K de kelper

Este miércoles, Beatriz Sarlo y Luis Alberto Romero, los dos académicos que más notoriamente criticaron la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico, fueron también parte del grupo que firmó la carta “Malvinas, una visión alternativa”, que cuestiona la política del gobierno argentino respecto a la soberanía en las islas (ver la diaria de ayer). A ellos se les han sumado Juan José Sebreli, Emilio de Ipola, Santiago Kovadloff, Roberto Gargarella, Marcos Novaro, Vicente Palermo, Hilda Sabato, José Eliaschev, Jorge Lanata, Gustavo Noriega y Fernando Iglesias, entre otros.

La idea que nuclea al grupo fue adelantada por Romero en una columna publicada por La Nación el 14 de febrero (“¿Son realmente nuestras las Malvinas?”), en la que sostenía: “Me resulta difícil pensar en una solución para Malvinas que no se base en la voluntad de sus habitantes, que viven allí desde hace casi dos siglos. Es imposible no tenerlos en cuenta, como lo hace el gobierno argentino”.

Otro intelectual, el ex secretario de Cultura y actual senador Daniel Filmus, respondió: “Ni el más colonialista de los ingleses se atrevería a escribir un documento como éste [...] El derecho de autodeterminación es sobre los pueblos originarios, no los trasplantados. La ONU encuadra este caso en el de la división de las naciones. El también senador oficialista (y antiguo jefe de gabinete) Aníbal Fernández contestó a su vez en Tiempo Argentino, aunque la mayoría de sus argumentos fueron ad hominem. Desde hace años, Fernández reivindica abiertamente la figura de Arturo Jauretche: con ese nombre bautizó al subgrupo político que lidera y el año pasado escribió un libro, Zonceras argentinas (también así se titula su blog), que remite directamente al Manual de zonceras argentinas que Jauretche publicó en 1968. También es uno de los directores honorarios del Instituto de Revisionismo Histórico.

A fines del año pasado la creación por decreto presidencial del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego fue duramente criticada por varios intelectuales, algunos de ellos activos representantes de la comunidad historiográfica vinculada a la academia. Beatriz Sarlo señaló el peligro de que una concepción historiográfica perimida y sesgada desde el punto de vista político pueda llegar a alimentar los libros de texto escolares, mientras que Luis Alberto Romero hizo énfasis en que para los cargos directivos del instituto se habría elegido a personas “carentes de calificaciones” en lugar de historiadores con formación universitaria. Reaparecieron así las viejas cuestiones de la hegemonía y de la ciencia. Y, obviamente, del peronismo.

De Franco a Fidel

El revisionismo histórico como proyecto definido de relectura de la historia tal vez pueda ubicarse a partir del primer gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1955), pero ya desde la década de 1920 hubo fuertes tendencias en ese sentido. Por esto, entender esta concepción de la historia es una gran ayuda para comprender al peronismo, ese fenómeno usualmente incomprensible para los uruguayos, menos por su propia composición que por la visión estereotipada que tenemos de la historia de nuestros propios partidos tradicionales.

Si hablamos de marcas distintivas de los revisionistas habría que mencionar, por un lado, un fuerte rechazo a lo que definían como Historia liberal -cuya cara visible era Bartolomé Mitre-, que podría mejor entenderse como hostilidad a un liberalismo político que había entregado el país al capital británico y que había permitido la inmigración indiscriminada del bajo pueblo europeo. Este nacionalismo conservador típico de los años 20 y 30 del siglo XX recordaba nostálgicamente la pureza hispánica de otras épocas, antes del advenimiento de un orden social corrompido por los valores del lucro y la competitividad típicos del capitalismo. Desde otro lado se dio un rescate de la figura de Juan Manuel de Rosas, expresión de las masas populares movilizadas y de la defensa de la soberanía ante la penetración extranjera.

El cuadro no podría completarse sin agregar un fuerte trazo del marxismo. Si la figura de Arturo Jaureteche sintetiza el componente nacionalista conservador del primer revisionismo, Jorge Abelardo Ramos encarna la vertiente revolucionaria que dominaría la escena hacia la década de 1960 y que sería tan significativa en las formulaciones ideológicas de una izquierda cada vez más radicalizada, en la cual había importantes componentes peronistas.

Este péndulo, desde un ideario netamente conservador que miraba extasiado al gobierno de Franco en España a otro revolucionario que encontraba en Cuba el modelo a seguir, expresa en alguna medida las tensiones internas del peronismo setentista, con sus grupos paramilitares protonazis y sus Montoneros disputándose a tiros la influencia sobre Perón.

Sublema Patria Grande

En su pretensión de hacer una historia que supere los estrechos marcos de los estados nacionales de América Latina -que en esta visión muchas veces son meros productos de una “ingeniería británica” siempre preocupada por dividir a los pueblos- el Instituto de Revisionismo Histórico rescata la figura de líderes históricos argentinos y latinoamericanos.

Es fácil entonces entender, por ejemplo, la inclusión de José Gervasio Artigas, reconstruido como un caudillo federal y popular que sería un héroe más oriental que uruguayo. Muchos de los nacidos de este lado del río aprobarían esa visión -o, por lo menos, la entenderían fácilmente-, dado que hoy es casi una marca de uruguayismo recordar que este país nunca estuvo en los planes de Artigas, y decir, entre burlones y melancólicos, que más que a él deberíamos homenajear a la diplomacia británica.

Pero al uruguayo de a pie tal vez se le complique un poco más entender la reivindicación de Luis Alberto de Herrera, pensando sobre todo en que, por ejemplo, su nieto Luis Alberto Lacalle no está precisamente entre los principales admiradores del kirchnerismo. Sin embargo, este dato del presente no alcanza para negar las buenas relaciones de Herrera con Juan Domingo Perón, su terco antiyanquismo y su lectura crítica de la influencia liberal en la historia americana.

Las reglas de tres no funcionan tan bien en la Historia como en las matemáticas pero, en este caso, detenernos en los puntos de contacto entre el líder nacionalista uruguayo y el revisionismo conservador argentino debe llevarnos a pensar cómo funcionó en nuestro país ese proceso de mutación política que sufrió el nacionalismo argentino. Y si la Guerra Fría llevó, en Argentina, de Jauretche a Aberlardo Ramos, en Uruguay el nacionalismo conservador y profranquista también mutó, por la vía del antimperialismo, hacia una nacionalismo marxista, el de Enrique Erro, Vivian Trías y los tupamaros. Y entonces, si claramente hay una línea que va de Herrera a Sendic, deberíamos asumir que los argentinos no son tan raros.

Más preguntas y alguna respuesta

Probablemente, la crítica más fácil -y la más válida- que puede hacerse al Instituto Manuel Dorrego es su misma concepción de la disciplina histórica. Desde su punto de vista, la investigación en historia debe completar huecos. Asume la existencia de un pasado objetivo y cosificado -“los hechos tal cual fueron”- que, debido a la mirada sesgada e interesada de la “historiografía dominante”, le oculta al espectador la obra de caudillos populares, la acción de las masas y -natural incorporación de los tiempos que corren- la influencia de las mujeres. Nada muy distinto en sus postulados -aunque sí en su orientación política- a la palabra de esos políticos uruguayos que se quejan, hablando del pasado reciente, de “la historia vista con un solo ojo” y de la necesidad de hacer sonar “la otra campana”.

Pero la Historia con pretensiones de cientificidad no busca tanto reivindicar héroes o condenar mitos como plantear preguntas innovadoras que nos sirvan de guía para confrontar las fuentes que dejan rastros del pasado. Entonces más que descubrirlo o iluminarlo -como quisiera un Dan Brown o un Indiana Jones- o revisar su relato para adaptarlo a respuestas ya establecidas, de lo que se trataría sería de someter a crítica a esas mismas respuestas y asumirlas, también a ellas, como otro producto de ese pasado que nos proponemos comprender.

Sin embargo, los puntos débiles del revisionismo histórico -y de otros géneros cuestionados por las mismas u otras razones, como la novela histórica- no deben oscurecer los debes de la historiografía académica. Por ejemplo, reconocer y hacerse cargo de sus propias vinculaciones con el campo político, que atraviesan la obra de cualquier historiador, por más científico que sea, y que son notorias en algunos de los mencionados críticos argentinos. O en subsanar su renuencia a divulgar el conocimiento, estrategia que siempre estuvo en la agenda revisionista y que, sumada a la simplicidad y el maniqueísmo del relato, explica su popularidad.

Además, aunque por razones más políticas que historiográficas, no deja de ser saludable la restitución de un sentido a la historia. Digamos que es necesario criticar, desnudar y, si se puede, refutar ese sentido, pero también defender el principio de que tiene que haber un sentido y de que la realidad, como quería Aldous Huxley, no puede ser solamente un viaje alucinógeno de nuestras mentes.