Si tenemos ganas de simplificar las cosas podemos pensar que existen al menos dos grupos de lectores de Paul Auster. Uno prefiere ficciones como La trilogía de New York, La noche del oráculo, La música del azar y Mr. Vértigo: estos lectores saborean con placer la metaficción, la tensión con lo fantástico, la inquietud casi metafísica hacia las sincronías o coincidencias y ciertas prácticas de exhibida intertextualidad. Los otros, en cambio, privilegian los temas de la cultura popular y la historia estadounidense, los laberintos de la identidad (colectiva, individual o la derivada de la interacción entre ambos planos), la paternidad, el fracaso (profesional o afectivo) y, en resumen, la “experiencia”, destacando en sus preferencias novelas como la reciente Invisible, El palacio de la luna, Brooklyn follies y Leviatán. También es cierto que muchos de sus libros (El país de las últimas cosas, Leviatán, La trilogía…) gustan a ambos grupos, y también es cierto, por supuesto, que ningún lector concreto integra con pureza química un grupo u otro ni ninguna novela ofrece sus dones a uno de estos grupos con exclusividad. Pero mirando con los ojos entrecerrados y un poco de lejos está claro que pueden pensarse esas dos grandes provincias temáticas como un eje por el cual acercarse a la obra de Auster. Sin llegar al reduccionismo de un “Auster meramente realista” y un “Auster que intenta trascender el realismo”, vale partir de esa separación para abordar Sunset Park, su última novela.

Sunset Park comienza con el relato de un hombre relativamente joven (28 años), Miles Heller, que abandonó el hogar paterno y su formación académica para buscarse a sí mismo (o para huir de un pasado comprometedor) en el mundo “real”. En el momento en que comienza la novela trabaja en una empresa dedicada a acaparar las pertenencias abandonadas en las viviendas de la gente que fue desalojada por deudas. Pero esto, que ya parece el punto de partida de una novela de Auster (o del Auster que lee un grupo de lectores), todavía se vuelve más austeriano (en el sentido de incorporar al otro Auster, a los otros lectores): Miles se dedica a fotografiar las pertenencias abandonadas previamente a su retiro (una cafetera solitaria sobre una mesa o un televisor apagado). Si bien esta configuración de imagen y trama posible -privilegiada por el texto de contraportada del libro, además- parecería permitir una novela entera de Auster (viene a la memoria el proyecto fotográfico de Auggie Wren en Smoke), el desarrollo posterior de los asuntos de Miles parece abandonarla, o al menos asimilarla. Pronto entendemos que el “gran problema” (en el sentido de productor de narrativa) de este personaje es que tiene una relación de pareja con una menor, relación que es puesta en peligro por la amenaza de su cuñada de denunciar a Miles por violación e incluso secuestro. Esto genera una segunda huida del personaje, ahora a su Nueva York natal, donde vivirá junto a un grupo de okupas en una casa abandonada (de ahí que lo de las fotografías, que no es trabajado a nivel argumental, parezca haberse ocultado bajo la piel de la narración).

Hasta aquí el lector parece sentirse ante dos novelas: la primera desarrollará de varias maneras el tema de las fotografías y los objetos abandonados; la segunda desarrollará el sacudido proyecto de vida de Miles, el pasado del que pretende desprenderse, la relación con el padre al que ha abandonado a los 20 años, etcétera. La primera novela es la que esperan ciertos lectores; la segunda, la que esperan los otros. Pero Auster no desarrolla ninguna de las dos.

Un poco para todos

Cuando Miles se integra a la casa junto a sus amigos okupas la narración se vuelve multifocal, acaso coral, y la misma trama es contada desde la perspectiva de los okupas y de Morris, el padre de Miles, cuyos problemas parecen cancelarse o pasar a un segundísimo plano, mientras nos entrometemos en los asuntos de toda esta gente y aparecen otros códigos o configuraciones.

Morris Heller, por ejemplo, es un editor. Años atrás fundó una editorial pequeña y combatiente, que tuvo la fortuna de poder seguir adelante (aunque en el presente de la narración esa seguridad se tambalee) y que cuenta con dos o tres grandes escritores fieles y amigos. Ingresa entonces a la trama el mundo de los libros y los escritores como un asunto implicado a los que venían tratándose; esto nos hace de alguna manera ir hacia atrás y prestar atención a ciertos detalles que parecían accesorios: cuando Miles conoció a su novia de 17 años, por ejemplo, ella estaba leyendo El gran Gatsby; la novela es citada en muchas oportunidades e incluso comentada, vale decir leída por los personajes, hasta el punto en que terminamos por percibir una coincidencia o paralelismo de importancia. Lo mismo sucede con The best years of our lives, película de 1946 dirigida por William Wylder, que es el tema de investigación de uno de los okupas; pronto creemos entender que la película no está elegida porque sí, del mismo modo que tampoco lo estaría la novela de Scott Fitzgerald, y si queremos hacer de esta novela una “buena novela” pensaremos que, efectivamente, las referencias a la película y el libro son intertextualidades o guiños o pistas dispuestas por el autor. En cualquier caso, The best years of our lives y El gran Gatsby parecen (de un modo convincente, al menos) reflejar -y distorsionar, como en un curioso juego de óptica- elementos de la historia de Miles, su padre y sus amigos, ofreciéndonos nuevas perspectivas o, quizá, construyendo cierta sensación de “universalidad” que genere una sensación de proximidad con el lector, aportando “espesor” al libro.

¿Pero con qué lector, volviendo a la teoría de los dos grupos básicos de lectores de Auster? En principio con los segundos, parecería ser la respuesta más fácil, pero quizá se trate de una opción ingenua. La novela, en cierto modo, da la sensación de comenzar y ser interrumpida varias veces, de proyectar un desarrollo determinado para, pasadas las páginas, traicionarlo y ofrecer un nuevo punto de partida; también es cierto que las derivaciones que encontramos nos hacen retornar a lo que nos hizo pensar en una serie de novelas alternativas, distintas a Sunset Park, y gracias a ese “retorno” creemos encontrar un hilo conductor ya no argumental, sino lo que parecería un conjunto de imágenes en principio aisladas que se tocan por analogía o simpatía: la soledad, las sincronías, la relación entre el arte y el mundo. Es decir, temas de los que gustan a ambos grupos de lectores de Auster. Quizá el primero, el más metaficcional, esté presente en esta novela de un modo mucho más subterráneo que en, por ejemplo, La noche del oráculo; pero está, y deja sentirse, debajo del colchón o de los muchos colchones.

Esto vuelve a Sunset Park una novela más compleja que las recientes de Auster; quizá no tan satisfactoria en una primera lectura (quienes esperen coincidencias, magia y detectives metafísicos no dejarán de sentirse un poco desilusionados, del mismo modo que aquellos que esperen “algo más” de la idea -sugerente en sí misma- de las fotografías de objetos abandonados) para cierta comunidad de lectores se abre a cierta riqueza de ideas y sugerencias en una relectura.

Es decir, Sunset Park no será la favorita de quienes adoran La trilogía... y La música del azar, pero seguro gustará a los fans del “otro” Auster, que en realidad es el mismo, que en realidad acaso disponga estos grandes grupos temáticos a modo de un juego fondo/figura. En ese sentido, Sunset Park es también un gran comentario metanovelístico y una prueba, si se quiere, de que no es cierto que el cerebro de Paul se haya reblandecido demasiado o que sólo piense en su cuenta bancaria enriquecida año tras año y libro tras libro. Quizá, para resumir al extremo, Sunset Park no se trate de la mejor novela de su autor; pero tampoco, y eso por mucho, de la peor.