Fue liberado el 10 de marzo de 1985, cuando el nuevo gobierno decretó la amnistía para todos los presos políticos. A partir de entonces, publicó el policial -escrito en prisión- El 10% de tu vida (1986); La cifra anónima (1988), volumen de cuentos, también escrito durante su reclusión, que recibió el premio Casa de las Américas; Round trip. Viaje regresivo (1998) y, entre otras, El séptimo año (2011), novela que fue una de las seis finalistas al premio Dashiell Hammett. En 2005, Conteris escribió la obra Onetti en el espejo, en la que Walter Reyno protagonizó uno de los últimos grandes papeles de su vida.
-¿Continuás definiéndote como escritor, dramaturgo y militante?
-Sí; aunque ahora la militancia sea un poquito más discreta, siempre han ido juntos en mi vida. Incluso antes de vincularme con el MLN [Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros], siempre había militado en el Partido Socialista. Y además, como a lo largo de muchos años desarrollé la actividad periodística en Marcha, eso también contribuyó a la militancia política.
-Si bien en Marcha colaborabas con la sección cultural, tus trabajos principales se centraron en lo político.
-Realicé muchas notas políticas. Por ejemplo, una de las más recordadas fue la que le hice a Juan Bosch el día en el que se produjo un golpe de Estado en República Dominicana. Él me recibió de pijama y robe de chambre en su casa, mientras era vigilado por un cuerpo especial que lo protegía porque estaba amenazado de muerte. Para mí fue toda una odisea, e incluso a la salida nos dispararon unos tiros, y etcétera. Además, toda la diplomacia se había ido del país porque se esperaba el golpe de Estado con la colaboración de Estados Unidos, que prácticamente había ocupado el país. En esta larga entrevista, él [Bosch] desarrolló por primera vez su enfoque sobre la política norteamericana que llama el pentagonismo, sobre lo que luego escribió un libro [El pentagonismo: sustituto del imperialismo, 1966]. Como al día siguiente yo ya volaba del país, me pidió que difundiera la entrevista y explicara la situación que se estaba viviendo allí, ya que él no sabía si seguiría vivo al día siguiente.
-¿Cómo te vinculás al MLN, en 1968?
-Volví a Uruguay en 1967. Al tiempo, recibí una mención en Casa de las Américas por El asesinato de Malcolm X [escrita en 1968 y estrenada en 1969]. Participé en ese congreso cultural y luego me pidieron que me quedara para ser jurado del premio de teatro. Como ya había establecido contacto con el MLN, pedí quedarme un tiempo más para recibir instrucción militar. El congreso estaba dividido en varias secciones temáticas. En la misma sección -presidida por Julio Cortázar- estábamos junto a Mario Benedetti, Idea Vilariño y Manuel Claps. Allí conocí a Arlette Elkaïm, la hija adoptiva argelina de [Jean-Paul] Sartre, con quien establecimos contacto. Como en aquel momento no se podía viajar a ningún país latinoamericano desde Cuba, y había que hacerlo vía Europa, me invitó a quedarme en su casa en París. Finalmente fui, y allí conocí a Simone de Beauvoir y a Sartre, quien en ese momento llevaba una vida política muy activa, ya que eran los inicios de lo que luego fue la revolución del 68.
-Ese contacto también sirvió para la comunicación entre Cuba y el MLN.
-Querían establecer contacto con el MLN, pero no querían enviar las cartas ni el material directamente desde Cuba, ya que como era la época de [Jorge] Pacheco Areco no habrían pasado el correo. Por eso me solicitaron un contacto intermedio, y Elkaïm era quien cambiaba las estampillas y lo enviaba como si fuera desde Francia.
-¿En qué consistía el entrenamiento militar cubano?
-En el manejo de armas cortas y armas largas, ya que nunca había tenido una en mis manos. También en maniobras defensivas individuales, por ejemplo: si eras atacado, cómo debías reaccionar. Cuando comienzan a llegarme las correspondencias de Cuba vía Francia, mi contacto con el MLN fue Mauricio Rosencof. Entonces les expliqué todo lo que había recibido de Cuba.
-Por esos años se estrenó Malcolm X en El Galpón (1969). ¿Cómo recordás el proceso?
-Cuando me fui becado a París -en 1966- llevaba una recomendación para que me presentara en una oficina con becas para los que nos dedicábamos a lo teatral. Ahí conocí a un director de teatro marroquí al que le interesaba mucho América Latina. En ese momento acababa de salir la autobiografía de Malcolm X, y me entusiasmó. Se lo propuse y le encantó. Ahí comenzamos a trabajar. Quien estuvo en el grupo fue Villanueva Cosse, que en ese entonces estaba haciendo cursos de mimo con [Jacques] Lecoq.
-Entre las varias actuaciones estuvo el Negro Ruben Rada.
-Ésa fue la primera vez que subió a un escenario de teatro, y tuvo una participación extraordinaria. Gran parte del éxito de la pieza se debió a Federico García Vigil. Él compuso la música y creó una orquesta de jazz que tocaba en vivo durante la pieza. Además, aportó una serie de ideas a la puesta en escena que fueron muy buenas, y trajo al Negro Rada, a quien yo no conocía. El gobierno de Pacheco Areco nos entregó el premio del Ministerio de Educación y Cultura a la mejor obra de autor nacional, además del Florencio.
-Si bien continuaste con la militancia política, en 1970 te desvinculaste del brazo armado.
-Más bien me desvincularon. Yo estaba en el grupo que dirigía [Henry] Engler. En ese momento, cuando cae todo el ejecutivo, comienzan una serie de acciones, como la bomba en el bowling de Carrasco, por la que incluso murió el compañero que la había puesto. Algunos la consideramos una fase terrorista, e incluso se dio la fragmentación en lo que se llamó la microfacción. Cuando al grupo de Engler, en el que yo participaba, le propusieron volar la torre de la radio Ariel, a mí me pareció una acción totalmente estúpida, ya que no nos conducía a nada. Un día vino Engler -el grupo se reunía en mi apartamento- y me planteó esa acción. Le respondí que no participaría, al menos que se discutiera con el ejecutivo la línea que se estaba tomando. Habíamos quedado en reunirnos a las 20.00 para concretarla, pero no vino nadie: me había quedado solo. Ya había participado en el secuestro de [Aloysio] Dias Gomide, y como precaución, ya que se suponía que iba a haber una movilización, me trajeron al apartamento todas las armas que tenía nuestro grupo. Se había hecho un berretín un poco obvio, ya que las escondimos en un puff, y por eso las cambié a un placard donde guardaba la ropa sucia. Cuando se produjo lo de la radio Ariel, quedé desconectado. Uno o dos días después llegué a casa y me encontré con todo dado vuelta. Se habían llevado cosas. El único que tenía las llaves de mi apartamento era [Héctor] Amodio Pérez, y las probabilidades de que fuera él eran demasiado altas. Pedí una reunión con Engler y le conté que se habían llevado la máquina de escribir y muchísimas cosas, pero él me lo negó y me dijo que había sido la Policía. El tema es que al lado de mi cama mi compañera había dejado unos anillos, y estaban intactos, pero unas pantuflas que me había comprado en Estados Unidos, y que cada vez que se quedaba el Negro Amodio las usaba, habían desaparecido, aparte de la cámara fotográfica y otras cosas. ¿Quién se lleva unas pantuflas? Sólo admitieron que podía ser él cuando fueron a buscar las armas y no las encontraron (porque las había cambiado al placard). Entonces me separé definitivamente...
-En su segunda carta, Amodio Pérez te citó como referencia, recordando una entrevista en la que te referías a tus experiencias con LSD en Estados Unidos. ¿Te sorprendió?
-Hay un pequeño error: yo nunca probé el LSD, pero resulta que tuve un afiche con un gato psicodélico, que probablemente era la pintura que hacían los hippies cuando estaban bajo sus efectos. Entonces les conté que ese gato medio monstruoso seguramente había sido pintado bajo los efectos del LSD. No me sorprendió del todo, porque era cierto. Y además, Amodio había pasado tanto tiempo en mi casa y me había afanado tantas cosas... Ya se veía que era un traidor en potencia, porque le daba muchísima importancia a su interés personal: iba a hacer cualquier cosa con tal de salvar su pellejo. Recuerdo que un programa de Esta boca es mía estaba dedicado a él. La pregunta que hacía Victoria Rodríguez era: “¿Fue traición o supervivencia?”. Hugo Fontana, uno de los invitados, dijo que fue supervivencia. Llamé al programa, expliqué quién era y pedí para hablar con ella para decirle que la pregunta estaba muy mal planteada, ya que el traidor elige la supervivencia, y por eso se constituye en un traidor. No hay dicotomía entre ambas.
-Cuando te distanciaste del MLN decidiste volver a Francia.
-El 70 fue uno de los años más caóticos de Uruguay. Las clases de los liceos y las universidades se suspendieron en agosto. De pronto, me quedé sin clases y sin el MLN... Me fui en barco a Francia escribiendo mi tesis sobre la sociología de la nueva novela latinoamericana [del boom], y volví en 1974.
-Dos años después, a la editorial Arca le confiscaron todos tus libros y comenzaron a buscarte. Muchos son los que recuerdan la trágica escena de cuando te obligaron a bajarte de un avión.
-El ayudante de [Ángel] Rama me llamó para avisarme que las Fuerzas Conjuntas se habían llevado todos mis libros. Los primeros años no podían probar nada en mi contra. En 1975 me interrogó a cara descubierta un tipo que se hacía llamar Alen Castro, que interrogaba fundamentalmente a los intelectuales, ya que él decía conocer todo lo que habían hecho los escritores, actores, etcétera; a los demás se los dejaba a la Policía. Después, uno de mis ex compañeros del grupo, convencido de que me había ido del país, dio mi nombre bajo tortura. Es algo por lo que no se culpa a nadie, pero él estaba convencido de que yo no estaba acá. Cada viaje que hacía me lo vigilaban, y pensaban que oficiaba como un correo encargado de llevar noticias de lo que sucedía. Y efectivamente, en 1976, me agarraron volviendo de un viaje. Por imprudencia los organizadores de la reunión a la que iba -Conferencia Mundial por la Paz, en Lima-, enviaron un telegrama abierto que indicaba mi viaje, para participar en esta conferencia contra la guerra de Vietnam. Me dejaron salir y pensaron que no iba a volver -esto me lo dijeron después-, pero como todavía no tenían ninguna información del MLN no les importó. Cuando volví, a mi compañera la habían interrogado durante nueve horas. Así como había venido, con la misma valija, volví al aeropuerto. Cuando ya estaba arriba del avión, una azafata, asustada, me dijo: “Señor Conteris, tiene que presentarse con los documentos”. Me llevaron a la Policía y me interrogó Fontana, cantándome todas mis actividades. A los dos días me llevaron al Infierno Grande (el Batallón 13 de Artillería, según creo) y vino lo peor; me dieron 15 años y cinco de seguridad. Cuando me llevaron al Ejército encapuchado, escuché una voz que me decía textualmente -porque de eso no me olvido-: “Perdiste tu estatus, Hiber Conteris”. En seguida le pregunté: “¿Alen Castro?”, porque reconocí la voz, y se fue enojado, negándolo. Era un tipo nefasto, muy informado; de mí sabía absolutamente todo. Estuve incomunicado por tres meses hasta que me pasaron al juez. En ese momento estaba solo en un calabozo y me pasaron al 4º de Caballería, donde estábamos en unos viejos vagones de ferrocarril. Pero ahí la situación mejoró, porque cuando estaba incomunicado me daban dos palizas diarias porque sí, ya que yo tenía todo firmado.
-¿En esos momentos era cuando recitabas La Ilíada en verso?
-La segunda Dolonía. Fue lo que me salvó de la locura. Escribía mentalmente 162 estrofas de cuatro versos endecasílabos. En el cuartel estuve tres años, y en 1980 me pasaron al penal de Libertad por cinco años más. Las condiciones ahí eran mejores, pero también sabías que era más definitivo. Lo del cuartel te parecía que en cualquier momento se podía acabar.
-¿Escribir fue la única estrategia posible de supervivencia?
-Sí, sin duda. Por lo menos para evitar la locura. En el caso de la Dolonía segunda, sin ninguna duda. Porque te digo: a mí me daban unas palizas brutales y yo estaba pensando cómo rimaba el cuarto verso. Me había ausentado totalmente.
-En el penal ocurrieron cosas curiosas. Una de ellas fue que tus libros estaban en la biblioteca.
-Me acuerdo de cuando le serví el rancho a un chico recién llegado y le dije: “Aunque sea una ironía, bienvenido al penal, yo soy Fulano de Tal”. Entonces fue al fondo y me mostró que estaba leyendo El nadador.
-También tuviste un programa de difusión de jazz. ¿Cómo fue eso?
-Había un equipo al que le permitían formar una especie de radio en la que transmitíamos noticias por la red de altoparlantes que rodeaba el penal. Confeccionábamos un boletín con recortes de diarios previamente censurados. Pero además teníamos tres tipos de audiciones de música: tango, a cargo del Cristo, Miguel Ángel Olivera, un gran poeta que sabe muchísimo del género; música clásica, por el famoso pianista Miguel Ángel Estrella, que había tocado para la reina de Inglaterra; y un programa de jazz, dirigido por mí. Hay una anécdota de Miguel Ángel Estrella que es formidable: cuando la reina de Inglaterra, para la que él había tocado, se enteró de que estaba preso y que estaba perdiendo la digitación, solicitó por intermedio de la UNESCO hacerle llegar un teclado mudo para que pudiera practicar. Entonces de noche él se sentaba en el inodoro de la pieza y se imaginaba una partitura cualquiera y la tocaba. Un día el soldado que custodiaba abrió la celda y le preguntó qué estaba haciendo. “Estoy tocando el piano”, le respondió. “Pero eso no suena, no es un piano”, le dijo el soldado. Pero Miguel Ángel le dijo: “Yo lo oigo”. Le preguntó si le habían permitido entrarlo y él le confirmó que estaba autorizado. “Pero, ¿quién se lo mandó?”, siguió el custodia, y él le respondió: “La reina de Inglaterra”.
-La leyenda cuenta que el homenaje a Raymond Chandler, El 10% de tu vida, lo escribiste a partir de una apuesta con Miguel Ángel Olivera.
-Exactamente. Con el Cristo, cuando compartíamos celda. Yo comencé a leer novelas policiales por influencia de él. En la biblioteca nos permitían pedir dos libros por semana a cada uno, así que yo leía los de él y él los míos. Ahí comenzó una suerte de discusión sobre el carácter especial que tenía la novela policial y por qué atrapaba a los lectores. “Si yo quisiera escribir una novela policial, lo haría”, le dije. Ahí comenzó la apuesta, que fue por una caja de cigarrillos.
-En esa época ya habías publicado Cono sur y Virginia in Flashback. Algo de la línea narrativa de esa época se encuentra en tu obra posterior, como en Round Trip, esa suerte de viaje interior del protagonista que a veces cruza varios géneros, como el ensayístico.
-Sí. Incluso en Virginia in Flashback hay mucha digresión política. Lo ensayístico está más desarrollado en unas que en otras. En Round Trip está, sobre todo, cuando en un capítulo [Franz] Kafka comienza a hablar de la literatura universal, y también en Oscura memoria del sur [novela de 2002 en la que escribe por primera vez sobre su experiencia en la prisión y la tortura].
-Volviendo a lo anterior: ¿cómo vivían ustedes la proximidad de la democracia?
-En parte, gracias a los discursos de Wilson, en los que anunciaba que vendría a Uruguay, nos imaginábamos cierta apertura. Me acuerdo de que el día de la salida, en el segundo piso estaban cantando “Cielito de los tupamaros” mientras íbamos saliendo, por orden alfabético. Cuando bajé las escaleras y vi a los milicos, las caras de los oficiales, sobre todo las de los alféreces, eran increíbles. Los más jóvenes eran los que menos lo aceptaban. A los sargentos no les importaba nada: estaban cansados de estar en el penal. Yo no sabía quién me iba a estar esperando, ya que mi ex mujer estaba en el exterior con mi hijo, y mi otra hija era una niña de nueve años. El primero que me recibió fue [José Germán] Araújo. Quien me había ido a esperar era el pastor de la iglesia metodista que me había visitado mucho tiempo.
-Tu familia se vinculó con los metodistas cuando vino al Cerro desde Paysandú.
-Cuando yo tenía dos años mi padre se vino a trabajar al Swift, uno de los grandes frigoríficos del Cerro. En el templo metodista tenían un jardín de infantes. Mis padres me mandaron a ese preescolar, pero la que realmente se identificó con la religión fue mi hermana mayor.
-Aunque después también estudiaste en un seminario metodista porteño.
-Cuando estaba en el liceo jugaba al fútbol en las divisiones inferiores de Rampla Juniors. En determinado momento me pasaron de la cuarta división a la tercera, y como Rampla no era uno de los grandes equipos como para pagar muy bien, nos ofrecía un empleo. En ese entonces estaba en tercero de liceo, pero faltaba mucho y estaba por perder el año. Rampla me comentó que podía conseguirme un trabajo en un banco, pero que debía estudiar dactilografía, contabilidad e inglés. Hablé con mi madre, que era la que más se preocupaba, y le comenté que iba a abandonar el liceo, jugar en Rampla y trabajar en un banco. Ella estuvo de acuerdo, pero mi hermana, que había dejado de estudiar para que yo pudiera hacerlo -ya que no podían mantenernos a los dos-, se escandalizó. Fue a hablar con el pastor de la iglesia, que era un tipo excepcional, con una conciencia social increíble, y uno de los hombres que más me inspiraron en la vida. Él me llamó, me comentó que mi hermana había hablado con él y me convenció de que el fútbol no me iba a convertir en una estrella. Le expliqué cuál era la situación en casa, y él ofreció mandarme a un colegio metodista que estaba en Ramos Mejía, y que tenía un internado masculino. Ahí terminé lo que se llamaba el Colegio Nacional, que fueron dos de los mejores años de mi vida, y al regresar a mi casa se volvía a presentar la misma situación inicial. En ese momento me ofreció ir a un seminario en Buenos Aires casi en las mismas condiciones. Como ya me había empezado a interesar por la filosofía, tomaba unos cursos en el seminario de teología e historia de la iglesia protestante, pero también hacía la Facultad de Filosofía y Letras, de forma simultánea. Cuando me gradué en las dos instituciones me vine a Montevideo e hice la Facultad de Humanidades [y Ciencias], cuando todavía no existía la Licenciatura [en Letras].
-Después hiciste el doctorado en Francia, con personalidades como Roland Barthes y Lucien Goldmann. ¿Qué recordás de esa época?
-Mi director de tesis fue Lucien Goldmann, y con Barthes hice semiótica y semiología. El año pasado di un curso sobre teatro comparado en la maestría [de Teoría e Historia del Teatro en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación], para el que vinieron 15 estudiantes de la maestría de Literatura Latinoamericana, ya que expuse toda la teoría del estructuralismo genético de Goldmann, que les encantó. Tanto, que terminaron solicitándome otro curso. En aquella época Barthes me impactó muchísimo. Creo que no hubo otra época en Francia en la que hubiera una constelación así de intelectuales. Cuando llegué, en 1966, [Michel] Foucault acababa de publicar Las palabras y las cosas, Sartre estaba muy activo, además de Goldmann, Barthes, [Claude] Lévi-Strauss.
-Imagino que esta etapa fue fundamental para cuando dictaste cátedra de Literatura Latinoamericana en Estados Unidos.
-Como me nombraron miembro de Amnistía Internacional me invitaron a un congreso y a una gira por varios países. Me había ido en mayo, y el 2 de agosto me anunciaron la muerte de mi hijo [en la guerrilla de Nicaragua]. Me fui a Nicaragua, pero llegué tarde al funeral porque no tenía visa. Como mi hijo había muerto en un enfrentamiento con los contras, financiado por el gobierno de [Ronald] Reagan, no quise volver y me vine a Montevideo. Ése fue el período más crítico de mi vida: tuve que hacer terapia, tratamiento psicoterapéutico, no tenía trabajo ni dónde vivir. Entre un suicidio real o un suicidio simbólico, acepté la invitación para dictar un seminario en Estados Unidos, donde me quedé hasta 2006.
-¿Y ahora? ¿Qué estás escribiendo?
-Mis desmemorias.