Nuestro sistema educativo atraviesa una grave crisis, no muy diferente en muchos aspectos de la que llevó a José Pedro Varela a plantear y llevar adelante su reforma.

El 13 de setiembre, el gobierno comunicó que había concretado un cambio de autoridades tendente a dar un perfil más tecnológico a la educación preuniversitaria, bajo el liderazgo de Wilson Netto, hasta ese momento director de la UTU. Aunque del dicho al hecho suele haber un gran trecho y aunque, por otra parte, consideremos que este dicho en particular puede derivar en hechos muy distintos entre sí, algunos en la dirección correcta, otros no tanto, en principio comparto como mínimo las intenciones de este giro. En plena revolución tecnológica y en un país donde históricamente se ha puesto un acento excesivo en los estudios especulativos en detrimento de los prácticos, la movida es sumamente razonable. Queda para otra oportunidad discutir cuál es el conjunto de tecnologías y saberes aplicados cuya enseñanza se ha de priorizar.

A raíz de este cambio, el 18 de setiembre de 2012 se publicó en la diaria una columna en defensa de las humanidades (http://ladiaria.com.uy/articulo/2012/9/disparen-contra-las-humanidades/). Entiendo que las ideas allí expresadas constituyen un reflejo actual del romanticismo decimonónico, el cual, viene bien recordarlo, nació como reacción a una revolución industrial (la de la máquina de vapor y el telar mecánico).

Vale la pena transcribir los prejuicios sobre los cuales se sostiene esa visión humanista: los ingenieros, tecnólogos u obreros especializados no somos “personas críticas y reflexivas”, somos ciudadanos con “conocimiento procedimental” y nos está vedada la capacidad de “cuestionar la realidad e incluso de transformarla”. Si por ser incapaces de “elevar la mira” nos fuera mal, acabaríamos acudiendo a las humanidades que son las que pueden “discernir y argumentar” y, por lo tanto, las que en última instancia nos salvarían.

Asimismo, “las humanidades [...] representan una oportunidad para que cualquier persona pueda ser crítica e innovadora”. Si esto fuera así, habría que avisarle a la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) de su error estratégico: la innovación, la verdadera, estaría en las humanidades y no en la gestión ni en la tecnología.

El victimismo humanista alcanza tonos de catastrofismo cuando se afirma que avanzar en tecnología comportará un retroceso democrático, afirmación que equivale a decir que los países tecnológicamente más avanzados, que no son otros que los que más han invertido en ciencia y tecnología, es decir, en educación en ciencia y tecnología, son los menos democráticos.

Estos planteos siguen una línea tan antigua que puede rastrearse hasta Platón con su execración de todo aquel que se ganara la vida con sus manos. Más cerca en tiempo y espacio, esa línea pasa, entre otros, por José Enrique Rodó, que fantaseaba con trasplantar a América Latina la Grecia antigua de estetas y filósofos, dando así clara señal de su perplejidad ante el mundo real; Miguel de Unamuno y su garrafal disparate “que inventen ellos” con el que orgullosamente desdeñó a esa actividad inferior llamada desarrollo tecnológico, indigna de España; y, cómo no, José Ortega y Gasset, el hombre-elite que despreciaba a todo aquel que no practicara su filosofía.

Este país fue históricamente rentístico (debido a la maldición de la pradera natural, como la llamó José Pedro Barrán) y esa cultura rentística siempre fue muy bien con las humanidades o el afrancesamiento cultural. Había que laburar poco y entonces los nenes bien se dedicaban a filosofar, al periodismo, a la literatura, al empleo público y, fundamentalmente, a viajar a París para codearse con les humanistes. Las vacas, al pasar por la aduana, dejaban la plata con la que comíamos todos. Pero esos tiempos se fueron alejando (puede que la minería los vuelva a traer), la revolución verde hizo que la dependencia de los alimentos uruguayos haya descendido y nos vimos obligados a pensar en laburar, en producir, en algo que nos dé de comer y, si sobra tiempo, podremos dedicarnos a la filosofía o a la microhistoria.

Estos humanistas deberían en algún momento leer a Varela. Les recomiendo especialmente en La legislación escolar (un librazo) la respuesta de Herbert Spencer a planteos similares al del artículo. Lean también la crítica ácida a la universidad (humanista). Y vean el acento que pone Varela en formar ciudadanos hábiles para la producción, para el trabajo, para la vida real en primer término y en segundo plano para la “cultura liberal”.

Fortalecer la educación en aplicación de conocimiento no es más que un acercamiento a la proporción que se debe mantener entre educación humanista y técnica. Y cuidado: las humanidades no son un cuerpo 100% bueno y salvador. Hay allí de todo. Y es claro que si seguimos a los Unamunos nos iremos a pique, tal como se iba España en su época.