"En la poesía no hay final feliz/ Los poetas acaban/ viviendo su locura/ Y son descuartizados como reses / (sucedió con Darío)/ O bien los apedrean y terminan/ arrojándose al mar / o con cristales/ de cianuro en la boca/ O muertos de alcoholismo, drogadicción, miseria/ O lo que es peor/ Poetas oficiales/amargos pobladores de un sarcófago/ llamado Obras Completas". (José Emilio Pacheco)

Las Obras completas reivindican las imperfecciones de todo lector. Y dejan cierto margen para el asombro. Sucede, por ejemplo, con Juana de Ibarbourou, que gracias a los homenajes de hace un par de años vio realzados los últimos títulos de su poesía 
-"Perdida" (1950), "Azor" (1953), "Oro y Tormenta" (1956), "Elegía" (1966) y "La pasajera"-, casi perdidos en tiempo pasado, y valorada como una de las poetas más encumbradas del continente. O la "Poesía completa" de Idea Vilariño, que nos muestra un mundo que gira hasta el absurdo y sin cesar en torno al vacío y la negación de la existencia humana, mediante un ritmo que, por lo general, son endecasílabos y octosílabos cortados. Por el contrario, "La constelación del navío", de Amanda Berenguer nos muestra de qué manera la palabra es una asombrante cinta de Moebius siempre en lucidez, siempre en vértigo continuo.

Queda claro que la literatura uruguaya, de un tiempo a esta parte, ha sido pródiga en 
reunir obras completas. Pero hay nombres que esperan sus obras completas. Y casi a punto de ser olvidados. Por ejemplo, Silvia Herrera, Selva Márquez, Sarandy Cabrera, Orfila Bardesio, tan sólo para poner algunos ejemplos. Pero el esfuerzo bien vale un perú, según dicen. Y aún más para la poesía uruguaya que no se vende.

En este marco, es bienvenida la publicación de "Apalabrados", que reúne la poesía de Salvador Puig (1939-2009), con edición de Alicia Migdal y junto a estudios de los poetas-críticos Eduardo Milán y Roberto Appratto.

Días de vino y rosas

Los años 60 fueron fundamentales para el desarrollo de nuestra cultura. No sólo por la promoción de jóvenes poetas y narradores, sino por el impulso que se le otorga a la actividad cultural en sí: en 1961 se inaugura la Feria del Libro y del Grabado y a lo largo de la década se establecen editoriales como Arca, Alfa, Aquí Poesía, Ediciones de la Banda Oriental.

Dentro de este fenómeno, 1963 marca un mojón de fertilidad: se editan las primeras publicaciones de Anderssen Banchero, Híber Conteris, Nelson Marra, Walter Ortiz y Ayala, Cristina Peri Rossi, Claudio Trobo, Milton Schinca. Para muchos, ese año significó el afianzamiento de carreras literarias con títulos emblemáticos: "Poesía 1959-1962" de Washington Benavides, "Inventario" de Mario Benedetti, "Quehaceres e invenciones" de Amanda Berenguer, "Por modo extraño" de Jorge Medina Vidal.

Entre toda esta efervescencia aparece el primer libro de Salvador Puig, llamado "La luz entre nosotros" (Alfa, 1963). Tal vez sea justo calificarlo como “inusual”, porque Puig procede de un ámbito que siempre se encontró al margen de la literatura: el oficio radial. De voz poderosa, exigente y cincelada, Puig trabajó desde 1958 en la radio El Espectador donde, años más tarde, trabó amistad con Alfredo Zitarrosa, Iván Kmaid y Juceca; ya para el año 1963 es el encargado de los informativos de esa radio.

Inusual el libro, además, porque con este fino volumen el autor salta hacia atrás en el tiempo, evade la generación parricida del 45 y dominante a lo largo de los 60 y va hacia el encuentro de una estética afín a la poética última de Juan Ramón Jiménez, los poemas de Basso Maglio y la poesía concentrada y silenciosa de Cántico de Jorge Guillén. Muestra, entonces, el poema abstracto como fruto y reflejo de una eternidad pura, presente consagrado, luz certera: “Víspera. Todo está, no ocurre nada./Sólo es presente luminoso/ absorto en su fluir petrificado”.

Pero sobre todo inusual porque el libro se encuentra fundado bajo una mística de los objetos y el encuentro luminoso de sus significados: “Ya vuelve el tiempo a ser, palabra/ la que mueve la copa de los álamos”. El libro se instala en el margen de la historia social, y no hay que olvidar que la de los 60 es una década eminentemente política fuera y dentro de Uruguay.

Como afirma Eduardo Milán en uno de los prólogos de "Apalabrados": “El futuro latinoamericano es el gran tema de la década que, para la fecha de publicación del libro, cuenta ya con su revolución, la cubana, de cuatro años de existencia”.

La misma revolución cubana es la utopía y el mito de la mayor parte de los integrantes de la generación crítica o generación del 45 y, como consecuencia, existe una fuerte tendencia a abrazar la “utopía”. Una utopía que ocupa el vacío, porque, en términos creativos, es dable pensar que esa generación ya se encontraba desactivada antes del golpe de Estado de 1973, que obligó al exilio a muchos de sus integrantes. Sólo quedan restos del naufragio: líneas de fuga como la poesía de Vitale, Cabrera, Brandy, Megget, Paseyro, Benedetti. Y acaso una refulgente experimentación con la palabra como acontece con el discurso poético de Amanda Berenguer a lo largo de los 70.

Aquel guerrillero loco 
que mataron en Bolivia

La inserción de Salvador Puig en la historia social de Latinoamérica y su contexto revolucionario vendrá, pues, en el número 46 de la revista Casa de las Américas de 1967, donde se publica su poema “Al comandante Ernesto Che Guevara”, una de las tantas elegías que se escribieron tras la muerte del guerrillero argentino. El poema de Puig conocerá una versión musical a cargo de Alfredo Zitarrosa y el notorio verso que lo abre y lo cierra -“las palabras no entienden lo que pasa”- es, más que una afirmación, una pregunta cuya respuesta poetas de los 70 (Macedo, Mascaró, Carneiro y Oroño, los ahora prologuistas Milán y Appratto) y también de los 80 (Castro Vega, Courtoisie) tardarán en responder.

Si en su poemario anterior Puig se centraba en el mensaje y la eternidad que recupera, lo mantiene a salvo de la historia, en este poema hace foco en el lector, por tomar el esquema de Roman Jakobson (“autor-mensaje-lector”) tan en boga en esos años como principio básico de todo tratado de semántica. El poema, en sí mismo, se construye mediante dos líneas: un manifiesto léxico que va dando lugar a un espacio mítico de la historia social, finalmente recuperada mediante la complicidad del autor con el lector gracias a la mención nombre de guerrilla del Che Guevara: “vuelve a pelear aunque te mueras, Ramón”.

Papá, cuéntame otra vez

“Entre el 63 y el 80 seguí escribiendo versos muy largos, tratando de encontrar un ritmo distinto. De todo eso solamente quedó el poema a Luis Cernuda de “Apalabrar”. El resto lo quemé todo”, dirá el poeta. “Apalabrar” (Arca, 1980) es el segundo libro de Puig y muestra cómo la distancia entre el lector-mensaje- autor se fragmenta y todo se vuelve uno. Resurge la complicidad, ese apalabrar del autor al lector con frases, consejos, historias en un momento de oscuridad y desconfianza por la palabra poética como era la época más cruda de la dictadura militar.

Allí, entonces, el lector y el autor se convierten en una biblioteca. Pero existen dos tipos de biblioteca: aquella culta, en la que el libro dialoga con otros libros (Borges, Girri) y la biblioteca popular, en la que el libro dialoga con el saber colectivo, es decir, con figuras simbólicas que construyen el limo de toda sociedad (Zitarrosa, Juceca, Gardel). Puig consigue, a lo largo de las páginas de “Apalabrar”, una suerte de equilibrio entre esas dos bibliotecas.

De esta manera el autor se convierte en Orfeo: “Saliendo del pasado/ En lo que me tira para adelante/ y/ en lo que me tira para atrás/ en lo que he sido/ busco/ en lo que seré/ la fiesta/ el río de tu cuerpo/ que no refleja los árboles/ los piensa/ Voy a mirarte/ Eurídice”. Este poema es capital porque es una reflexión múltiple que se convierte en tema de poesía: la cultura, el saber popular, el ars amandi, la conciencia de la historia y el rol del poeta dentro de la civilización. El poeta se ha convertido en mito y ha petrificado el presente. A todos esos temas que hemos aludido hay que sumarles el lugar urbano y su geografía, el ars poética, lo cotidiano.

Muchas veces la reflexión contiene la imagen de un árbol: el primer verso plantea una meditación que se va desarrollando a lo largo del poema. Pero lo importante, en la mayoría de los casos, es el cierre: el golpe de efecto que traducen los versos finales. El poeta ha encontrado la técnica original y propia de poetizar: un esbozo de todo sarcófago.

Se podría decir que Puig comienza a armar ese sarcófago a lo largo de los 90, porque a partir de 1980, el poema es siempre el mismo. En “Lugar a dudas” (1984), el libro siguiente a “Apalabrar”, Puig crea incertidumbre entre lo real y lo irreal y el verso va cayendo, de una manera lenta e ineludible, en el uso de giros coloquiales y el recurso de la ironía que se leen de una manera en calma, sin prisa y sin pausa. En cierto modo, todos los libros posteriores a “Apalabrar” se pueden considerar secciones de ese mítico libro que pone a pensar -costumbre tan rara como exquisita- al lector de hoy en día.

Ciertamente, Salvador Puig es un autor más que atendible, porque representa a una de las líneas de la literatura uruguaya de la década de los 80 que nos devolvió cierta confianza por la palabra. Y por el mirar, aunque el poeta se encuentre dentro del sarcófago, un sarcófago que mucho tiene de asombro. El asombro original por el mirar. Como afirma el mismo Puig en uno de sus poemas: “Debe de haber muchas cosas/ que no miré”.