El martes, al comienzo de la sesión de la Cámara de Representantes que aprobó el proyecto de matrimonio igualitario, el miembro informante en mayoría, Julio Bango (Partido Socialista), sostuvo que esa iniciativa debía valorarse como parte de un conjunto de acciones impulsadas desde el Frente Amplio (FA) que apuntan a “la eliminación de todas las desigualdades, y no sólo las de ingresos”, ampliando “el ejercicio de los derechos y por tanto de las libertades”. Mencionó la despenalización del aborto, la reserva de un porcentaje de empleos públicos para los afrodescendientes y la regulación de la producción y el consumo de marihuana. Pueden agregarse otras y el resultado es un combo de “nuevos derechos”, a partir de reivindicaciones que se apartan bastante de las que los frenteamplistas, hace algunas décadas, consideraban prioritarias para lograr un “cambio estructural”. ¿Hay realmente consenso sobre esto? ¿La nueva agenda compite con la anterior, la complementa o la sustituye?
Durante la mayor parte del siglo XX fue habitual, en las organizaciones de la izquierda uruguaya como en las de muchos otros países, que las reivindicaciones feministas fueran consideradas un factor que podía distraer del esfuerzo central por cambiar las relaciones económicas de producción. Muchos alegaban que las desigualdades de género eran una triste consecuencia más del capitalismo y que su superación vendría naturalmente luego de la revolución socialista, o quizás un tiempo después. Por lo tanto, aceptaban que la denuncia de tales desigualdades ampliaba las alianzas necesarias contra el enemigo principal, pero también consideraban una bobada darles alta prioridad a esos problemas, en plena lucha por destruir la base que los sustentaba. Además, desconfiaban de muchas de las ideólogas del feminismo por su perfil sociocultural y de los planteos que identificaban como sujeto social en conflicto a todas las mujeres por ser tales, con independencia de las posiciones que ocuparan en la lucha de clases.
Hubo también actitudes más cerradas, por ejemplo, las de quienes pensaban que, llegado el socialismo, las mujeres podrían dedicarse por completo a sus tareas “naturales” como esposas y madres. No es exageración ni se trata de ideas totalmente abandonadas: hace algunos años, una dirigente frenteamplista sostuvo que la universalización de la educación preescolar, en la reforma impulsada por Germán Rama, era parte de un plan imperialista que buscaba aumentar el número de mujeres disponibles para la explotación del trabajo asalariado...
Pero los tiempos han cambiado mucho.
Vino la eclosión de los que en los años 80 se seguían llamando “nuevos movimientos sociales” (NMS), aunque no fueran tan nuevos: grupos feministas, ambientalistas, antinucleares, defensores de los derechos humanos, de consumidores, de homosexuales, de ocupantes de viviendas, “contraculturales” y muchos otros. Tenían características organizativas distintas a las típicas del movimiento sindical y eran a menudo autónomos de los partidos o desarrollaban sus propias organizaciones partidarias (como “los verdes” europeos).
Vino la consolidación de organizaciones no gubernamentales portadoras de un similar abanico de banderas y vino la tendencia a identificar tanto a éstas como a los NMS con el rótulo de “organizaciones de la sociedad civil”, que borronea importantes diferencias entre ambos fenómenos.
Vinieron, por supuesto, las crisis del “bloque socialista”, de lo que en su seno era llamado “teoría marxista” y de los “grandes relatos” en general. Vinieron la posmodernidad y el posmodernismo. Y vino también el avance de corrientes de la izquierda que, desde bastante antes, habían identificado la construcción de democracia como prioridad, con la aspiración de articular una gran diversidad de emancipaciones en una amplia variedad de escenarios.
A todo esto, ¿se sigue pensando que, en la compleja articulación de los objetivos democratizadores, hay una contradicción central y determinante, relacionada con la propiedad de los medios de producción o con algún otro asunto? La construcción de nuevos consensos culturales y la apertura de mayores espacios de libertad ¿es algo que acompaña y potencia el tránsito hacia el socialismo, algo que no necesariamente apunta en esa dirección pero resulta válido por sí mismo, o algo provechoso en qué ocuparse ya que no habrá revolución socialista?
No ha decantado nada parecido a un consenso en el FA ante tales preguntas y es indudable que la reivindicación de “nuevos derechos” no le pertenece en exclusividad. Además, la historia de la izquierda no muestra, por cierto, tradiciones homogéneas sobre estas cuestiones. Ya se mencionó el caso del feminismo, y en otros los antecedentes son mucho más conflictivos. Con alta frecuencia, la demanda de derechos de los homosexuales o los consumidores de drogas ilegales recibió como respuesta que “esas cosas” desaparecerían cuando los revolucionarios construyeran una nueva sociedad “sana”.
¿Nadie piensa así en el FA de hoy?
Y si habláramos de un proyecto de “patrimonio igualitario”, ¿que pasaría?