Un policía rocía con gas pimienta a un grupo de estudiantes universitarios que protestan pacíficamente en California. Bastante imprudente. Está rodeado de personas con teléfonos celulares que filman y sacan fotos. Un grupo de soldados estadounidenses, custodios de la cárcel de Abu Ghraib en Irak, tortura prisioneros y, para divertirse, los fotografía. Las fotos se filtran y son un “escándalo”. Sus colegas uruguayos, para no ser menos, se filman con un teléfono celular mientras abusan sexualmente de un joven en Haití. El bluetooth es activado involuntariamente y el video llega a manos equivocadas para que, como casi siempre, se active la maquinaria del escándalo mediático, los juicios, las indemnizaciones y toda la rutina pseudopolítica de los llamados a sala, las interpelaciones, las declaraciones indignadas del oficialismo y la oposición. Poco a poco -es sólo cuestión de días-, baja el volumen del ruido, hasta que se apaga del todo, y quedamos a la espera de que otro de estos simulacros comunicativos vuelva a ocupar el tiempo de la pantalla y podamos decir “qué horrible”.
Días atrás, el ritual volvió a repetirse. Dos patovicas de un boliche de Piriápolis golpean a un joven hasta dejarlo inconciente. Alguien los filma, sube el video a Youtube y lo envía a Canal 10 (http://ladiaria.com.uy/Ue).
Estos casos tienen en común por lo menos dos cosas. En primer lugar, no se hubieran conocido si ninguno de los protagonistas o testigos ocasionales no tuviera algún tipo de cámara digital a mano. Pero hoy día eso parece imposible, por lo menos para las sociedades plenamente integradas al circuito del consumo capitalista. Diferentes investigaciones en el campo de la fotografía tienden a ir hacia el objeto-fetiche del registro absoluto y la transmisión inmediata. Es un hecho que ya existe la posibilidad de mostrar todo lo que vemos, aunque todavía no esté claro que eso sirva para algo.
Por otra parte, este tipo de casos ponen en cuestión el rol y el lugar del fotoperiodismo tradicional. Uno de los que ha reflexionado sobre este tema es el prestigioso fotoperiodista estadounidense Fred Ritchin. Para él, las grandes, pesadas y notorias cámaras full frame con sus teleobjetivos de 300 mm se han transformado en un obstáculo para la realización de fotos “significativas”. Las imágenes importantes del mañana -y las de hoy también, como hemos visto- las harán personas comunes y corrientes, testigos casuales de la realidad que, por el hecho de estar en todos lados y a toda hora, podrán “ver” cosas que los profesionales ni siquiera imaginarán, y “estar” en esos lugares que ya no se les permite a los fotoperiodistas profesionales (en lo estrictamente bélico, por ejemplo, desde la guerra de Vietnam su trabajo ha estado rigurosamente controlado por los mandos militares que los custodian y protegen).
Probablemente, Ritchin tenga algo de razón. Para comprobarlo basta mencionar el caso uruguayo y comparar los efectos que tuvo la difusión del mencionado video del abuso sexual en Haití con la muestra fotográfica Más allá del deber -de Armando Sartorotti, enfocada en el trabajo de los soldados uruguayos en las misiones de paz de la ONU establecidas en Haití y el Congo, expuesta en el atrio de la Intendencia de Montevideo en mayo del año pasado-. Mientras la exposición construía paciente -y profesionalmente- la imagen de un Ejército esforzado y dedicado al servicio de las personas más necesitadas, un video de 50 segundos echaba todo al suelo y convertía a esos mismos soldados en una suerte de animales salvajes sexópatas.
Otra cosa que tienen en común esas experiencias de voluntario o involuntario “periodismo ciudadano” es que, en todas ellas, los culpables han pagado por su crimen. El policía del gas pimienta, los soldados estadounidenses y uruguayos, los patovicas de Piriápolis, todos fueron encontrados culpables. Pero lo que me interesa aquí no es tanto la condena legal como la social. Quiero decir: aunque ninguno de ellos hubiera recibido sanciones, o aunque las sanciones nos parecieran leves en relación a sus acciones, todos sabríamos que esas personas son las culpables, porque la imagen lo muestra claramente.
Sin embargo, este modelo de comunicación, digno de la generación Wikileaks -que todo lo ve y lo cuenta- o Anonymous -que está en todas partes-, no puede hacer más que eso, exhibir crudamente “las cosas” pero no reflexionar sobre ellas. La denuncia se concreta y se clausura en las cuatro paredes de la imagen, en esas ovejas negras que pagan los platos rotos, en ese patovica inflado por los fierros -andá a saber si no se inyectará alguna cosita- o en esa soldado rubia de la cárcel iraki, que debe estar bastante rayada como para andar atando hombres del cuello como si fueran perros. El supuesto carácter excepcional -por lo demente- de estas personas inhabilita entonces -o posterga como habladurías inconducentes de intelectuales- cualquier reflexión sobre los fenómenos sociales que hacen posible y cotidiano el ejercicio de ese tipo de violencia.
Cabría preguntarse si esto es culpa de las imágenes. Es decir, si unas “buenas fotografías” sobre esos mismos fenómenos habilitarían reflexiones más profundas. Y la respuesta es que no. En otra época las fotografías de denuncia incidían con fuerza en el cuerpo social porque actuaban respaldadas por conceptos integradores de la realidad, que -errados o no, eso no es lo importante- las hacían algo así como la parte visible de una idea. Entonces, la famosa fotografía de Eddie Adams, que mostraba al jefe de la policía survietnamita ejecutando a un prisionero del Vietcong, podía ser fácilmente decodificada como la acción destructiva del imperialismo estadounidense sobre el tercer mundo, como la ferocidad atroz y cínica de un capitalismo agonizante. Lo mismo pasaba en Uruguay con las fotos del diario comunista El Popular y sus “obreros y estudiantes resistiendo el golpe fascista” de 1973 o, desde el otro lado, con el diario El País, mostrando casi las mismas fotos pero entendiéndolas como la “conducta criminal de la subversión marxista”. Esas frases hechas eran la expresión de complejas concepciones de la realidad, tal vez máscaras a las que se les veían las costuras, pero que por eso mismo habilitaban la reflexión y la crítica sobre sus contenidos.
Hoy, las imágenes circulan sin sentido alguno, como libres expresiones espontáneas de una creatividad tan fecunda como fugaz, como estrellas que se encienden y se apagan casi sin que lleguemos a verlas. La única causa que parece promoverlas es la de su propia exhibición, tal como pasa con la rápida sucesión de estímulos con que nos entretiene la tele. Es que, como dice el anónimo “periodista ciudadano” de Piriápolis segundos antes de apagar la cámara: “¡Este video va pal 10! ¡Cómo no lo voy a filmar!”.