Teoría de la justicia es la obra de filosofía política más importante del siglo XX. El campo de la ética se modificó radicalmente a partir de su publicación, entre otras razones porque la reflexión filosófica se volvió a orientar hacia la forma en la que deben organizarse las instituciones sociales. Sin embargo, la influencia de la justicia como equidad –así denomina Rawls a su teoría– en partidos y movimientos políticos continúa siendo escasa.
Una de las razones que puede haber contribuido a esta situación es que Rawls fue un académico alejado de la militancia política. No tuvo un involucramiento político notorio, aunque se conoce su oposición a la guerra de Vietnam. Tampoco era una celebridad, como es usual entre algunos filósofos contemporáneos (su voz puede ser oída solamente en una clase mal grabada). Además, era tímido y tenía problemas de dicción.
Fue conocido y admirado por su humildad. No hay pensador que, aunque sea al criticarlo, no reconozca a la vez la grandeza de su persona y su obra. Rawls era capaz de tapar con su altura la luz que entraba en una ventana molestando a un disertante, de ayudar a la familia de un colega fallecido, de deletrear su nombre ante un profesor y admirador suyo recién llegado a la universidad.
Tuvo un momento de cierta notoriedad cuando recibió la National Humanities Medal de manos de Bill Clinton, aunque en realidad no fue él quien estuvo en la ceremonia sino su esposa Margaret, Mard, a quien se dedica la monumental Teoría de la justicia. Ese libro escrito para continuar la conversación con sus amigos, que terminó siendo traducido a más de 24 idiomas. La supuesta influencia en Clinton, asociada a la denominada “tercera vía”, quizás pueda explicar en parte por qué el nombre de Rawls ha quedado erróneamente asociado para muchos al estado de bienestar.
Rawls concibió su propia teoría como una guía para el diseño de las instituciones de una sociedad justa. Estas instituciones condicionan nuestra forma de ser, nuestras expectativas y son las encargadas de distribuir las cargas y beneficios que nos tocan como participantes de la cooperación social. Rawls sostiene que una sociedad justa debe cumplir con tres principios: un esquema igual de libertades básicas para todos, una igualdad equitativa de oportunidades y la prioridad de los más desaventajados de la sociedad en la distribución de la riqueza y el ingreso. Entonces, nuestra pregunta es: ¿qué conjunto de instituciones cumplen con esos principios de la justicia?
Rawls identifica cinco grandes formas de organizar las instituciones: el capitalismo laissez faire o neoliberal, el socialismo de economía planificada, el estado de bienestar, el socialismo liberal y la democracia de propietarios. Una sociedad justa es compatible con sólo dos de estos regímenes sociales y económicos, afirma Rawls en la última obra publicada antes de su muerte:1 el socialismo liberal y la democracia de propietarios.
Ni neoliberalismo, ni socialismo estatal, ni estado de bienestar
Rawls afirma tajantemente que la justicia no es compatible ni con el liberalismo laissez faire, ni con el socialismo con economía planificada. La prioridad de la justicia es garantizar iguales derechos civiles y políticos para todos; el liberalismo laissez faire (neoliberalismo o liberalismo libertario, en este punto es indistinto) y el socialismo de economía planificada no cumplen con este primer requisito.
El liberalismo no igualitario no satisface ninguno de los principios de la justicia, ya que no evita que los más poderosos influyan en las políticas y los gobiernos, haciendo donaciones en campaña o comprando medios de comunicación. De esta forma, no garantiza el igual valor de las libertades políticas (como el derecho al voto, presentarse como candidato o asociarse para influir en la legislación). Tampoco garantiza la igualdad de oportunidades, el acceso a la salud y a la educación. Asimismo, un régimen institucional neoliberal no asegura que las diferencias de riqueza e ingreso favorezcan a los más desaventajados, ya que el Estado, piensan sus defensores, no debe intervenir para compensar las desigualdades arbitrarias provocadas por distintas capacidades o talentos naturales y por las circunstancias de crianza.
La justicia es incompatible con el socialismo de Estado con economía planificada, porque estos regímenes institucionales concentran el poder económico y político en las mismas manos y de esa forma violan la igualdad de derechos políticos. Los socialismos de partido único violan el derecho de elegir a los gobernantes e impiden que los ciudadanos se asocien libremente. Además, las economías planificadas no permiten que las personas elijan libremente su trabajo.
Dado que una sociedad justa debe evitar los extremos del capitalismo salvaje y el socialismo autoritario, entonces se ha concluido que Rawls debe defender al tercero en discordia, el estado de bienestar. En este sentido, Rawls sería entonces lo que Hegel fue para el Imperio Prusiano, es decir, el intelectual que viene a darle la bendición al sistema vigente. Sin embargo, Rawls cree que el estado de bienestar no cumple tampoco con los requerimientos de la justicia, ya que permite una concentración de poder económico que fácilmente puede transformarse en poder político, con donaciones a las campañas, con amenazas de provocar desempleo, con las puertas giratorias, etcétera. Además, la asistencia del estado de bienestar genera que los asistidos dependan del Estado, dejándolos así vulnerables: “esta subclase se siente excluida y no participa de la cultura política pública”.2
Las críticas de Rawls parecen haber anticipado los problemas que ha enfrentado crecientemente el estado de bienestar: por un lado, existen grupos extremadamente ricos que tienen una incidencia desmedida en las decisiones políticas; por otro lado, los más desaventajados de la sociedad son siempre sospechados de no colaborar y vulnerables ante la amenaza de que se les retiren los “beneficios”.
Una sociedad justa es compatible con sólo dos de estos regímenes sociales y económicos, afirma Rawls en la última obra publicada antes de su muerte: el socialismo liberal y la democracia de propietarios.
El socialismo liberal y la democracia de propietarios
Para evitar las deficiencias del estado de bienestar, la propiedad de los medios de producción debe, o bien ser pública, o bien estar equitativamente distribuida. En el primer caso, estamos ante el socialismo liberal y, en el segundo caso, ante la democracia de propietarios. Ambos regímenes respetan la igualdad de derechos y oportunidades de los ciudadanos y pueden distribuir la riqueza y el ingreso de forma tal que los más desaventajados estén mejor que con cualquier otra distribución.
¿Cómo Rawls, si es un liberal, puede defender el socialismo? La protección de las libertades básicas, que caracterizan al liberalismo, no requiere más que la garantía de la propiedad privada personal. El resto de la propiedad no es sagrada, su valor es un producto más de la cooperación social, por lo que debe ser distribuida de forma tal que satisfaga los requisitos de la justicia. El socialismo liberal, además, permite la competencia entre diferentes partidos y que el mercado regule la asignación de recursos, mientras que los trabajadores gobiernan las empresas.
Mientras que el socialismo liberal de mercado hace al socialismo compatible con la justicia, la democracia de propietarios logra lo mismo manteniendo la propiedad privada de los medios de producción. Una dispersión de la propiedad evita al mismo tiempo la concentración de riqueza que lleva a la violación de la igual capacidad de participar en los asuntos políticos, y la dependencia de los pobres del permiso de los ricos para poder vivir.
El malla oro y la desigualdad económica
El presidente Luis Lacalle Pou no ha invocado a Rawls, pero la analogía utilizada para justificar no aumentar las cargas a las empresas privadas, porque ellas son “los malla oro”, parece que podría apoyarse en la teoría de Rawls. En Teoría de la justicia se sostiene que las desigualdades sociales y económicas están permitidas siempre que beneficien a los que se encuentren en peor posición en la sociedad. Esta justificación de las desigualdades, sumada a la prioridad que Rawls otorga a la igual distribución de las libertades básicas, hace razonable que muchos lo hayan catalogado como un defensor del estado de bienestar.
Se puede incluso ir más lejos y notar la familiaridad de esta legitimación de las desigualdades con la teoría del derrame. Para ilustrarla se utiliza la imagen de una pirámide de copas dispuesta de forma tal que a partir de volcar líquido en la primera se van llenando las demás. Así sucedería también con los recursos económicos. Sin embargo, la distribución actual de la riqueza y de los ingresos está lejos de ser justa desde la teoría de Rawls. Las desigualdades económicas y sociales deben juzgarse desde la perspectiva de las expectativas, a largo plazo, del grupo social que esté en la posición menos ventajosa; no forzamos demasiado las cosas si notamos una cierta relación entre el principio del profesor de Harvard con el mandato artiguista de que los más infelices sean los más privilegiados. Veamos qué implica esto.
La posición privilegiada de los malla oro sólo estaría justificada si ellos pudiesen aceptar vivir en la posición de los más rezagados de la sociedad. Hágase el siguiente ejercicio: si usted no supiera antes de entrar en una sociedad si sería empresario o dependería para comer de una olla popular, ¿usted aceptaría entrar en esa sociedad o preferiría entrar en una más igualitaria? Si no supiera si resultaría tener a sus hijos sin la oportunidad de acceder a más que a unas pocas horas de clase en condiciones lamentables, o a tiempo completo con la comodidad de un espacio silencioso y el equipamiento adecuado, ¿a usted le resultaría aceptable entrar con sus hijos en esa sociedad o prefería una más igualitaria? Nadie razonablemente podría aceptar correr el riesgo de que en la lotería le tocara ser parte del grupo menos beneficiado: preferiría aumentar los mínimos a costa de que perdiera encanto el premio mayor. Si usted no puede aceptar razonablemente estar en la última posición, usted vive en una sociedad injusta.
En nuestra sociedad, con el agravamiento provocado por la pandemia, los últimos ya están fuera de carrera y no tienen razones para sentir que la posición aventajada de los más privilegiados los beneficia a ellos también. Siendo así, a los más pobres de nuestra sociedad se les impide ser miembros plenamente cooperantes de la sociedad y reconocerse a sí mismos como tales. La pandemia ha dejado todavía más en evidencia la necesidad de un cambio sustancial en el marco institucional de nuestras sociedades para que los términos de cooperación puedan ser firmados por todos.
Las lecciones de Rawls a la izquierda
Rawls puede permitir a la izquierda evitar la vorágine de la gestión desideologizada y la repetición continua del ideario marxista. Como hemos visto, Rawls propone una utopía realista que debe orientar la reforma de nuestras instituciones. En este sentido, la principal demanda hacia nuestras sociedades es que la distribución de la propiedad debe, o bien dispersarse, o bien pasar a ser pública.
Pero esto no debe hacerse a cualquier costo. La primera lección que Rawls deja a la izquierda es que no se debe renunciar a los derechos civiles y políticos básicos bajo ninguna circunstancia y ante ninguna promesa. La izquierda debe pasar a ser desacomplejadamente liberal. En segundo lugar, la izquierda debe realizar sus demandas de reformas del orden institucional actual basándose en su falta de realización de la justicia social. Esto no sucede donde prepondera el ideario marxista, que ve en los reclamos de justicia una manifestación de la ideología burguesa y prefiere utilizar categorías como lucha de clases o contradicción entre las relaciones y fuerzas de producción. La tercera lección que puede extraerse de la teoría de la justicia como equidad para la izquierda es que no debe contentarse con lograr el estado de bienestar, que permite una injusta concentración del poder en unos pocos y deja a los más desaventajados vulnerables.
Rawls afirma que son injustas las instituciones sociales bajo cuyas reglas algunos no pueden consentir vivir. En nuestra sociedad los términos de la “cooperación” social son inaceptables para los más desaventajados. ¿Cuánto más hubiésemos podido hacer para enfrentar la pandemia si todos nos sintiéramos miembros plenos de la cooperación social? ¿Cuánto más justas serían las restricciones impuestas si todos recibiéramos nuestra parte? En una sociedad injusta las asignaciones de responsabilidad y obligaciones están desde el principio viciadas.
La prioridad en una sociedad democrática debería ser acabar con las injusticias, como lo dejó establecido Rawls hace ya 50 años: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento. Una teoría, por muy atractiva, elocuente y concisa que sea, tiene que ser rechazada o revisada si no es verdadera; de igual modo, no importa que las leyes e instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas”.3
Juan Olano es magíster en Filosofía, miembro del grupo de investigación Ética, Justicia y Economía de la la Universidad de la República y profesor de Filosofía Social y Política en la Universidad Católica del Uruguay..