Hay cierto consenso en que, estando casi completamente inactiva la producción cinematográfica, enclaustrada la plástica y disgregada la literaria, los principales fenómenos culturales entre 1973 y 1985 se manifestaron en los ámbitos de la música y el teatro. Roger Mirza, académico e investigador que se ha dedicado especialmente al estudio de esos años, repasa el rol que cumplió particularmente el teatro en aquellos días: “Nadie puede olvidar lo que significaron el teatro y el canto popular como formas de resistencia durante la dictadura, como oportunidades de recuperar la participación comunitaria, el encuentro con otros en un espacio público, a partir de sentimientos comunes, cuando se había prohibido toda actividad política, sindical, gremial y hasta el derecho de reunión. En ese sentido, el solo hecho de concurrir a salas que habían sido emblemas de un teatro fuertemente comprometido con el contexto político ya significaba una toma de posición. Así, el teatro militante de los años 60 y comienzos de los 70 se convirtió en teatro de resistencia bajo la dictadura; buscó nuevos lenguajes para mencionar lo prohibido, para reafirmar valores, para comunicarse mediante un lenguaje metafórico y de alusiones que buscó y logró la complicidad de los espectadores. En ese sentido, se produjo también un vuelco hacia lo nacional, con gran éxito de público. Ya desde 1973, con Boulevard Sarandí, de Milton Schinca, y al año siguiente con Esperando la carroza, de Jacobo Langsner, que tuvo más de 500 representaciones, se percibe esa tendencia que se acentúa hacia fines de los 70 con un importante número de obras nacionales en las temporadas. En 1979, año llamado por la crítica ‘del autor nacional’, más de la tercera parte de las obras en cartel fueron de autores uruguayos, en una proporción que se mantuvo por algunos años, incluyendo las reposiciones. Algunas, como Esto es cultura, animal (1979) y sus variantes (Esto es locura anormal), de Alberto Restuccia, y posteriormente El herrero y la muerte (1981), de Mercedes Rein y Jorge Curi, y Doña Ramona, de Víctor Manuel Leites, permanecieron varios años en cartel, con cientos de representaciones y gran éxito de público”. Uno de los agentes mencionados por Mirza, Restuccia, recuerda con cariño los días previos al golpe militar: “El teatro siempre es político y siempre está en crisis. En esos años el teatro era muy militante, hacíamos funciones en fábricas, hospitales y lugares de trabajo ocupados por obreros y funcionarios. Fue un momento de gran agitación”.

Un personaje clave en la formación y el lenguaje de la música de aquellos días fue el compositor, musicólogo y profesor Coriún Aharonián, quien recuerda ese tiempo así: “Se dio una intensidad creativa poco habitual. La toma de conciencia de la importancia de la resistencia cultural potenció el asumir la responsabilidad social del artista creador y multiplicó los corajes para enfrentar las latentes consecuencias. No todo era maravilloso, por supuesto, y había productos de calidades muy diferentes. Pero fue mucha la música de muy buena calidad”.

El también musicólogo Guilherme de Alencar Pinto, autor de un trabajo exhaustivo sobre una formación esencial de ese tiempo, Los que iban cantando, y sus circunstancias (Por detrás de las voces, Ediciones del TUMP, 2013), es todavía más extremo en su entusiasmo por el período: “No fue igual en todos los momentos. Pero en términos generales pienso que los años 1973-1985 fueron los mejores años de la música uruguaya: nunca hubo una concentración tan grande de creatividad, ejercida en una variedad tan grande de propuestas, y en circunstancias que propiciaron también un público especialmente receptivo (recepción que, en vista de las circunstancias, tenía que ser ella misma un ejercicio de creatividad)”.

Pero para el murguista y compositor Guillermo Lamolle el tiempo y la importancia histórica pueden haber sobredimensionado el verdadero relieve de la resistencia en el ámbito de la murga: “Tengo recuerdos de que el humor era básicamente de doble sentido, medio terrajún, si querés, aunque recuerdo también algún cuplé sumamente inocente”.

Distinto, y más opresivo, era el ámbito literario que, en cambio, había gozado de su mejor momento antes de la dictadura, o por lo menos así lo entiende el escritor y ensayista Roberto Appratto: “El estado de la literatura en ese período, digamos desde mediados de los años 60 hasta el golpe, era de ebullición, de publicaciones y atención crítica a las publicaciones. Es la época de la generación del 60: [Enrique] Estrázulas, [Cristina] Peri Rossi, Enrique Fierro, Circe Maia, Los papeles salvajes, de Marosa [di Giorgio], La luz entre nosotros, de Salvador Puig, [Washington] Benavides, las novelas de Sylvia Lago, Hiber Conteris, Julio C. Fernández. El surrealismo de Los huevos del Plata. Recuperación (post mortem) de Felisberto Hernández, la vuelta de [Juan Carlos] Onetti con El astillero, Los adioses y Juntacadáveres, las obras de teatro de [Carlos] Maggi, Milton Schinca, Ida Vitale, Idea Vilariño, Amanda Berenguer. Mucha actividad editorial (Arca, Banda Oriental, Alfa) más la Feria del Libro. Aparece Roberto Echavarren, premiado en la Feria de 1966. Época de Marcha, en su mayor esplendor: la izquierda ligada a la cultura, o la cultura ligada a la izquierda, a través de la crítica: Ángel Rama, Jorge Ruffinelli, Antonio Larreta. Y lo que no era izquierda se comportaba como tal, desde la crítica de libros, de cine o de teatro. La crítica como una forma literaria (por ejemplo, Homero Alsina Thevenet)”.

Esta sensación de opresión e incomunicación en un ámbito que no tiene respuesta inmediata, como el literario, es recordada así por el escritor Gustavo Espinosa: “Me desperté esa mañana (como el comienzo de un blues cualquiera), y mi madre anunció con fastidio que habían disuelto las cámaras. La imagen de la disolución que tenía entonces era ingenua o feliz: una oblea de ‘Sonrisal’ dentro de un vaso de agua. Así que recibí la noticia con júbilo porque una de sus consecuencias era la suspensión de la escuela. Poco después, al entrar al liceo y a la adolescencia, me avergonzaba que no me hubieran metido preso como a mis primas, que no me hubiese animado a raparme la cabeza con una cresta como habían hecho ciertos protopunks olimareños en protesta por los cortes de pelo compulsivos. Pronto, sin embargo, mis amigos y yo comenzamos a compartir una especie de soberbia clandestina, por pertenecer al grupúsculo de iniciados que sabíamos que los milicos (a quienes odiábamos, como a Boney M) eran estúpidos y crueles. A partir del 80, cuando me vine a Montevideo, estuve casi todo el tiempo paralizado por el miedo a la tortura. En fin, ya lo he dicho otras veces: la dictadura fue una cosa inmunda que me tocó en la lotería de Babilonia. Ya he escrito demasiado sobre ella”.

En la profunda medianoche

Pero aunque luego se encontraran formas de driblear a la censura, los primeros tiempos fueron extremadamente duros. Así lo recuerda Restuccia: “Enfrentamos represión policial, militar y de grupos armados neofascistas. En ese entonces entraban a las salas teatrales y centros culturales con armas largas. Nos ponían contra la pared, nos registraban e interrogaban. Había censura solapada, supongo que sospechaban que podíamos llevar armas a las funciones pero no encontraban nada, el peligro estaba en los textos. En 1971 yo dirigía la primera obra teatral Guay Uruguay, del dramaturgo Milton Schinca, que anticipaba el golpe de Estado desde el título (y el texto). En mi puesta en escena se recuerda una máquina de votar hecha con los cuerpos de los actores. Posteriormente, aparecí en los documentos de las Fuerzas Conjuntas como ‘director subversivo’, por obras como Cachiporra al poder -del dramaturgo y crítico comunista Alberto Mediza-, una farsa medieval que aludía al ‘pachecato’ como cachiporrero; y por Ubu rey, de Alfred Jarry. El movimiento teatral estaba unido ante un rival común. Había que resistir. En plena dictadura inventé un lenguaje que no tenía una palabra en español, una suerte de esperanto, para poder decir aquello que no se podía, en Esto es cultura, animal. Por supuesto que estuve preso e incomunicado por un espectáculo que se llamó Artaud en Latinoamérica. En ese momento me subieron a una chanchita y me pusieron una capucha mientras se reían y decían: ‘Éste va para un cuartel en el interior, ¿no?’. En ese momento pensé: ‘Pah, la quedé’. Por suerte un juez militar dijo: ‘Pero esta persona es un artista, no se le puede probar que porta armas’, y me largaron. Fui, además, asistente como delegado sindical al primer congreso fundacional de la Central Nacional de Trabajadores [CNT]. En plena dictadura escribí Salsipuedes, el exterminio de los charrúas, pero no pude estrenarlo hasta después, ya que era imposible decir que este país nació de un genocidio. Todo fue muy arbitrario. Los intendentes eran militares y Eduardo Darnauchans y yo estábamos prohibidos en Salto pero no en Paysandú, por ejemplo. Jorge Denevi, Héctor Vidal, Pepe Vázquez (Club de Teatro); Joselo Novoa, Chito Speranza (Circular), etcétera... En 1972 el semanario Marcha, que hacía una reseña de lo mejor del año, por tener tanto movimiento ese año no lo hizo. Sólo invitó al maestro Atahualpa del Cioppo y a Alberto Restuccia para que hicieran el análisis artístico político”.

Pero la opresión común no necesariamente organizaba unanimidades o frentes comunes de resistencia. Appratto apunta: “Las mayores dificultades estaban en el diálogo intergeneracional, el 60 versus el 45. Si bien se juntaban en torno de Nancy Bacelo y la Feria, diferían en la apreciación de los fenómenos culturales, sobre todo por los distintos niveles de importancia que revestía la izquierda como componente del juicio estético, que muchas veces taponeaba la consideración de fenómenos ‘divergentes’ locales o regionales. El poder era ejercido por la derecha, pero la cultura se mantenía, sin fondos propios (era, además, un país en crisis), centrada en la izquierda: ahí estaba el público, ahí estaban los gustos emergentes, ahí también estaban las divisiones en torno a procesos políticos internacionales (el caso Padilla en Cuba, el mayo francés en el 68)”.

Para Alencar Pinto, el proceso fue el clásico de “impulso y freno” que caracteriza a muchos procesos uruguayos: “Al inicio, [lo peor fue] la acción destructiva de la dictadura. Luego, tener que construir un montón de cosas sobre los escombros que quedaron. Mientras tanto, la precariedad técnica (grabación, amplificación, disponibilidad de equipos, de infraestructura). Las distorsiones inherentes a una situación dictatorial y que impregnaron a los propios músicos (paranoias, desconfianzas, polarizaciones, prejuicios, idealizaciones, simplificaciones, mistificaciones), aunque quizá no exclusivamente atribuibles a la dictadura. Luego, lo del ‘público especialmente receptivo’ terminó favoreciendo el facilismo. También, el hecho de que, una vez que se asentaron unos cuantos nombres importantes para constituir el Canto Popular, se volvió muy difícil para los más jóvenes ocupar un lugar comparable, así que no hubo en años subsiguientes una tanda de músicos que se pueda comparar con la que se reveló en el períod0 1977-1979”.

Lamolle considera a aquellos tiempos oscuros como el inicio de algunas costumbres que persisten: “La censura se aplicó con especial rigor en carnaval, seguramente debido a que los milicos supieron entender la llegada que tiene esta fiesta. Esa mentalidad sigue hasta hoy en día, agiornada: los conjuntos siguen sufriendo censura previa (en La Gran Siete tuvimos unos lindos líos este año), aunque ahora, aparte de esporádica, es moral, no política, y se presenta como ‘busquen otro chiste acá, eso es muy grosero’. Eso no pasa, por ejemplo, cuando uno hace un espectáculo musical en un teatro, o cuando cualquiera dice los disparates que se le ocurran en la tele. Eso se aplica según el gusto del censor, por lo que pueden ser censuradas algunas letras mucho más livianitas que otras que pasan el filtro. Tengo la sensación de que esto es un lastre del pasado más que una política actual, pero mantiene su vigencia”.

Levantando la cabeza

La historia de la cultura uruguaya de aquellos días es una historia de movimientos, pero los movimientos están compuestos de personas, algunas de las cuales se destacaron particularmente. Alencar rescata a un buen número de los músicos que grabaron por primera vez en la dictadura: “Los que iban cantando y sus integrantes Jorge Lazaroff, Luis Trochón y Jorge Bonaldi; y Jaime Roos, Leo Maslíah, Jorge Galemire, Rubén Olivera, [Carlos] Pájaro Canzani, Travesía, Fernando Cabrera y los dos grupos que él integró [MonTRESvideo, Baldío], Daniel Magnone, Estela Magnone. Desde Estados Unidos llegaron los dos discos de Opa. Entre los veteranos destaco a Eduardo Mateo, Dino, Eduardo Darnauchans y Ruben Rada. En vista de lo que hicieron después, supongo que podría ser interesante lo que hacían algunos que en ese momento no grabaron, como el Príncipe [Gustavo Pena], Alberto Wolf, Mariana Ingold, Asamblea Ordinaria, Hebert Perdomo, Cuarteto de Nos, Andrés Bedó. Los ‘porqués’ darían para llenar toda la edición de la diaria”. Aharonián coincide en que los músicos destacables del período fueron más de los que uno se imagina: “La lista es más extensa que lo que podría parecer. Simbólicamente, señalaría a Héctor Tosar entre los compositores de música culta y a Jorge Lazaroff entre los de música popular. Hubo ejemplos de excelencia conjugada con dignidad política también entre los intérpretes de música culta, y de éstos puede señalarse también, como símbolo, a Luis Batlle Ibáñez”.

Restuccia también está conforme con lo ofrecido sobre las tablas en aquella década larga. Destaca “al maestro Antonio Taco Larreta por su puesta de Fuenteovejuna y al maestro Atahualpa del Cioppo por todas sus puestas. Puede que ahora nos parezca todo eso un poco planfletario -incluyéndome-, pero creo que el movimiento teatral respondió bien a esos tiempos difíciles. Había un cambio de ideas muy fértil. Habría que preguntarse, como una vez lo hizo Álvaro Ahunchain, ¿Dónde estaba usted el 27 de junio de 1973? Por supuesto, no puedo dejar de mencionar la colaboración del maestro Luis Bebe Cerminara, mi socio artístico de toda una vida”.

Menos memorable fue el ámbito literario para Espinosa: “No estoy en condiciones de diseñar un panorama o un mapa de la escritura de esos años. Estuve ocupado en otras cosas, en vivir mi propia bildungsroman: descubrir la gran literatura argentina, las vanguardias, descifrar a Góngora, conseguir discos de rock y de blues, aprender algo de griego y de latín, etcétera. Sé que aparecieron cosas en los intersticios de la idiotez fascistoide: creo que Maslíah empezó a hacerse conocer por esa época; me han dicho que Ediciones de Uno fue algo importante; recuerdo haber leído libros de [Mario] Levrero y de [Jorge] Medina Vidal publicados por esos años. También fue importante y sorprendente el concurso de Acali y La Semana, en el que Sandino [Núñez] les ganó a todos con su único libro de ficción, Diverso y universo. El terrorismo de Estado ejercido por imbéciles no facilitaba las cosas. Nos resultaba difícil encontrar un maestro de cuerpo presente. Medina Vidal, prestigioso, destituido, provocador y -sobre todo- buen poeta, pudo haber sido uno. En la Facultad [de Humanidades] estaba sólo Ruben Tani”.

En primera persona

Más allá de las reflexiones generales, todos los entrevistados pasaron la dictadura en Uruguay y cada uno tiene su impresión subjetiva de cómo fue crecer y desarrollarse artística e intelectualmente en esas circunstancias: “Al promediar la dictadura -recuerda Mirza- y algunos años después de haber sido echado de la universidad, en marzo de 1979, José Pedro Díaz y Maneco Flores Mora me ofrecieron trabajar como crítico teatral y ocasionalmente literario en el suplemento La Semana de El Día, que se acababa de (re)fundar. Aceptar ese desafío significó un cambio decisivo en mis actividades. Me obligó a sumergirme en la actividad teatral, en momentos particularmente difíciles y significativos para la sociedad y la cultura del país; todo eso me marcó profundamente y me obligó a una fuerte inmersión en la actualidad cultural uruguaya y en la orientación de mi especialización universitaria posterior”. La elección de quedarse no fue fácil para los que se habían identificado con los movimientos disidentes previos al golpe de Estado, como Restuccia: “Muchos se fueron al exilio y por suerte fueron muy bien tratados. Yo me quedé a hacer la resistencia cultural acá, y ése fue el ‘inxilio’. Tomaba té sin azúcar y comía galleta dura, pero aun así abrí un teatro en dictadura [el Tablas]”.

Pero para los que pasaron su juventud bajo la dictadura, la impresión puede ser tan subjetiva como la de cualquier juventud, Appratto recuerda: “Viví ese período como un joven en pleno período de formación (entré a la Facultad de Derecho en 1968 y al Instituto de Profesores Artigas en 1969), que aprovechó todo lo que pudo, vio todo el teatro y el cine, leyó todo lo que había, porque había un marco social y cultural que lo alentaba. No había empezado a escribir todavía en términos ‘profesionales’, pero lo que leía me confirmaba en mi interés por hacer cosas. Día a día iba incorporando estímulos, tanto viendo y leyendo como conversando con otros mayores: ese diálogo entre los del 60 y nosotros era fluido en razón de la militancia. El mundo era un lugar posible, cognoscible y vivible”.

Una visión distinta, por ser la mirada de un entonces extranjero, es la de Alencar: “Vivía en Brasil y desde allí sólo pude conocer una fracción de lo que hoy sé que había. Pero en ese momento [desde 1980] me pegó como la música más creativa que se estaba haciendo en el planeta, al menos de las que yo conocía. Escuché fanáticamente los pocos discos de Maslíah, Los que iban cantando, Lazaroff, Olivera y Mateo a los que pude acceder, se los mostré a todos los que pude. La música me transmitía mucha angustia por las cosas que se comunicaba que estaban pasando aquí, pero al mismo tiempo se me caía la baba por la creatividad, el coraje y el talento que estaban en juego en esas realizaciones, y quedaba a la espera de la oportunidad de acceder a más discos”.

Cuatro décadas después

En general, hay una coincidencia entre los entrevistados acerca de la persistencia y la energía de los movimientos culturales de aquella época, más allá de los controles y las represiones, pero ¿quedó algo de esa fuerza y esa efervescencia? “De los músicos nombrados me queda todo. De vez en cuando me da por escucharlos, y más allá de que ya son parte de mi vida, sigo admirando esa música, le sigo descubriendo virtudes, nuevas interpretaciones, enseñanzas, matices emotivos. De pronto, la mayoría de las cosas que se hacían ya no son ‘aplicables’, hubo quiebres de estilo, de la función de la música, de las estructuras de consumo. Pero son clásicos, totalmente”, dice Alencar.

Para Mirza la marca sobre el teatro uruguayo es decisiva: “Evidentemente, la situación ha cambiado. Los movimientos culturales se generan, perduran y van perdiendo fuerza, en función de múltiples factores sociales, políticos y culturales (tienen sus momentos emergentes, dominantes y remanentes de acuerdo a la útil distinción de Raymond Williams), pero no desaparecen totalmente. Se podría decir que hoy se difuminó ese movimiento pero resurge a lo largo de la posdictadura, cada vez que alguna obra encara el tema del terrorismo de Estado y sus efectos en la experiencia personal y colectiva, en ese largo trabajo de la memoria por recuperar lo que la historia oficial negó y ocultó sistemáticamente. Es lo que ocurre todavía en las últimas dos décadas, con obras como El informante (1999 y 2003), de Carlos Liscano, Cuentos de hadas (en forma ininterrumpida de 1998 a 2001 y con reposiciones hasta 2004), de Raquel Diana, En honor al mérito (2002), de Margarita Musto sobre el asesinato de Zelmar Michelini, Memoria para armar (2002-2003), de Horacio Buscaglia sobre el libro de Graciela Sapriza, con testimonios de mujeres, hasta llegar a los más recientes Comunismo Cromañón y Pogled, de Iván Solarich, y dos que todavía están en las carteleras: Antígona oriental, de Marianella Morena, y Ex - que revienten los artistas, de Gabriel Calderón”.

Aharonián piensa que no son sólo elementos artísticos los que subsistieron al fin de la dictadura y los movimientos de resistencia cultural, “a pesar de la mala memoria de muchos que deberían tener obligación de tener buena memoria. Y a pesar del ‘todo vale’ y del ‘para qué’ de esa extraña mezcla de secuelas del posmodernismo y del neoliberalismo que estamos viviendo”.

“Queda la conciencia, entre los que estábamos ahí, de que era así. Los que vinieron después, que son muchos, no pueden entender ni tienen por qué hacerlo. Se perdió, por la dictadura, la noción de continuidad en la cultura; se diluyó en lo académico, o en lo gacetillero, o en el desinterés general por el sentido de la actividad cultural. Por supuesto que hay formas propias de la juventud que están por fuera de eso y proponen otras cosas. Pero no es lo mismo”, dice Appratto. Espinosa es aun más escéptico: “Estoy más cerca de creer que no hubo ‘movimiento’ alguno, salvo el canto popular del que queda alguna inercia y algunas de sus obras más heterodoxas o menos panfletarias. En todo caso, quedamos algunos sobrevivientes”. Y Restuccia, más filosófico y fatalista, sostiene: “Todo cambia. Nada permanece. Queda la historia”.

Pero indudablemente lo que también queda es una especie de nostalgia culposa sobre unos tiempos terribles que, sin embargo, tuvieron sus brillos inesperados, cotidianos y externos a los movimientos históricos, como los que rescata Lamolle de aquellos días y que siente aún prolongarse hasta hoy: “Voy a usar una expresión que nadie usó antes: la magia inexplicable del tablado de barrio. Sin vecinos molestos, lleno de chiquilines corriendo de aquí para allá, y que cuando entrás al tablado te miran como si acabaras de bajar de un plato volador. Y los panchos y las tortafritas muy baratos. El resto es basura mediática reciclada”.