Esta producción independiente y relativamente barata brilló en el Festival de Sundance hace un año y desde entonces cosechó elogios críticos, aplausos prolongados en otros festivales, premios diversos, una boletería que en seis semanas quintuplicó la inversión y seis nominaciones al Oscar. Pese al saldo positivo, hay una crítica que se le ha hecho desde distintos frentes, referida a que la imagen social, supuestamente naturalista, sería demasiado cruda para ser creíble, que tantos males no podrían acometer a una sola persona. Es decir, que viola el principio aristotélico de verosimilitud (atenerse a lo probable).

La película cuenta la historia de una jovencita negra, de 16 años, de Harlem, obesa, analfabeta, embarazada por segunda vez -en ambos casos, de su propio padre, quien la violaba-, y que vive con su madre, que la acosa psicológicamente, físicamente y en cierta medida también sexualmente, llevando las dos una vida enfermiza, todo el día frente al televisor, comiendo sin parar y peleándose. No es de extrañar una personalidad devastada: tiene grandes bloqueos para expresar sus sentimientos, no tiene otra experiencia sexual que no sean los abusos domésticos, carece de amistades, a veces es desoladamente pasiva y en otras brutalmente agresiva, y todas sus aspiraciones son fantasiosas, ninguna parece realizable. Cuando cae en lo real, su autoestima es nula y se refiere a ella misma y a su madre como “grasa negra fea a ser lavada de las calles”. A estas desgracias se les suman otras, reveladas en el correr del metraje y que constituyen golpes dramáticos adicionales.

Estilos dorados

Es muy complejo el asunto de lo “real”, pero el hecho es que, junto con El solista, lanzada hace pocas semanas, esta película parece indicar una tendencia a exponer facetas sórdidas de la sociedad estadounidense normalmente no focalizadas en el cine comercial. Hay aquí un avance considerable sobre El solista en el sentido de que para generar empatía por Clareece “Precious” Jones no hizo falta idealizarla en cuanto genio no revelado que brilla en la ejecución de grandes obras de arte europeas. Nos conmovemos por el hecho de que Clareece sufre injustamente desde que es niña, conserva rasgos plausibles de humanidad, decide sobreponerse a todos los impedimentos a la primera de las poquísimas oportunidades que podrían ofrecérsele y trata de mejorar, aspirar a criar decentemente a sus hijos pese a todas las vicisitudes y, con todo, todavía no se convirtió en un personaje tan odioso como sus padres.

En El solista, uno de los aspectos estilísticos interesantes eran los muchos planos atiborrados de patrones visuales contrastantes, característicos de los guetos negros de las urbes estadounidenses. Precious, que envuelve el gueto negro neoyorquino, también tiene algo de pastiche, pero no tanto por apilar patrones en una misma imagen sino por su curiosa amalgama de estilos.

Como es previsible, hay muchos momentos con rasgos asociados al realismo: una cámara manual con apariencia improvisada y un uso algo abrupto y desprolijo del zoom, captando diálogos prosaicos. Pero en las antípodas de esa tendencia hay un cuidado de dirección de arte que hace pensar en el cine publicitario: durante los primeros minutos de película, todas las imágenes tienen los colores un poco atenuados, tirados hacia el verdoso, salvo por los rojos, que son bien vivos. Cada imagen tiene un elemento rojo chillón, desde el pañuelo colgado, las letras de los créditos, el vestido de una muchacha, el luminoso de “Exit” y, finalmente, Clareece con un pañuelo rojo (¿el mismo del inicio?) alrededor del cuello. Esa tendencia va a dar lugar a otros patrones fotográficos en otras escenas (los interiores del apartamento son amarillentos, otras locaciones van a tener un tratamiento como metalizado), pero cada tanto regresa el verdoso con rojos, que va a servir para darle un valor (indefinido en cuanto a carga simbólica, pero valor al fin) al pañuelo de Clareece y esto se aprovecha en una de las últimas escenas.

Este rasgo de énfasis estilístico de tipo serio y elegante tiene su contrapartida juguetona, irreverente, sobre todo cuando exploramos las fantasías evasivas de Clareece: ella se mira en el espejo y se ve reflejada como una rubia flaca lindísima (vemos a ambas, original y reflejo imaginario, en una misma imagen), se imagina como estrella pop caminando sobre una alfombra roja, o cantando en televisión, o integrada a un conjunto de gospel o, en el pasaje más excéntrico, insertada en la imagen del televisor y convertida en personaje de Dos mujeres (La ciociara) de De Sica, dialogando en italiano subtitulado (hay toda una carga intertextual en la elección de esa película sobre madre e hija, que envuelve una violación). Como parte de esta faceta más lúdica, la película cuenta con las participaciones actorales de dos celebridades pop, Mariah Carey y Lenny Kravitz. Casi siempre, en los momentos de crisis más aguda -por violencia física, por la revelación de algún hecho terrible- Clareece tiende a evadirse y devanear, y acompañamos su mente en picaditos dispersivos de imágenes diversas que pueblan su mundo angosto (las comidas que cocina, aspectos de su apartamento decadente, fantasías).

Casting áureo

Con todas estas peculiaridades, ésta no deja de ser una película del tipo “si queremos podemos”: aun la persona más desgraciada puede encontrar su lugar gracias, en buena medida, a la estructura existente de asistencia social, potenciada por el valioso empeño individual de algunos trabajadores especialmente dedicados y vocacionales (como es el caso de la maestra Blu Rain, de la directora de la escuela, del enfermero, de la señora Weiss) y con la necesaria cooperación de las víctimas. En este sentido, la película contiene otra faceta estilística -la más convencional de todas- en cuanto drama destinado a proporcionar inspiración.

Muy asociada a este aspecto es la centralidad concedida a los actores: no es raro ver convivir un trabajo actoral tan sobresaliente con un tratamiento visual y compositivo exquisito y elaborado. Prácticamente cada ser humano que vemos en la pantalla es el producto de un casting perfecto, y rinde de maravilla. Eso implica, en el caso de las colegas de Clareece en la escuela alternativa, quizá un ejercicio de improvisación a la manera de Entre los muros (Laurent Cantet, 2008). El caso de la debutante Gabourey Sidibe en el papel principal es distinto, porque es un rol basado en la imponencia del físico y la dificultad para expresarse (aunque hay que apreciar el contraste entre la imagen de la Clareece real y las de las fantasías, además de la sutil pero lenta evolución en el correr del metraje). También rinden muy bien Carey y Kravitz.

Pero lo verdaderamente asombroso es Mo’Nique: esta mujer conocida por algunas incursiones cómicas, sin antecedentes de actuación dramática, hace un trabajo de raro virtuosismo en el papel de la madre psicopática, logra ser más odiosa que el más perverso de los villanos cinematográficos pero también despertar una especie de asco piadoso.

Aun si sus “grandes escenas” deben estar pensadas para llamar la atención, en ningún momento ese propósito se limita a evidenciarse a sí mismo y las escenas siguen impactando, y mucho, como puntos de clímax en el drama y como el desvelar de un personaje singularmente intenso y complejo.

Gracias a esa faceta de drama constructivo, y a una forma que cumple con todos los requerimientos del “cierre” clásico, esta película tan deprimente tiene una considerable carga de optimismo. Si es posible remontar de una situación como la de Clareece, se puede remontar de cualquier otra desgracia concebible.