Nacido en 1968 en Madrid, Istvan Schritter vive desde niño en Argentina. Pasó su niñez en San Jorge, provincia de Santa Fe, y desde los 18 años reside en Buenos Aires. Se define como autodidacta. Tiene más de 80 títulos publicados, pero su obra además de extensa es amplia: ha abordado los libros para niños desde diferentes lugares, como ilustrador, escritor, diseñador, editor e incluso desde la reflexión teórica. Es director de las colecciones Libros-álbum del Eclipse y Pequeños del Eclipse, pioneras en la publicación de ese género en Argentina.

-Comencemos con el tema de la mesa redonda en la que participás hoy [por el miércoles 30]: “El proceso de creación de la obra. Los derechos de autor del creador y el ilustrador”.

-Un título muy controvertido en su formulación. Está servido en bandeja. Si fuera “El proceso de creación de la obra” y punto, sería una cosa, pero acompañado por “Los derechos de autor del creador y el ilustrador” se convierte en algo totalmente distinto: el ilustrador aparece marginado del espacio de la creación en ese enunciado y, por otro lado, no sabemos quién es el creador, porque hay una no revelación de quien crea la obra, que no sabemos bien qué es, finalmente. Todo eso lo transforma en un título para un debate interesante. Yo creo que hay un error de base: todos los autores que estén implicados son creadores, la obra es una creación y todos estamos en un mismo plano, ya que se trata de un discurso en el que conviven distintos lenguajes. En mi caso, trabajo desde todos los lenguajes, pero muchas veces lo hago con escritores desde el lenguaje de la ilustración. La obra en mi caso sería el libro-álbum, el libro ilustrado. Algunas veces hago todo yo, en otros casos lo compartimos.

Encuentro

Istvansch llegó a Montevideo para participar en el Primer Encuentro de Ilustradores y Escritores de Literatura Infantil de la Región, que organizó la Cámara Uruguaya del Libro, que culminó ayer. Los uruguayos Germán Machado, Magdalena Helguera, Virginia Brown, Verónica Leite, Sebastián Santana, Alfredo Soderguit, Lía Schenck y Sebastián Pedrozo fueron anfitriones de los argentinos Juan Matías Loiseau (Tute), Paula Bombara, Sandra Comino, Max Aguirre, Itsvansch y la brasileña Heloisa Bacichette. Moderaron las mesas de debate las especialistas Sylvia Puentes de Oyenard, Dinorah López Soler y Dinorah Polakof.

-Tu obra, que es amplia y diversa, incluye trabajos de teoría, de reflexión sobre la ilustración en Hispanoamérica. ¿Cómo ves el panorama actual de nuestros países?

-Tengo mucho escrito desde la teoría y un libro en particular, La otra lectura. La ilustración de los libros para niños [Lugar Editorial, Buenos Aires, 2006], que es de los pocos que se han escrito sobre el tema en Latinoamérica. Creo que desde hace bastantes años estamos en una situación conflictiva -creo que eso nos caracteriza- pero muy privilegiada. En la coyuntura de los países más desarrollados hay un achanchamiento en el desarrollo de la literatura infantil y, por otro lado, una tendencia a tratar de hacer cosas que el mercado pida, aquello que de acuerdo a la edad es lo que necesita alguien o lo que pide el mercado en relación a cómo debe ser un libro. Eso está muy instalado en los países del norte y en los nuestros no tanto. Esa pregunta tan molesta, “¿qué es para tal edad?”, siempre aparece y ha logrado meterse en el lector mismo. Es una consecuencia de cómo se formuló el libro para el mercado, una consecuencia de favorecer no leer el libro: pongo la edad y por ese pequeño, ínfimo paratexto sabés a quién dárselo. Antes eso no pasaba. Yo suelo responder: “¿Hace 20 años preguntabas eso?”. No, no se preguntaba; se leía y sobre esa base se determinaba si era para mi sobrino, para mi hijo, para mi abuelo o para quién. Eso si bien está instalado, no está de una manera tan violenta como en otros lados. A partir de lo que cuentan los colegas europeos, y ni hablar de los yanquis, me doy cuenta de que el propio autor se pregunta qué generar para que se venda, dónde o a quién. Obviamente, eso conduce a que lo creativo desaparezca completamente.

-En Uruguay ha habido un impulso interesante de la edición independiente de libros-álbum. Se trata de esfuerzos preocupados por la calidad del producto, pequeños, que seguramente no recauden importantes sumas de dinero, pero le han dado aire y variedad a la oferta nacional de libros para niños.

-Es muy interesante cómo se plantea, cómo se sale. Yo recibo muchas cosas. Se me ha cumplido un deseo: me regalan libros. Claro que se recibe de todo… eso no lo sabía: yo quería los libros que yo quería, no todo. Susana [Aliano], la editora de ¡Más Pimienta!, me mandó la colección Desolvidados, que fue lo mejor que he visto en los últimos años. Lo digo con total sinceridad. Esa colección es brillante. Hay una buena idea que está hecha con completa libertad. Si no estuviera hecho desde la libertad no existiría. Es perdurable y no importa si no se vende porque si no se vende ahora se venderá después, porque el mercado también es una construcción, no es sólo una cosa que está ahí para ser atendida. Cuando hay cosas que valen la pena, que no son efímeras, como esto, es interesante observar cómo el mercado las termina tomando. Y eso es porque valen, porque no son efímeras, precisamente. Creo totalmente en eso y creo que incluso es lo más rentable: a pesar de que tradicionalmente no son consideradas un objeto comercial por grandes editoriales, son las más rentables porque obligan a la empresa que las produce a seguirles el camino. Uno no está haciendo algo que si no funciona durante los tres primeros meses lo saca del mercado porque no le importa que se caiga. Importa que se caiga. No se tiene que caer. Creo que las cosas más interesantes de los últimos años han salido así. Es lo mismo que puedo decir de proyectos en Argentina como Libros-álbum del Eclipse, Pequeño Editor o lo de las chicas de Iamiqué; son buenas ideas que surgen del convencimiento de que algo es necesario. ¿Necesario para quién? Para sus mismos autores. Lo que lo sustenta es que tengo ganas. Es pasión y es deseo, que juntos son un combo que produce acción.

-Empezás como ilustrador pero vas incorporando distintos abordajes del libro…

-Siempre dibujé y escribí. Empecé publicando ilustraciones. Primerísimo, en la prehistoria, hice humor gráfico, historietas, pero muy poquitas. Y de repente, de manera fortuita, ilustré un libro para chicos y me encantó.

-¿Cuál fue ese libro?

-El primero que ilustré se llamaba El bramido horripilante, un libro muy malo de Libros del Quirquincho. Pero el primero que estuvo buenísimo fue uno de Colihue, que se llamaba La mesa, el burro y el bastón. Si los ves, no tienen nada que ver con lo que hago en este momento, más allá de que yo les descubro las similitudes… La cosa es que yo escribía y diseñaba incluso, pero no sabía. La publicación de la escritura llegó bastante después: se abrió la puerta por el lado de la ilustración y después llegó la oportunidad de publicar mis libros integrales. El tema del diseño fue más azaroso: yo naturalmente diseño, entonces no sabía que lo hacía. Alguien tuvo que decirme: “Mirá que eso es otra cosa, eso se cobra”… Tengo una visión sobre el libro, y sobre el libro para chicos, ilustrado, muy general.

-¿Cómo empezó tu carrera?

-Mi primer trabajo cuando llegué a Buenos Aires fue dar talleres de historieta y la docencia también me encantó. En todo lo que hago soy autodidacta, no estudié en ningún lado. Todo esto fue a los 18: salí de la secundaria y estaba instalado con el libro, con las historietas, con la docencia. Daba talleres a docentes por el Plan Nacional de Lectura de la época de Alfonsín. Un pendejo de 18, una cosa rarísima pero que salió muy bien. Claro, contaba con la grandeza de la directora general del Libro, que supo ver que eso era posible. Me gustó mucho ese territorio del libro y lo empecé a investigar de manera creativa, pero además, como estaba con esto de los talleres, me interesaba saber cómo transmitirlo. Eso me llevó a investigar mucho, a apasionarme por la investigación. Lo seguí en el correr de los años, escribí, publiqué artículos teóricos… En determinado momento fundé una cátedra sobre ilustración de libros para chicos en una de las sedes de la Universidad Nacional del Arte.

-Y en ese camino también sos editor…

-Un día me llamó la editora y dueña de Ediciones del Eclipse, una amiga, y me dijo que quería hacer literatura infantil. La cátedra tendría un año de fundada, así que estaba metido de lleno en el tema. Por teléfono la tuve dos horas dándole clase… Lo primero que le dije fue: “Me parece bárbaro. Lo que tenés que hacer es no hacer lo que se viene haciendo”. Esto fue en 2002, enseguida de la crisis, que entre otras cosas detuvo la entrada de libros extranjeros. Los álbumes apenas habían empezado a entrar, no existían como mercado. Le dije que no había que repetir lo de siempre y que había algo que en Buenos Aires no existía, que no se había hecho nunca: el libro-álbum. Tenía que venir por ahí. Lo que yo tenía como capital de ideas era la conciencia de lo que era el álbum, la conciencia de que eso no existía en Argentina, y por otro lado, 17 años de estar luchando en el Foro de Ilustradores junto con los colegas, compartiendo y viendo proyectos que nunca habían podido ser publicados. En ese momento ya tenía diez libros excelentes que no habían sido publicados porque no había dónde, porque las colecciones tenían formatos preestablecidos que no les daban cabida. En tres días le tenía todo armado. Uno de los libros era El circo, de Fernando González, a quien había conocido hace años, una vez que me invitaron a Uruguay: era un libro autoeditado, un álbum hecho y derecho aunque no se definía como tal porque era un concepto que no existía. Así surgió la colección, que se definió por el eje género, el libro-álbum: el formato que el libro pida, la tipografía que el libro pida, la cantidad de páginas que el libro pida… Funcionó, porque había un fermento. Casi al mismo tiempo, Ruth Kaufman y Diego Bianchi estaban preparando Pequeño Editor. Era un momento propicio para eso. Fue la primera colección de libros-álbumes argentinos. Como editor, al ver un libro sentí que encontraba dónde estaba puesto el deseo del autor y dónde estaba puesto el deber ser. Traté de separar, de descartar el deber ser para que fluya totalmente el deseo. Que viva el libro, que viva la obra. Que la obra pida. Que lo que decida sea el libro como obra, no el mercado, no lo que pareciera que el lector está pidiendo. Creo que más interesante que lo que el lector quiere es lo que el lector no sabe que quiere. Eso es interesante. En ese momento fue una intuición, después me di cuenta.

-En esa colección salió este año Como una guerra, que alude a la guerra de las Malvinas.

-Es una de las novedades de este año, son una tríada muy poderosa: Como una guerra, de Andrés Sobico y Paula Adamo; la reedición de Ulrico, de Carlos Schlaen, una revisión después de 25 años de un libro imprescindible de la literatura infantil argentina, creo que es la primera novela gráfica del país, en tiempos en que ni siquiera se hablaba de novela gráfica, una versión humorada de las crónicas de Ulrico Schmidl; y La viejita de las cabras, de Laura Escudero y Vialola, que trata sobre el olvido. Olvido, Malvinas, Ulrico Schmidl, que es historia y revisión… Es un combo de tres libros que se retroalimentan. En Como una guerra no se dice Malvinas en ningún momento; la única referencia aparece en una dedicatoria y en que firman diciendo la edad que cada uno de ellos tenía en 1982. Es un relato sobre dos chicos que están jugando a los soldaditos y uno le dice al otro que el tío estuvo en una guerra, el otro no le cree y él intenta convencerlo de que es verdad. Es un libro fantástico porque anda por una cornisa y no derrapa en ningún momento, a pesar de que podría caer en la condescendencia, en el golpe bajo. Anda junto con esos chicos al hablar de ese tío que contó alguna vez y ese chico lo recupera. Ahí está todo dicho, con la imagen que hace el contrapunto. Apareció a los 30 años de Malvinas y es el primer libro para niños sobre el tema. El niño le dice al final: “Eso me contó una vez, porque en realidad mi tío nunca habla mucho”. Eso queda ahí. O sea: hay alguien que una vez habló en 30 años, ese chico lo escuchó. Es muy conmovedor y no hace falta decir más nada. Sutileza absoluta.