Los últimos retoños del cine nacional parecen haber tomado la senda de la endogamia. En Hiroshima, Pablo Stoll realizaba una obra experimental (un film prácticamente mudo, en el que la verdadera voz era la banda sonora) utilizando como casting a su hermano (Juan Stoll), su padre y un grupo variado de amigos (entre los que se encuentra Adrián Garza Biniez, director de la premiada Gigante). La película no sólo se valía de personas de su círculo a la hora de confeccionar el elenco, sino que expandía esta noción personal, volviéndola, mediante el uso de cintas familiares y otros elementos, por así decirlo, un material metaidentificatorio del autor. En todo caso, la autorreferencialidad siempre puede ser un mero recurso complaciente, pero Hiroshima valía por sí sola (y más que nada, de forma disgregada, irregular, por la riqueza de ciertas escenas y momentos nunca antes vistos en el cine uruguayo, como la escena mecánica e insomne en la cancha de fútbol cinco) y daba sentido a todo este giro especular. La vida útil, de Federico Veiroj, parece continuar esta senda, sólo que descentra la trama de la vida familiar y la reconduce a otro símil de familia, un espacio lleno de códigos y lazos comunes, por momentos con tintes de secta, que es la Cinemateca Uruguaya.

Tiempo de festivales

A pesar de que están presentes varios de los nombres relacionados con la productora Control Z (el director Veiroj, los guionistas Inés Bortagaray, Gonzalo Delgado y Arauco Hernández y el asistente de dirección -director de La perrera- Manuel Nieto), La vida útil no es una película de dicha productora sino un proyecto realizado en paralelo y terminado gracias a haber conseguido el año pasado el premio del apartado Cine en Construcción en el Festival de San Sebastián. Con este apoyo no es de extrañarse que el film haya sido invitado para ser exhibido en el concurso oficial de dicho festival de San Sebastián, que se desarrollará entre el 16 y el 25 de setiembre. La vida útil es el segundo largometraje de Federico Veiroj luego de Acné (2008) y su temática tiene mucho que ver con el currículum del director, quien no sólo ha colaborado con Cinemateca Uruguaya, sino que también trabajó durante cuatro años en la Filmoteca española y es programador de cine.

La vida útil es una historia mínima. Más que una historia, es un personaje y su relación con el cine. Trazando un paralelismo con Acné (la ópera prima de Veiroj), uno podría pensar que en realidad, la temática es el camino que tiene que emprender una persona para sobreponerse a sus propias inhibiciones. Sin embargo -por razones que expondré más adelante-, la vida amorosa objetal es sólo una curvatura frente al verdadero tema, que es el amor al cine en sí. Volviendo al asunto endogámico, lo que hace tan particular a La vida útil es que está actuada casi íntegramente por no actores y, para ser más específicos, por personas verdaderamente vinculadas a Cinemateca y a la crítica de cine uruguaya. Como protagonista tenemos a Jorge Jellinek (conocido crítico uruguayo), junto con Manuel Martínez Carril (posiblemente la figura mítica de la Cinemateca Uruguaya) y otro elenco que incluye a administrativos que trabajan para dicha organización “en la vida real”. La primera mitad del film tiene un tono casi documental. Escasa música, impecable fotografía en blanco y negro, Martínez Carril y Jellinek circulan por las instalaciones de Sala Cinemateca, conduciendo programas radiales o arreglando proyectores, perdidos en un entorno tan hermético y atemporal que los hace parecer los únicos dos tripulantes deambulando por las calurosas salas de máquina de un submarino a la deriva. En este estado momificado de la realidad, el anacronismo es tal que nunca podemos precisar en qué año está emplazada la historia. En ese primer golpe de vista, La vida útil podría parecernos una crítica, o una visión del director sobre la Cinemateca Uruguaya: un lugar navegando en círculos alrededor de una anticuada quimera. Como los elefantes, que, tras ser disparados, pueden permanecer días antes de saberlo y caerse muertos.

Más allá de esto, la devoción de sus mártires es evidente. Jellinek prueba una por una todas las butacas de la sala para poder determinar si los espectadores se sentirán cómodos; Martínez Carril lee en vivo los intertítulos de una obra de Norris, yéndosele la voz cada tanto. No se los conoce fuera de las instalaciones. Su vida fuera de Cinemateca no sólo carece de relevancia, sino que podría decirse que no existe.

Es en este punto donde se produce el quiebre fundamental del film. Hay varios elementos que preconizan que Cinemateca está en un período crítico y la mala noticia surge por la negativa de un grupo inversor. La organización tiene que cerrar indefinidamente. Jellinek ve cómo su único marco vital se disuelve. Este momento bisagra no tendría tal contundencia si no fuese por la banda sonora, que pasa de ser fondo a figura con el tema “Los caballos perdidos”, de Leo Maslíah (inspirado en el conocido poema de Macunaíma). Éste es el momento en el que La vida útil se convierte en algo más que un simpático o amargo retrato.

Una canción

“Los caballos perdidos”, sin ánimos de exagerar, debe ser la canción más imponente, de mayor relevancia dentro de un film, en lo que va del cine nacional. A “La casa de al lado”, de Fernando Cabrera, también se le puede colocar unos porotos a su favor, pero lo irregular (o fallido) de El dirigible no permite que la canción se imbrique de tal manera con la película. “Los caballos perdidos” no es sólo un momento bisagra en la trama del film, sino que lo es para el mismo espectador (como ese ligero cambio de tono que nos hace saber que quien nos está hablando lo está haciendo en serio). Pero la canción en sí es tan gloriosa y desgarradora que despliega un montón de tentáculos que resignifican todo el film. El texto original de Macunaíma debe entenderse en el marco de la dictadura, como una cierta referencia al fin de la inocencia. “Cuánta distancia ahora / cuánta distancia / y estoy vacío de patas / tan inútil y quieto como un viento mutilado / con mis dos caballos perdidos”. Mientras suena la música, se ve la decoración del pasillo que conduce a la Sala Dos de Cinemateca, en donde puede verse la placa de una secuencia de caballos en plena carrera. Esos caballos no son otros que los de Muybridge, un personaje huidizo que tuvo un rol fundamental en la historia del cine. Cuenta la historia que Lealand Stanford, un hombre de prestigio aficionado a los equinos, les había jugado a unos amigos una apuesta de que los caballos, en cierto momento de su carrera, no apoyan ninguna de sus cuatro patas. Para demostrarlo, recurrió al servicio del tal Eadweard Muybridge, quien intentó fotografiar la corrida de los caballos por medio de una serie de cámaras colocadas a lo largo de la pista. Tardó, pero logró comprobar, mediante dichas fotografías, que efectivamente había un instante en el que ninguna de las patas se posaba en el suelo. De la apuesta en sí no se sabe mucho más, pero es a través de esa secuencia de fotos que Muybridge crea el zoopraxiscopio, antecesor directo de lo que sería el cinematógrafo (y de todo ese hermoso monstruo que es el cine). Son esas patas, ese vacío de patas al que intentaban localizar Muybridge y Veiroj y de cuya ausencia se lamenta Maslíah. La pérdida de la inocencia, el momento de quiebre de lo que era una cierta idea de cine y que después se fue poblando de inversores, taquilla, convenios. Manteniéndonos en el vórtice de la canción, no podríamos dejar de pensar que esos dos caballos perdidos de los que hablan Maslíah y Macunaíma no son otros que Jellinek y Martínez Carril.

A partir de ahí el lenguaje de la película cambia, y también la vida de Jellinek. Es como si en la salida de la Cinemateca el personaje se sintiera obligado a transformar la realidad, todo Montevideo, a un lenguaje cinematográfico (el protagonista dejará de limitarse a reproducir películas para producir cinematográficamente su entorno). El estilo áspero y directo de la primera mitad se tiñe ahora de cierta elegancia y fineza del cine clásico de los cuarenta (la escena en la escalera, o en el pequeño lago de la Facultad de Derecho). Para esta transformación ocupa también un lugar relevante la música de Eduardo Fabini, que suena por momentos a western y por momentos a película japonesa (Veiroj se encargó de plantar varias referencias directas a Akira Kurosawa). La defensa a ultranza de este cine de oro atraviesa y va más allá de Jorge emitiendo el genial monólogo de Mark Twain sobre la mentira, más allá de la relación amorosa, del “sí” o el “no” que puede recibir de la abogada de la que está enamorado. Lo que hay es cine, amor al cine, un amor que lo hace perdurar más allá de su “vida útil”, un amor que nunca se deja de ver en la cámara de Veiroj. Tal como dice Susan Sontag -sobre el cine, pero más que nada sobre la crítica cinematográfica-: “Si el cine puede ser resucitado, es sólo mediante el nacimiento de un nuevo tipo de cine-amor”.