Anahit Aharonian, América García, Ana Demarco, Ana María Bereau, Cecilia Gil Blanchen, Carmen Maruri, Carmen Vernier, Graciela San Martín, Gloria Telechea, Irma Leites, Laura García-Arroyo, Lilián Hernández, Ethel Matilde Coirolo, Mirta Rebagliatte, Myriam Deus, Nelly Acosta, Nibia López, Tatiana Taroco y Violeta Mallet ocupan el fondo del escenario del Teatro Solís. Son ex presas políticas, hijas y exiliadas que relatan minuciosamente sus experiencias durante la dictadura, y luego de ella, avanzando progresivamente hacia el espectador como muro compacto. El movimiento en el espacio se transforma, sorprendentemente, en movimiento temporal: la(s) historia(s) se acerca(n). Todas ellas forman el coro de Antígona oriental, con dramaturgia de Marianella Morena y dirección de Volker Lösch y nombrarlas aquí -paliativo de la contemplación de cuerpos y voces desde la platea- es capital, porque su presencia es transformadora no sólo de las maneras de pensar y contar la dictadura en nuestro país, sino también del hecho teatral en sí. “Estoy acá estoy/enfrente tuyo estoy/tu cara es mi cara/tu cara es mi cara” canta el coro hacia el final.

La irrupción de lo “real”, del sujeto de la historia, en escena fue la estrategia que utilizó Lola Arias en Mi vida después (presente el año pasado en nuestro festival internacional de teatro) para relatar las consecuencias de la dictadura argentina sobre los integrantes del elenco, nacidos entre los 70 y los 80, y como tal atacaba el estatuto tradicional del teatro, esa disociación entre el ser y el representar (entre el actor y el personaje) que con pocas excepciones ha determinado hasta hoy -y me refiero a nuestro país- las formas de lo escénico.

Proveniente de una larga tradición post dramática europea (estamos casi a medio siglo de los primeros juegos con lo real que Peter Brook puso en marcha con su espectáculo de protesta por Vietnam US (1966) y del escándalo que provocó la quema en escena de una mariposa) incorporar grupos sociales más o menos definidos por sus actividades o experiencias (ex convictos, ciudadanos de tal o cual ciudad, prostitutas) codo a codo con actores profesionales, haciéndolos dialogar con el presente, es parte de la concepción de lo teatral de Lösch (“Siento el alivio de las mujeres que pueden decirlo todo, públicamente, desde un escenario importante. En ese momento sé exactamente por qué hago teatro,” escribe el director en el programa de mano).

Trabajo coral

El testimonio, sin embargo, no es lineal ni quiere ser “natural”: la extensa escena inaugural (ensamblado de las entrevistas a las protagonistas, por Marianella Morena) oscila entre el relato individual, el micro-coral y el coral -el discurso individual se abre a una apropiación colectiva- organizando cada fragmento de texto por medio de una “y” rítmica (cuya procedencia no es identificable, o por lo menos no inmediatamente), conjunción elemental que muestra las costuras del discurso y evidencia, en la concreción escénica, las dificultades del encastre perfecto: las voces de las mujeres tensadas por los contenidos sangrantes se ponen, paralelamente, a la búsqueda formal de una perfecta quimérica coordinación vocal.

Entre el coro está Antígona (la actriz Victoria Pereira), se descubre por la primera entrada al texto sofocliano, mientras Ismena (la actriz Sofía Espinosa) se camufla entre el público desde el principio de la obra. El diálogo entre las hermanas (sobre la necesidad de enterrar el cadáver de Polinices o de olvidarlo y acatar las leyes de Creonte) se entabla desde lejos, cada una en su lugar y a los gritos. Morena no hace sino equiparar la posición de Ismena a la del espectador (y éste a la de la sociedad responsable de los silencios), mientras que relaciona de manera directa la denuncia y la lucha política a la posición enérgica de Antígona (lectura que sí puede parecer -sentados en la platea del Solís- bastante evidente, es reivindicada recién en 2000 por Judith Butler en su Antigone’s Claim. Kinship between Life and Death, contra visiones como las de Hegel, Lacan o Irigaray que, sintetizando exageradamente, colocaban su acción en el campo de lo pre-político, otorgando al tirano el espacio de la ley).

Y si Ismena está sola aunque el público acompañe tácitamente su pasividad, la escena construye a Creonte como trío (interpretado por Sergio Mautone, Bruno Pereyra y Fernando Vannet, vestidos con trajes celestes: el color de la nación sustituyó dejando todo intacto, parece comentar el espectáculo, al verde militar), una suerte de Cerbero que se construye por momentos como opresor (de hoy y de ayer) y, en otros, se diluye en ese otro sector de la sociedad que ve el olvido como clave del progreso del país (“porque necesitamos un país convivible/ fue el pueblo/el que dijo dos veces/que no quería recordar/que no quería que nada se investigara/que nada se supiera”). Y aunque es inequívoca la función escénica de este Creonte multiplicado, su construcción híper paródica es uno de los puntos menos sólidos del espectáculo: discurso y gestualidades son harto planas y tranquilizadoras (él/ellos son sólo el Otro) para el espectador juicioso que asiste a una función con las premisas de Antígona oriental.

El espectáculo utiliza dos estrategias retóricas contrapuestas: por un lado la acumulación de testimonios que, ayudados por la conjunción, se construye como infinita parataxis (coordinación de frases del mismo orden) que quiere ser descripción imparcial, repertorio y puesta en escena de lugares, fechas, nombres de represores (una de las escenas más logradas es la lectura, por el coro, de una lista larga de nombres de torturadoras y torturadores con sus profesiones actuales y paraderos) y, como final, la distribución de volantes con los nombres y las fotos de mujeres y hombres asesinados o desaparecidos. Lo real (el cuerpo, el nombre, la foto) puesto en escena. Por otro lado, la propuesta exacerba los términos de la lucha de su protagonista, atravesado (y contaminado) por la reescritura de Antígona, haciendo uso de una estructura abiertamente hipotáctica (construcción argumentativa por excelencia) cuya toma de posiciones impone al lector o espectador, como dicen los manuales de retórica “obligación de ver algunas relaciones” al tiempo que “limita las interpretaciones que podría tomar en consideración” (algo de eso sucede en la identificación que se propone entre Creonte-torturador y los protagonistas de la política actual: el presidente, el anterior presidente, los primeros ministros y presidentes de otros países). Como respuesta inevitable frente a la cultura (de gestualidad) cool del olvido, cuyos discursos suenan pacificadores para muchos, la escena opta, a intermitencia, por la provocación violenta y simplificadoramente panfletaria (única estrategia que puede molestar todavía a alguien entre la audiencia ilustrada).

Armar las memorias

Antígona oriental se coloca como un proyecto decididamente de género, recorriendo en parte, los pasos que casi diez años se dieron en nuestra escena con Memorias para armar, de Horacio Buscaglia, estrenada en el teatro Circular. La obra tomó como punto de partida los resultados de la convocatoria que el colectivo de mujeres Taller de Género y Memoria ex-Presas Políticas realizó en 2000 (con el que se publicaron tres volúmenes) y los reelaboró en escena con el objetivo de dar voz a “todas las mujeres” teniendo como norte la especificidad de la experiencia femenina.

“La apuesta por una perspectiva testimonial", escribió Gustavo Remedi a propósito del espectáculo, "uno de los puntos fuertes de la obra, también tiene su flanco débil. Sabemos que la obra se basa en testimonios de personas de carne y hueso y en documentos reales, sin embargo, a los problemas propios del relato testimonial, caso de su subjetivismo, se agrega aquí el hecho de que los testimonios son actuados -es decir, estamos más frente a un docu-drama que frente a un testimoniante-, disolviéndose el vínculo entre la palabra y el cuerpo presente del testigo sobre el que descansa parte de la legitimidad y credibilidad del testimonio judicial. Esto, naturalmente, hace al género de teatro testimonial, lo mismo que a la narrativa testimonial, y es inevitable. La actuación de los testimonios es el precio que es preciso pagar a fin de evitar convertir a las personas que dan su testimonio en un espectáculo de circo (como ocurre con los reality shows y otros programas televisivos sensacionalistas).” Me interesaba la cita porque el riesgo de convertir la presencia del testimonio en fenómeno de barracón de feria está siempre a la vuelta de la esquina y no es discusión demodé.

Pero Antígona oriental no roza siquiera el problema. El juego de movimientos rítmicos en escena, la elección de los colores vivos para los vestidos (por Paula Villalba, que desautomatiza la asociación del relato de dictadura a los colores opacos) y, en especial, la dosificación entre meticulosidad, impasibilidad y protesta de las protagonistas las legitima, desde el vamos, como sujetos activos del discurso.

Antígona Internacional

Y aunque no se suele hacer desde las páginas de la diaria, esta reseña habla de un espectáculo que luego de las pasadas ocho funciones en el Solís (28 de enero al 5 de febrero), no podrá ser visto -por lo menos hasta nuevo aviso- por los uruguayos. A menos que viajen: un encuentro feliz entre la vigencia de la temática elegida y las redes que el equipo de Antígona oriental tiene, empezando por el director alemán, supusieron -dice un comunicado de prensa- la programación inmediata, luego del estreno, de su asistencia a varios festivales: el 24 de marzo en el Teatro Real de Córdoba (Argentina) en el marco del ciclo Teatro y Memoria, en setiembre integrará la programación del Festival Internacional de Manizales (Colombia), “complementando la agenda con posibles funciones en Medellín y Bogotá y una presentación en el Teatro Sucre de Quito (Ecuador)” y en marzo de 2013 irá a la Feria de Donosti (San Sebastián, España) y a “algunas ciudades de Alemania”. Entre la cobertura internacional instantánea que despertó Antígona, interesa señalar el cuidado que Harmut Krug, un crítico alemán que vino especialmente para ver la obra, puso en la crónica al público de su país: respondiendo a un periodista, admitió que el background biográfico de Lösch tuvo algo que ver -Lösch vivió en Uruguay durante la dictadura-, pero se interesó por insistir, en más de una ocasión, en que la iniciativa partió de Montevideo, de “su gente” coordinada con el Goethe-Institut, consciente de los peligros de una posible, ulterior, apropiación de la voz del otro, bajo la forma de “colonialismo” directorial. Y aunque habiendo visto el espectáculo y lo que sucede allí, tanta cautela no parezca pertinente, el palimpsesto de silenciamiento y falsificación de la voz del otro a lo largo de la historia explica los cuidados del crítico alemán.