De vez en cuando aparece la cara de Cristo en una mancha de humedad o a una virgen se le pianta un lagrimón. Añádase a la lista de milagros el que se produjo el miércoles: Keith Richards llegó a los 70 años y, como si fuera poco, en actividad. No se puede llamar de otra manera a semejante hazaña: el tipo sobrevivió a su adicción a la heroína -basta con repasar todos los músicos que murieron por sobredosis de esa droga-, a una descarga eléctrica de su guitarra que lo dejó inconsciente en el medio del escenario, a la persecución de la Policía y el fisco, a la “caída desde un cocotero” que derivó en una intervención quirúrgica en su cabeza y, por supuesto, a las peleas con Mick Jagger.

“Nadie se convierte en héroe por el mero hecho de meterse droga, más bien puedes llegar a ser un héroe si consigues dejarla”, dijo Keith en su biografía, Vida (2010). Pero si las dejó todas o ninguna no interesa demasiado, lo que realmente importa es la música: Richards, además de ser uno de los motores de la banda más grande de la historia del rock, es un héroe de la guitarra. Creó un estilo inconfundible que ha sido imitado hasta el hartazgo y cultivó el estereotipo definitivo del guitarrista de rock, en todos los sentidos imaginables.

Así empieza

El joven Keith estudiaba en el Sidcup Art College, donde hizo sus primeras armas en la guitarra gracias a las zapadas que se armaban en cualquier lado, menos en las clases formales. Por esas casualidades de la vida, un buen día de 1961, en la estación de tren de Dartford (Kent), Richards se encontró con un ex compañero de escuela que no veía desde hacía tiempo: Michael Jagger -le podían decir “Mick”-. Para sorpresa de Keith, el muchacho llevaba varios discos bajo el brazo, entre ellos: Rockin’ at the Hops (1960), de Chuck Berry, y The Best of Muddy Waters (1958). Ambos álbumes eran difíciles de conseguir en Inglaterra, y para el joven estudiante de arte se trataba del “tesoro de Henry Morgan”. Mick le contó el truco: mandaba cartas al mismísimo sello Chess de Chicago para que le enviaran los discos. Charla va, charla viene, empezaron a juntarse para complementar su fanatismo por los nuevos sonidos estadounidenses. Tiempo después conocieron al guitarrista Brian Jones, quien quería formar su propia banda. Lo demás es historia: la de los Rolling Stones, y ya lleva 51 años.

La obsesión de Richards por Chuck Berry es archiconocida, pero al igual que todos los adolescentes de su generación que se animaron con la guitarra, sus influencias fueron la mayoría de los músicos que dieron origen al rock & roll: desde la guitarra de Scotty Moore en las canciones de Elvis -“Heartbreak Hotel” fue la primera que le partió la cabeza- hasta Eddie Cochran y Buddy Holly: “Buddy era el mejor, porque cantaba bien y era un muchacho corriente. Elvis era fantástico, pero como Buddy llevaba lentes y tenía pinta de empleado de banco, te podías decir a ti mismo: ‘Bueno, la música no es sólo para tipos con la percha de Elvis’. Lo contrario nos habría alejado de esta profesión. Buddy allanó el camino”, comentó Keith en According to the Rolling Stones (2003). No es extraño que el primer éxito de la banda en el Reino Unido -número tres en las listas- fuera un cover de Buddy Holly, “Not Fade Away” (1964). En 1965 rompieron todos los esquemas con la irreverente trilogía riffera “The Last Time”, “(I Can’t Get No) Satisfaction” y “Get Off of My Cloud”.

Keith también absorbió mucho blues: Muddy Waters, Slim Harpo, Howlin’ Wolf, John Lee Hooker, Jimmy Reed y un larguísimo etcétera. Fue Brian Jones quien lo introdujo a Robert Johnson, una de las piedras fundamentales de los 12 compases. Cuando los Stones empezaron, pocos blancos dominaban el blues como ellos; tanto en los covers “Honest I Do” y “I’m a King Bee”, como en composiciones propias, (“Spider and the Fly”), las notas bluseras fluyen tan naturalmente como las aguas del río Mississippi.

En los primeros años Richards y Jones intercambiaban -y competían por- los roles de guitarra rítmica y líder. Pero a partir de 1966 el inquieto Brian empezó a experimentar con muchos instrumentos, y no se trataba de caprichos de rockstar; el blondo le dio el toque definitivo y característico a canciones como “Paint It Black” (sitar), “Under My Thumb” (marimba), “Lady Jane” (dulcimer) y “Ruby Tuesday” (flauta dulce). La vorágine multiinstrumentista de Jones, sumada al descontento por el papel cada vez más relegado que tenía en la banda que él había fundado -además de problemas de salud y de drogas-, lograron que Keith se convirtiera casi exclusivamente en el encargado de las guitarras. Ya para 1968 Brian no quería saber nada ni con la guitarra ni con los Rolling Stones. También colaboró el detalle de que Richards le “robó” la novia a Jones, la modelo Anita Pallenberg. Así es el mundo del rock: no se respetan demasiado los códigos inherentes a las relaciones amorosas, y las novias nunca son maestras o paleontólogas.

Un nuevo sonido

En 1968 el mundo empezó a revolucionarse con el Mayo francés a la cabeza, y los Stones siguieron el mismo rumbo creando el sonido que los haría inmortales. Keith y Mick estaban en la casa de campo del primero, matando el tiempo en un amanecer lluvioso. El jardinero de Richards, con sus grandes botas, entró a la finca apurado y saltando; a Jagger le sorprendió el ruido y preguntó qué era eso. Keith, guitarra en mano, le contestó: “Ah, es Jack. Jack el saltarín”. Empezaron a jugar con esa frase tirando acordes y así surgió el que quizá es el mejor single de los Rolling Stones (aunque Bill Wyman siempre ha alegado que el riff es de él), “Jumpin’ Jack Flash”. Ése y su siguiente single, “Street Fighting Man”, definen el sonido del rock & roll stone: sucio, desprolijo, saturado y con melodías vocales densas y llevadas de los pelos. Piénsese en “Everywhere l hear the sound of marching charging feet, boy / ‘cause summer’s here and the time is right for fighting in the street, boy” (en todas partes escucho el sonido de pies marchando, cargando, chico / porque el verano está aquí y el clima es adecuado para luchar en la calle, chico); es una melodía que machaca -acorde a la letra-, poco candidata a andar silbándola alegremente por la calle con una linda gurisa de la mano.

“Jumpin’” fue el inicio del período más prolífico y creativo de los Stones: Beggars Banquet (1968), Let It Bleed (1969), Sticky Fingers (1971) y Exile on Main St. (1972). Posiblemente ni el mejor GPS de la CIA serviría para encontrar cuatro discos consecutivos de semejante calibre en la historia del rock, permanentes mencionados -sin que ninguno predomine- en todas las listas de los mejores discos de los últimos 50 años.

La majestuosidad del quinteto va de la mano con la catarata de riffs que brotaron de los dedos de Richards -por supuesto, también tuvieron mucho que ver Jagger y los demás Stones, pero ésta es la fecha de Keith- y de un nuevo descubrimiento: la afinación abierta. Las afinaciones abiertas se usan mucho en el blues, en general, para tocar con slide. Consisten básicamente en afinar la guitarra de manera que todas las cuerdas al aire formen un acorde determinado. Esto posibilita que con un solo dedo se puedan tocar todos los acordes mayores -o menores, si se afina en ese tono-. Después de probar con varias afinaciones, fue el virtuoso guitarrista Ry Cooder el que le enseñó a Keith la afinación de sol abierto, con la que se quedaría para siempre.

El primer himno en esa afinación fue “Honky Tonk Woman” (1969) y es un manual del estilo Richards: mezcla de punteos y rasgueo de filosos acordes con ritmo entrecortado que por instantes dejan a la batería sola, tocados con aire de improvisación despreocupada. El manejo de los silencios es una de las claves de su estilo; “Can’t You Hear Me Knocking” (1971) es el ejemplo más contundente. La mayoría de los himnos rockeros de la banda están en sol abierto y explotan al máximo los piques de la afinación: “Brown Sugar”, “Tumbling Dice”, “Start Me Up”, etcétera.

El dúo dinámico

En la época de Mick Taylor sustituto de Jones, luego del fallecimiento de éste en 1969-, la banda marcó más la diferencia entre guitarra solista y rítmica, principalmente porque Taylor fue el guitarrista más virtuoso que tuvieron los Stones, con un sustain y un sentido del fraseo y la melodía asombrosos. Luego de su ida llegó Ronnie Wood, que era más Stone que los Stones, tanto en aspecto como en sonido; calzó perfecto.

Con Wood se disiparon las diferencias entre las guitarras y lograron lo que Keith llama “el viejo arte de tejer el sonido” -weaving-, en el que las violas alternan entre partes solistas y rítmicas constantemente, generando que no se distinga una de otra. El ejemplo más extremo es “Beast of Burden”, de Some Girls (1978), en la que prácticamente tocan en la misma zona de la guitarra.

Luego de Tattoo You (1981), la catarata de riffs de Richards tuvo períodos de sequía y pasó a ser un arroyo estancado: empezó a crear riffs menos redondos y más genéricos, y a repetir fórmulas. Por ejemplo, el riff de “It Must Be Hell” (1983) es idéntico al de “Soul Survivor” (1972) y la introducción de “One More Shot” (2012) es similar a la de “Street Fighting Man”. Su performance en directo tampoco es como la de antes; pero, ¿quién está hoy a la altura de los Rolling Stones de los 70? Eran dinamita pura. Sus escasos discos solistas fueron más satisfactorios, pero sin llegar a las antiguas glorias.

El último lanzamiento discográfico de la banda fue Sweet Summer Sun, un DVD y disco doble que registra parte de los dos recitales en Hyde Park de este año. En 2014 arrancan una nueva gira, On Fire que los llevará a Oceanía y Asia. A esta altura del partido da para imaginar que, contra todo pronóstico, pasarán los años y Keith Richards seguirá ahí, inmortal, como el sol, la luna y los impuestos.