¿Cómo empieza y se desarrolla tu carrera en el arte?

-Empecé a dibujar antes de saber escribir y creo que sigo dibujando por la misma razón. Crecí en una casa rodeada de gente muy valiosa y que me ayudó mucho. Cuando tenía nueve años Rubén Yañez me publicó unos dibujos en el diario El Popular a los 13 Rubén Castillo me pidió una serie de tarjetas para repartirlas a la gente que iba a la radio para una audición. Estas tarjetas llegaron a mano de Tola Invernizzi y de ahí alcanzaron a un gran poeta de origen español, Eduardo González Lanuza, que vivió gran parte de su vida en Argentina y escribía en aquel momento en La Nación. Él logró que yo hiciera una exposición de dibujos en la galería Van Riel de Buenos Aires con 15 años. Fue un éxito total, probablemente porque él invitó al público, escribió las críticas y tal vez compró o vendió las obras. Yo volví a Montevideo muy impresionado de todo eso y dejé de dibujar durante 20 años. Ahí me equivoqué en muchos campos diferentes, hasta 1994 cuando un viaje a Europa terminó en el taller de Leopoldo Novoa, en Galicia, una especie de tío para mí. El último día de la estadía le mostré algunos dibujos de viaje -recién había retomado- y ahí me dio no sólo apoyo sino consejos excelentes, entre los cuales ir a Nueva York y ponerme en contacto con algunos artistas. Llegamos allí con Sylvia Meyer, mi mujer, y nos encontramos con Liliana Porter y Ana Tiscornia. Azarosamente, durante una conversación para una obra de teatro -Sylvia iba a componer la música- Rimer Cardillo, que era el escenógrafo, me habló de dibujos que le habían mostrado Liliana y Ana y me llevó a New Paltz, donde me ofrecieron un lugar en la universidad. De ahí empecé con una colectiva y luego una individual en Tribeca: el librito de la muestra llegó a Kim Levin, directora del Village Voice, que puso en la tapa la noticia de la muestra, ¡junto a otras de Marianne Goodman y Gabriel Orozco! De ahí empecé a trabajar con varias galerías en San Francisco, Brasil, Houston, San Pablo. Luego de representar a Uruguay en la Bienal de Porto Alegre, junto a otros 12 artistas, fui a varias otras bienales, a Cuba, Brasil, incluso a Corea. Esta estructura es la que me permite trabajar 14 horas por día, siete días por semana, desde Nueva York. Se fueron sumando personas que te representan, pero que también te comentan, que es importantísimo, te mantiene focalizado, así como lo hace la parte académica, los críticos, varios de los cuales, tanto en Estados Unidos como en América Latina, fueron y son centrales para mi trabajo, además de muchas veces son amigos.

-Suena como un ritmo sostenido…

-Viajo muchísimo, hago la vida de un tenista. Pero trabajo sobre todo en New Paltz: mi casa y mi taller están a cinco kilómetros del pueblo, en el medio del bosque: lo más lejano a la idea de Nueva York que uno puede tener, aunque Manhattan está a una hora en auto. Con Nueva York es como una relación de noviazgo: voy a verla, pero luego vuelvo, si no me resultaría imposible trabajar.

-Me parece que buscás una relación íntima con el espectador que no puede evitar -si quiere mirar con un mínimo de atención tu obra- entrar en los detalles.

-Mirá, en enero hice una exposición que se llamó No idea, y al poco tiempo hice otra con un título más ambicioso, La menor idea. En mi trabajo hay una voluntad de ser insignificante, crear superficies que estimulen cierta empatía con lo insignificante, y no con una idea, un mensaje, como si yo fuese un iluminado que proyecta. No, la obra tiene que ser un campo para excavar. La intención final es intentar un cambio de protocolo, generando cierta modalidad de percepción que mute en dos aspectos, mirar más tiempo y mirar más de cerca. Para eso existen diferentes estrategias y una es la escala -mínima, casi fuera de foco, no sólo en el espacio, sino en el tiempo: uno que mira la obra puede ver en ella algo tanto arqueológico, por ejemplo un jeroglífico, como de ciencia ficción, algún microchip. Trato de dar estímulos, pero lo más polisémicos posible, atravesando todas las enfermedades de la comunicación, que pueden ser la imposibilidad de ver, de entender, de descifrar. De hecho, en lo material, hay muchas referencias a medios de comunicación obsoletos, las diapositivas, los sobres, el lápiz, etcétera. La idea es -en un mundo que va cada vez más rápido, que es cada vez más multitarea, más distraído y más disperso- agregar algunos segundos a lo que se estima que es el detenimiento promedio frente a una obra en el Louvre y en el Metropolitan, 16 y 12 segundos, respectivamente. Por eso me gusta definirme como un “promotor de pausas”. En un mundo en el que ya no hay direcciones claras, ni convicciones, es difícil trabajar con conceptos, así que lo que te queda es el proceso, que de hecho me interesa enormemente. Pero el proceso no se realiza sin el observador.

-En efecto, también cuando trabajás con piezas grandes la sensación es que tus obras huyen férreamente del gigantismo, que es una de las características del arte de punta actual.

-Mucha gente dice que trabajo siempre a pequeñas escalas, pero en realidad trabajé piezas enormes: en San Pablo el año pasado armé una instalación de 500 metros y en el Figari mismo hay una obra, Emigración, que ocupa una pared entera. El gigantismo del que hablás es un derivado del arte shock de los 90, pero en mi caso se trata exactamente de lo contrario: puede ser grande, pero siempre es homeopático. No trata de que la persona dé un paso atrás impresionada por el tamaño, por el espectáculo, por el miedo, sino que intento provocar el balconeo, la aproximación, que la gente dé un paso adelante.

-Por eso el concepto de “ilegibilidad” es tan central en tu obra…

-La ilegibilidad, o la escasa legibilidad, es un medio perfecto para poner en práctica el detenimiento del que te hablaba. La palabra “ilegible” es la esencia, en cierto sentido, de mi trabajo: una obra puede ser grande o chica, pero tiene que tener algo que haga dudar al espectador sobre lo que está mirando. Ni el mismo Figari, por ejemplo, podría reconocer en Emigración -que retoma un cuadro suyo, presente en el museo, y lo disemina sobre una superficie muy vasta- su obra.

-Dar una visión “parcial” de algo, en tu obra, habla también de los mass-media, como dijiste en varias ocasiones.

-Claro, fijate en el lenguaje. Se dice que los medios de comunicación “cubren” eventos, en vez de “descubrirlos”. Lo que hacen, en cierta medida, es transformar una realidad en algo ilegible. Nosotros estamos confiando en sentidos que son muy precarios, la vista humana no ve cosas muy rápidas o demasiado lentas, el oído no oye todo, estamos programados sólo para recibir información de un entorno muy cercano. Sin embargo, tenemos una fe ciega en lo que vemos y oímos. Además, ahora todo se agudizó, porque tenemos una lupa permanente en el bolsillo, internet, que nos brinda todo tipo de información, imposible de procesar de verdad, porque el cerebro sigue siendo el mismo: hay una desproporción ahí que es un abismo. Demasiada información funciona como una anestesia. En el siglo pasado el símbolo de la censura era la tijera, que cortaba y ocultaba partes, ahora la censura pasa por su opuesto, por la inundación.

-Usás mucho el dibujo, un lenguaje artístico a menudo considerado “marginal”. ¿Es una forma de resistencia al statu quo del arte, o simplemente un medio en el que te sentís cómodo?

-Es lo que más me gusta hacer. Sale todo de ahí, uno empieza a dibujar y luego se acomodan las ideas, lo que articula es el dibujo. Pero soy esencialmente optimista: durante varios siglos fue considerado el soporte de otra técnicas, desde fines del siglo pasado me parece que se ha vuelto protagonista de un sector pequeño, pero pujante.

-Una obra tuya de 2007 se titulaba, eficazmente, Pre-Colombino & Post-Clintoniano. ¿La idea que expresa se podría aplicar a tu producción en general?, porque me parece que conjugás elementos arcaicos e hipermodernos.

-Como no quiero marcar ninguna orientación, tampoco quiero marcar una orientación temporal. Un dibujo mío, perdiendo el foco, puede ser leído como un elemento azteca o un circuito del iphone. Mi obra tiene que generar una serie de superficies donde haya confusiones precisas. Normalmente las confusiones son imprecisas, acá no, deben despertar simpatía: lo ideal es que el espectador piense en cuatro o cinco cosas diferentes a la vez. Son todos elementos vinculados a una especie del festival de la incertidumbre que estamos viviendo. Por un lado estamos acá conversando en una mesa de café como se hacía hace un siglo y por otro tenemos un teléfono en el bolsillo que contiene el mundo entero. Es, de hecho, una situación precolombina y posclintoniana. Y creo que vamos a tener el posclintoniano para rato.

-¿Qué tienen de bueno y de malo los “sistemas artísticos” de Estados Unidos y Uruguay?

-Yo no soy un buen testigo de la vida en Estados Unidos, ni de la de Uruguay, nunca formé parte de la movida, ni acá ni allá. Mi especialidad es perder el tiempo solo…

-Como mero observador...

-En general para los artistas, la enfermedad más grave que hay es la “actividad periférica”. Si uno ve alguien joven con talento, que hace cosas interesantes, ve también que dedica el 70 u 80% de su tiempo al networking, a los contactos: los que ya tiene y debe conservar, los que debe establecer porque le sirven para determinada cosa, etcétera. A una actividad frenética y multitudinaria, agravada ahora por las ferias, que son desafíos continuos, aunque no tengo nada en contra de ellas -son fenómenos bien contemporáneos, una ensalada ácida e irrespetuosa, muy parecida al web, que forma parte de las reglas del juego- no se le puede prestar atención permanentemente, los ritmos se vuelven imposibles. Hay que crear espacios que borren este contexto. Todo lo que es ese motor fuera de borda -el mercado y sus leyes, fundamentalmente- genera un movimiento centrífugo de la atención: los artistas en vez de trabajar en lo suyo, desarrollando un lenguaje, están como radares.

-¿Pasa en Uruguay también? ¿Notaste cambios fuertes en los últimos años?

-Si yo te hubiera hablado de ese tema hace dos años, creo que te habría contestado de otra forma. Antes, paradójicamente, la gran ventaja era la falta de estímulos, acá la gente trabajaba en lo suyo sin distracciones, todo lo contrario de lo que pasa en Manhattan, donde vivís con una presión aterradora. Tampoco había confrontación con lo de afuera, ni diálogo, no era una situación tan mala, pero igual era un extremo, como aquello otro es un extremo. Pero ahora entendí, después de haber montado una exposición con cuatro montajistas que tienen una agenda loca marcada al minuto, que ha cambiado mucho: es como un caldo de cultivo al que le han subido la temperatura, y me parece que ésta en una situación óptima. No hay todavía la presión de los grandes centros, pero sí hay estímulos, que pueden salir del ministerio, de la intendencia, de instituciones privadas, de elencos independientes: hay una energía general muy fuerte. Como todo ahora es permeable, esa energía va a abrir posibilidades de intercambios, ya lo hace. Hace poco días que estoy y ya vi una cantidad de muestras excelentes y decantadas, no hablo de eventos frívolos. Probablemente esta energía ya estaba, pero ahora tiene posibilidad de concretarse en hechos puntuales.