La magra producción de ficción televisiva nacional no ha sido -al menos en intención- del todo ajena a la movida de las series televisivas norteamericanas, que con menor presupuesto y mayores talentos que la media del cine de Hollywood, tomaron prestadas estéticas del séptimo arte para generar un circuito de productos creativos y a la vez sumamente vendibles, con interés especial en el thriller como núcleo genérico. Sin embargo, los proyectos locales que apuntaban a esos lados, quedaron en amague por razones variopintas.

Pasó con la serie unitaria Diez mandamientos (Canal 10, 2004), dirigida por Luis Castro, cuyo aire de amateurismo técnico y actoral malograba el golpe de efecto tan indispensable para los climas de terror que proponía crear. Pasó también con Correr el riesgo (Monte Carlo, 2010), creada por Mario Banchero Dabo, un policial que padeció de lo contrario: la calidad técnica era notoria, pero los guiones entreverados, cierta artificiosidad en los diálogos y la superpoblación de papeles estelares (como Graciela Rodríguez, Franklin Rodríguez y Petru Valensky) inclinaron a la serie más hacia la telenovela. Después de cuatro años de trabajo -y uno de promoción viral- aparece Adicciones, producida por Contenidos TV (Cámara Testigo, Esta boca es mía) y emitida en Teledoce, que reúne profesionales de varios ámbitos y ofrece por primera vez una serie uruguaya a la altura de sus ambiciones.

En dosis

Prácticamente concebida como una serie unitaria de 13 mediometrajes, cada uno centrado en una adicción. La idea original pertenece a Gustavo Hernández, director de La casa muda, y de alguna forma arrastra los altibajos de la película. El primer capítulo, “Fármacos”, emitido el 29 de junio (sin cortes comerciales, en una apuesta fuerte por parte de Teledoce) lució una calidad de filmación, fotografía y dirección impactantes, pero los problemas estaban en el guión -más precisamente en el tercer acto-, problemas también visibles en su opera prima fílmica. Ambientado en el ala psiquiátrica de un hospital, “Fármacos” cuenta la historia de Aurora (Virginia Méndez), una enfermera que roba medicamentos para financiarse un viaje a Europa, donde está su hija. Con muchas secuencias inquietantes a lo James Wan (El juego del miedo) menos gore, y algún que otro clisé (la figura creepy que aparece en el espejo del baño), el ritmo y las interpretaciones son ajustadas, pero en los últimos cinco minutos aparece una cantidad de vueltas de tuerca psicológicas a lo Night Shyamalan (Sexto sentido, La aldea) no muy coherentes con lo que se venía viendo, evidente recurso para causar impresión más que apoyar la historia que se estaba narrando.

A partir del segundo capítulo, “Cocaína”, la serie se estabiliza y se dedica más a contar que a impresionar. Dirigido por Santiago Paiz (realizador de publicidades políticas y videos musicales), pone en juego varios recursos que, si bien están “a la vista”, plantean al menos una innovación en la televisión nacional. La primera es narrativa: la hija del protagonista lee el cuento de Horacio Quiroga “El paso del Yabebirí” donde las rayas del río defienden a un hombre del acecho de los tigres. El paralelismo entre el nombre de los animales y las “rayas” de cocaína se queda en lo lingüístico, es verdad, pero no es mal augurio que se planteen conexiones, por vagas que sean, con la literatura. La otra idea es técnica: las cámaras en mano, movidas y paranoicas, fueron utilizadas como representación del estado que produce el consumo de la droga en cuestión. Se destaca la adecuación de Luis Couto (figura de parodistas como Caballeros y Los Dundee’s) que da justo el physique du rôle del cantante de cumbia que se involucra con “mafiosos” a causa de su adicción.

La temática de “involucrarse con gente pesada” reaparece en “Alcohol”. Robert Moré encarna a Ramón, un entrenador de boxeo en decadencia y -evidentemente- alcohólico, que se ve envuelto en una intriga de apuestas fraudulentas. El elenco es el mejor hasta la fecha, con Micaela Gatti (Reus) y Roberto Jones (legendaria figura del teatro), y la vuelta de tuerca ahora es astuta, al estilo del guión de Nueve Reinas (Fabián Bielinsky, 2000).

“Juego” es el cuarto capítulo, que más que centrarse en la ludopatía construye una trama de paranoia conspirativa al estilo de El Juego (David Fincher. 1997) con interpretaciones más bien minimalistas de Ariel Caldareli y Gabriela Freire. Una vez más, la revelación final impresiona, pero pone sobre la mesa la cuestión de si el recurso del giro argumental es la única forma, o la más deseable, de resolver los desenlaces. Pasa lo mismo con los flashbacks explicativos que acompañan estas revelaciones, que parecen subestimar un poco el nivel de atención del espectador.

Les siguió “Relaciones conflictivas” (el capítulo con menos acción hasta la fecha), un drama de obsesión afectiva con un buen protagónico de Sofía Hernández como Agustina, y el ambiguo título “Consumo” (otra trama conspirativa con la adicción como excusa) emitida el miércoles pasado, con un papel de lo más naïve de Stefanie Neukirch, que interpreta a Patricia, una ejecutiva compradora compulsiva. En estos dos capítulos, la temática se aparta un poco de la producción académica, ya que ni el trastorno de personalidad dependiente (eje de “Relaciones conflictivas”) ni la compra compulsiva (más emparentada con la cleptomanía según los manuales de psiquiatría) se consideran adicciones.

Esa boca es suya

Esa última apreciación, que puede parecer obsesiva y detallista, habla de la postura ético-ideológica light que hay atrás de la serie: el sobreimpreso con el teléfono de la Red de Asistencia de Drogas que aparece al final, más la elección de la adicción como tema en Esta boca es mía el día en que se emite cada capítulo, dan cuenta (para el que quiera buscarlo un poco) de un discurso más bien conservador, que apela a la moderación de los impulsos, algo así como la versión posmoderna de la mecánica de la tragedia griega, que a través del pathos (“padecimiento”, pero también “pasión”) del héroe y su caída, busca la purificación del hýbris (soberbia ante las leyes divinas): todo se resume en la frase que pronuncia el personaje Frantz (Leopoldo Otero) en “Consumo”: “uno puede terminar muy mal con esto de los vicios, ¿sabías?”.

De todas formas, el discurso está más latente que explícitamente problematizado, y permite disfrutar de la hora que dura cada entrega. Hubiese sido interesante una problematización de las drogas en el juego de polaridades recreacional/adictiva, al estilo de Trainspotting (Danny Boyle, 1996) o el libro de cuentos Porrovideo, de Jorge Alfonso; en ese sentido se puede acusar a Adicciones de apelar demasiado a la condena hacia el consumo que dicta el sentido común.

Los capítulos ya emitidos se complementan con “Comida”, “Internet”, “Trabajo”, “Sexo”, “Nicotina”, “Pasta base” y “Religión”. A la dirección alternada de Hernández y Paiz se suman las primeras incursiones en ficción televisiva de Guillermo Carbonell y Guillermo Peluffo, ambos de trayectoria publicitaria, y Diego Arsuaga y Guillermo Casanova, de cierta experiencia en cine. El equipo de guionistas también toma nombres de varios ámbitos: Gabriel Calderón, Javier Serradilla y Pablo Vierci. La fotografía de la mayoría de los capítulos está a cargo de Pedro Luque (El cuarto de Leo, La casa muda), y es excelente. Y el no menos loable grupo de actores incluirá en capítulos próximos a César Troncoso, Álvaro Armand Ugón y Andrea Davidovics.

“Consumo” marcó el rating más alto en su horario el miércoles, pero más allá de los números, Adicciones es la serie más redonda y entretenida de la televisión uruguaya hasta hoy, que, con suerte, va a abrir puertas a más producciones de género (¿ciencia-ficción uruguaya?, ¿policial negro?). Quizás se deba más que nada a los penosos antecedentes, pero que no haya que echar mano a la fórmula condescendiente “para ser de acá, está bueno” para valorar positivamente esta serie, es todo un logro.