Con dos películas de 007 en su haber, el director británico Martin Campbell parece haber querido profundizar su presencia en Hollywood con una adaptación a la pantalla grande de la miniserie televisiva que él mismo dirigió hace 25 años, y que tuvo gran éxito de público y un considerable prestigio. La acción está trasladada de Gran Bretaña a Massachusetts y a la actualidad.

No se ven despilfarros monumentales en la pantalla, pero tampoco hubo ahorros: tan sólo la presencia de Mel Gibson (su primera actuación desde Señales, en 2002) debe de haber costado varios millones. Ese nivel de producción no pega con el aire de peliculita realizada directamente para televisión o para DVD. El guión es medio hosco, la dirección de actores va por el lado de caricaturas no intencionales (el estereotipo alcanza su cumbre con el villano asquerocito interpretado por Danny Huston, que es igual a lo que él mismo hizo en El jardinero fiel, película con que ésta guarda varias similitudes). Ese esquema anecdótico apoyado en sucesivos encuentros del investigador con distintos sospechosos o potenciales informantes, cada uno de los cuales hace una breve actuación llamativa -en la que se trata de dejar marcadas características personales fuertes, diálogos “literarios” siempre indirectos y elusivos pero que, sin embargo, incluyen confesiones dignas de una sesión de psicoanálisis-, ya era medio viejo en 1985 (en realidad proviene del film noir) y hoy día cae completamente anacrónico. La música de Howard Shore es una lamentable colección de clichés que van orientando a un espectador supuestamente tarado sobre cada matiz de percepción que debe asumir en cada escena (Craven abre un cajón, no vemos el contenido pero la música anticipa que es algo intrigante, preocupante; recuerda a su hija cuando niña y suena algo así como una canción de cuna melancólica; se decide a resolver el problema pase lo que pase y entonces sale de casa amparado en vigorosos acordes marciales). A Craven, el investigador, se lo intenta adornar con cierta idiosincrasia (equivalentes al violín y la pipa de Sherlock Holmes), pero resulta patéticamente poco interesante la insistencia en que le gusta la ginger ale o escuchar a Charlie Parker en tocadiscos. Otros rasgos de su personalidad parecen concebidos para sintonizar con la persona del Mel Gibson real (el que se ponga a rezar cuando matan a la hija, o el que hable latín). Los momentos sentimentales en que recuerda la hija y escucha su voz o ve su imagen tienden a dar vergüenza ajena, pero el final es como para enterrarse debajo del asiento del cine (no recuerdo haber visto nada tan cursi fuera de los teleteatros venezolanos). Es curiosa tanta berretez. Quizá se deba a que no siempre se acoplan bien los cineastas europeos con los esquemas de producción hollywoodenses. Cuando tenía vigencia el viejo sistema de estudios, éste se encargaba solo de buena parte del lenguaje de las películas; hoy día la relación es mucho más compleja, y muchas veces el resultado, como aquí, en vez de sumar las virtudes asociadas a lo europeo con las de Hollywood, más bien que anula a ambas.

Sí hay algunas escenas de acción bastante buenas e intensas, y una especialmente memorable (luego del diálogo con Melissa) que puede hacer saltar a los espectadores de la silla. El impacto está potenciado por una violencia truculenta y sanguinolienta que durante la era Bush tendió a desaparecer de las pantallas (la idea era ocultar lo destructivo y feo que puede ser un impacto de bala, presentización contraproducente para la prédica belicista). El regreso de la violencia es una buena señal, y viene acompañada aquí por otras ideas afines. La trama basada en crímenes ecológicos de la serie original se trasladó en la película a algo más vinculado a la política internacional: una gran empresa armamentista al servicio del gobierno estadounidense fabrica explosivos con materiales y técnicas selectivamente extranjeros para provocar la impresión de que proceden de árabes fundamentalistas; las más elevadas esferas del gobierno encubren la operación y no titubean en utilizar métodos criminales para garantizar la seguridad del operativo y el secreto.