¿Cuántos escritores pueden llenar el Solís? ¿Y no una, sino dos veces? Eduardo Galeano realizó anoche, con sala completa, la primera de dos sesiones de lectura de Los hijos de los días, su más reciente libro.

En medio de una pequeña porción de su feligresía -que es realmente mundial- el autor de Las venas abiertas de América Latina leyó durante una hora y media tramos de su nueva obra, en la que sigue exhibiendo una predilección por pulidísimos textos breves, que alcanzó su pico en la trilogía Memoria del fuego (1982-1986). Aquí, los fragmentos están ordenados por fechas, pero no cronológicamente: son la excusa para acudir a un hecho histórico del pasado remoto o reciente.

Con similar disposición lúdica hacia el almanaque, Galeano repasó decenas de esos 366 textos. Entre aplausos y risas -su voz acentúa la comicidad de aquello que en la lectura directa puede parecer simplemente irónico-, el escritor, de 72 años, saltó de fecha en fecha, atendiendo tanto a la continuidad temática como al ánimo de la tribuna, y abandonó en varias ocasiones el “fechado” de sus textos.

El hilo conductor de su discurso es el antiimperialismo, en sentido amplio: no se trata sólo de cuestionar el dominio militar y económico de Estados Unidos, sino de ponerlo en perspectiva comparándolo con las prácticas del imperio británico, el napoleónico, el luso, el español, el romano. La sospecha de la tecnología (automóviles incluidos) acompañada de la veneración a las tradiciones precolombinas, el latinoamericanismo, la confianza en el intelecto y la creatividad como herramientas del verdadero progreso, la idea de que “el mundo está al revés” y la seguridad de que se puede enderezar siguen marcando grandes líneas en Los hijos de los días.

Tal vez parezca inadecuado hablar de “fieles” para aludir al auditorio de un escritor que, como hace cinco décadas, cuestiona permanentemente a la religión occidental. Sin embargo, no es la espiritualidad en sí la que Galeano pone en el banquillo de los acusados, sino la relación entre la iglesia y el poder. Por eso, no tiene problema en acudir a mitos, cristianos o no, para ilustrar mejor un ejemplo. En Los hijos de los días Galeano vuelve a dar pequeñas clases de religión comparada, que si bien ponen al descubierto el carácter demasiado humano de nuestras creencias, rescatan el valor de la esperanza.

Así, es posible leer el último texto del libro como algo distinto a una despedida. Correspondiente al 31 de diciembre, es una de las pocas entradas en las que la fecha no guarda relación con el relato. Allí, Galeano glosa el consejo que daba el romano Serenus Sammonicus para conseguir la inmortalidad: colgarse en el pecho la palabra Abracadabra, que en hebreo antiguo significa “envía tu fuego hasta el final”.