Las discusiones relacionadas con el ingreso de Venezuela al Mercosur no deberían olvidarse rápidamente, desplazadas por otros asuntos de la coyuntura. Tuvo razón el vicepresidente Danilo Astori cuando afirmó, en una columna publicada el lunes 9: “Estamos ante temas de enorme importancia política”.
Cuando el presidente José Mujica sostuvo, para defender ese ingreso, que “lo político prevaleció sobre lo jurídico” no dijo poca cosa, aunque luego acotara que, si bien “lo jurídico tiene que estar al servicio de lo político, [...] eso no quiere decir que podamos hacer cualquier cosa”.
Algunas personas creen en la existencia de un “derecho natural”, previo y superior a las normas establecidas por los seres humanos, y sostienen que éstas deberían simplemente reconocerlo. Pero con independencia del derecho a esa creencia y a muchas otras, resulta evidente que cualquier legalidad es una construcción histórica, a partir de relaciones políticas (relaciones de poder, de conflicto y cooperación, de consenso y de fuerza) entre las personas.
En la vida real, los derechos se conquistan o se pierden, se otorgan o se quitan. Lo que hoy está prohibido mañana puede permitirse, y viceversa. Algunos cambios han sido el resultado de largos procesos, otros fueron impuestos de la noche a la mañana mediante revoluciones, y hay una compleja gama de matices entre ambos extremos, pero eso no determina, en la experiencia de la humanidad, la persistencia ni la respetabilidad que alcanzan esos cambios. Basta ver, por ejemplo, que rara vez la creación de un Estado independiente se produjo como consecuencia de un acuerdo pacífico en el que nadie se considerara perjudicado.
No cabe, por lo tanto, reclamar, con falsa inocencia o por puro cretinismo, una “seguridad jurídica” que impida todo cambio, como si fuera cierto aquello del “fin de la historia” y la normativa debiera quedar petrificada para siempre. Sin embargo, como señaló con sensatez Mujica, no podemos “hacer cualquier cosa”. E incluso hay cosas que no deberíamos hacer aunque podamos, para evitar que sus consecuencias se vuelvan contra nosotros a la mañana siguiente. Es necedad sentar un precedente para que otros puedan privarnos, luego, de garantías que mucho necesitamos. ¿O alguien piensa que, si nuestros socios en el Mercosur son Argentina, Brasil y Venezuela, a Uruguay le conviene dejar establecido que allí la legalidad importa menos que la voluntad política?
Además, algunas argumentaciones se muerden la cola. Pongamos que tienen razón quienes dicen que la decisión de aceptar a Venezuela como miembro pleno del Mercosur no violó en realidad los acuerdos del bloque, porque la suspensión previa de Paraguay había privado a ese Estado de su derecho a vetar el ingreso. Con tal criterio, en la cumbre de Mendoza simplemente se habría sacado provecho de una situación coyuntural, y aunque sean aceptables objeciones relacionadas con el espíritu de las normas, no hubo nada que contrariara su letra. El problema es que quienes sostienen esto defienden a la vez, por supuesto, la suspensión de Paraguay, y lo que hicieron los senadores paraguayos cuando destituyeron, mediante un juicio político express, al presidente Fernando Lugo fue, justamente, sacar provecho de lo que las normas de su país les permitían. Ni siquiera necesitaron alegar que lo político prevalecía sobre lo jurídico; para ellos hubo “una oportunidad que se aprovechó porque institucionalmente está permitido”, como dijo el ex presidente Tabaré Vázquez el 30 de junio, en defensa de lo resuelto en Mendoza.