En el año 2000 Lou Reed se presentó en el Teatro de Verano. A pesar de que nunca había llegado a Uruguay un artista de rock de su calibre (dejando de lado gustos y yendo sólo a lo esencial, ¿quién lo había precedido que se pudiera comparar? ¿Eric Clapton? ¿Rod Stewart? ¿Sting? Vamos, seamos serios...), el teatro distaba de estar lleno, hacía frío y para peor empezó a llover. Impávido y casi sin hablar, Reed se dedicó a dar un show muy poco complaciente, en el que se limitó a tocar su disco más reciente, Ectasy (2000), y apenas un puñado de sus hits (incluyendo un “Perfect Day” que sonó algo irónico en relación al clima). Sin embargo, los presentes en el raleado público quedaron convencidos de que acababan de asistir a algo realmente grande, que había pasado un gigante por el Ramón Collazo. Una oportunidad que ayer nos enteramos de que ya no se va a repetir.

Un paseo salvaje

Resumir la importancia de Reed en la música popular de las últimas cuatro décadas es complicado y fútil, y el detalle de su biografía puede encontrarse en todas partes en la web, pero vale la pena repasar algunas cosas. Sus hallazgos en la fracasada (en términos de popularidad) banda The Velvet Underground son solamente comparables con los de The Beatles, pero son méritos compartidos con su compañero de banda, el galés y vanguardista John Cale, y su productor, el legendario Andy Warhol, quien al menos durante los primeros tiempos de la banda ofició como una suerte de gurú distante y exigente a la vez.

Los cinco álbumes de Velvet Underground (contando las grabaciones desperdigadas que iban a constituir un disco anterior a Loaded -1970- y que fueron editadas en 1985 bajo el nombre V.U.) son una de las discografías más perfectas que se conozcan en la historia del rock y un período creativo de una perfección con pocos puntos de comparación. Suele decirse que pocos compraron los discos de Velvet, pero que cada uno de ellos formó una banda; en realidad, podría decirse además que dependiendo del disco cada una de esas bandas fue completamente distinta. En ellos pueden encontrarse desde canciones de pop luminoso (aunque algo opaco) como “I’ll Be Your Mirror” o “Rock’n’Roll” hasta experimentos de ruido premúsica industrial como “Sister Ray” o “The Black Angel’s Death Song”, pasando por folk-rock íntimo (“Pale Blue Eyes”), doo-wop blanco (“I Found a Reason”), aproximaciones elaboradas al sonido de los Stones (“Sweet Jane”), psicodelia melancólica (“Ocean”), vanguardia transgresiva (“Heroin”), poesía existencial (“Candy Says”), experimentación pura y dura (“European Son”), protopunk (“White Light/White Heat”). En general, suele resumirse la música de The Velvet Underground -a causa de su minimalismo general y la temática callejera de sus temas- a esta última característica de precursores del punk, pero si bien el pesimismo sucio de algunas de sus canciones suena claramente discordante con la atmósfera general del rock de los 60, casi todas sus vertientes se pueden encontrar en sus discos, que contienen canciones radiantes, canciones sórdidas, canciones tristes, canciones violentas y canciones delicadas, en una de las obras más completas que haya dado el entonces juvenil género del rock, al que Reed le aportó una de sus primeras voces adultas.

La carrera solista de Reed, afectada por su consumo de drogas, alcohol y ego, es mucho más irregular e incluso tiene discos completamente prescindibles, pero sus aciertos y riesgos son deslumbrantes: el excelente Transformer (1972) redefinió el glam como una plataforma de expresión de la homosexualidad y no sólo un simple coqueteo con ésta; Berlin (1973) le dio auténtica categoría literaria al género de las “óperas rock”; los subvalorados Street Hassle
(1978) y The Bells (1979) establecieron un vínculo entre el rock de las alcantarillas neoyorquinas y el jazz de vanguardia distintivo de dicha ciudad; The Blue Mask (1982) dibujó el mapa de guitarras del rock independiente de los 90; New York (1989) lo reinventó como predicador político indignado; y Magic and Loss (1989) presentó una de las reflexiones más serias sobre la muerte y la enfermedad que se hayan convertido en canción. Hasta algunos de sus errores fueron fascinantes, como el insoportable Metal Machine Music (1975), un disco doble de loops de ruidos electrónicos que puede considerarse el equivalente musical al mingitorio de Marcel Duchamp o el que terminó siendo su testamento, el defenestrado Lulu (2011), que tendió un puente imposible entre su rock and roll simple e intelectual y la angularidad populista de Metallica. Es difícil no encontrar algo fascinante en la música de Reed, es imposible disfrutarla en su totalidad.

Distinto

Entrevistado hostil y líder de banda caprichoso y paranoico, Reed tenía fama de ser un personaje más bien intratable (fue definido alguna vez por su fan/adversario, el periodista Lester Bangs, como “uno de los mayores pelotudos de Nueva York”), pero como todos los grandes arrogantes era también un gran inseguro. Convencido por sus dos managers (Andy Warhol primero y Steve Seznick después) de que no era un buen cantante, cedió varios de sus mejores temas de The Velvet Underground a la chanteuse alemana Nico y al bajista sustituto de John Cale, Doug Yule. En el primer caso fue seguramente un acierto gracias a la interpretación helada de Nico (que a su vez era una cantante técnicamente nula), en cambio Yule apenas se limitó a “normalizar” canciones como “New Age” y “Oh, Sweet Nothing”, que hubieran quedado mucho mejor en la voz de Reed. Si bien era un cantante muy limitado de rango -hasta el punto de que la primera impresión que solía dar era la de que estaba hablando y no cantando-, el fraseo de Reed era algo único (aunque haya sido copiado hasta la saciedad) y su poderosa expresividad sigue siendo un desafío constante para esa gente limitada que sólo puede valorar a un cantante en términos de su volumen o su capacidad para sumar octavas.

Algo similar pasó con su rol como guitarrista; a pesar de ser un instrumentista rítmico limitado y solista ruidoso, Reed desarrolló en The Velvet Underground un sonido tosco pero profundamente personal y que sería imitado por centenares de guitarristas en el futuro (es uno de los precursores tanto del estilo conocido como jangle como de todos los guitarristas punk), pero cuando comenzó su carrera solista abandonó la guitarra para dedicarse exclusivamente al canto, siendo sustituido por una infinidad de sesionistas muy superiores en lo técnico e imposibles de diferenciar entre sí. Tendría que llegar a su banda otro distinto, el exquisito Robert Quine, para que en los 80 Reed volviera a asumir su rol como guitarrista y volviera a demostrar su sonido único y rabioso.

Si algunos porfiados todavía relativizan los méritos musicales de Lou Reed, nadie puede ser tan necio para no reconocer su talento como letrista, aspecto en el que pocos compositores pueden aproximársele. Admirador de la literatura seca y cruda de autores como Raymond Chandler y Hubert Selby Jr., Reed también había sido el alumno favorito de un poeta de la calidad de Delmore Schwartz y sus letras combinaron estas dos influencias dentro del formato y el lenguaje del pop-rock, produciendo algo absolutamente nuevo y de una calidad y madurez inéditas en el género. Los textos de temas como “Street Hassle”, “Stephanie Says”, “After Hours” y “Waves of Fear” no desentonarían en ninguna antología de la poesía estadounidense del siglo XX, y si bien suelen ser recordadas por sus aspectos más chillones -sus referencias a las drogas, la homosexualidad, el sadomasoquismo y la criminalidad-, prima en ellas una sentimentalidad a duras penas contenida por la voluntad de alguien que quiere parecer más fuerte de lo que es y cuyo conocimiento callejero lo ha llevado, más que a detestar todo, a comprenderlo todo.

Las cenizas al viento

En mayo había tenido que pasar por un trasplante de su castigado hígado, operación siempre difícil, sobre todo para alguien mayor de 70 años. Luego, con su característica bravuconería, declaró sentirse mejor que nunca, por lo que fue algo sorpresivo enterarse -un domingo de mañana, el título de la primera de sus canciones en conocerse, “Sunday Morning”- que había fallecido por motivos que aún se desconocen, pero que se intuye que están relacionados con sus problemas hepáticos.

Como era de esperarse, los medios y las redes sociales se llenaron de condolencias y lamentos doloridos por la muerte de Reed, ninguno de ellos más sentido que el de su ex compañero de Velvet John Cale, quien, tras haber pasado más años en feroz enemistad que en armonía con Reed, escribió: “El mundo ha perdido a un excelente compositor y poeta... Yo perdí a mi amigo del patio de escuela”.

Si de una cosa careció la poesía de Lou Reed fue de espiritualidad religiosa, a pesar de algunas canciones engañosas como “Jesus”. Clavada en el asfalto, la lírica del autor de “Waiting for my Man” dejaba poco lugar a la trascendencia metafísica e incluso cuando conversaba con un interlocutor agonizante en “Sword of Damocles” (“Hay cosas que no podemos conocer / Tal vez hay algo más allá / Algún otro mundo del que no sabemos / Yo sé que odiás esa mierda mística”) parecía estar hablando consigo mismo. Algo que también estaba presente como remordimiento en una de sus canciones elegíacas, “Dime Store Mystery”, en la que refiriéndose (aparentemente) al entonces recién fallecido Andy Warhol, Reed reflexionaba: “Hay un funeral mañana / En San Patricio las campanas van a doblar por ti / Ah, en qué debiste haber estado pensando / Cuando te diste cuenta de que te había llegado la hora / Yo desearía no haber desperdiciado mi tiempo / en tanto humano y tanto menos divino”.

Ante una obra tan estremecedoramente humana como la de Reed, no parece haber tiempo desperdiciado, no al menos para los miles de solitarios, de extraños, de curiosos y diferentes que encontraron en sus canciones una comprensión inesperada y un santuario secreto, en el que, a pesar de todas tus amputaciones, podías bailar escuchando tu estación de rock and roll. Y estaba todo bien.