. En este caso, la de reducir un fenómeno complejo a un indicador de sencilla lectura y que habilita a realizar comparaciones. Sin embargo, su consumo excesivo, y, sobre todo, acrítico, puede resultar extremadamente dañino, particularmente cuando los rankings se utilizan para prescribir aquello que supuestamente deberíamos hacer.
Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y personas.