A Eduardo Galeano le gusta decir que Uruguay es un país de paradojas, con un Cerro Chato y un Arroyo Seco. A eso se puede agregar que la televisión abierta es, desde hace más de medio siglo, un espacio cerrado. Pero también que el otorgamiento de canales de televisión abierta digital a nuevos operadores es el primero que no se digita.

La decisión de adjudicar las señales corresponde al presidente de la República, en acuerdo con el Ministerio de Industria (MIEM), pero ha sido precedida por evaluaciones públicas de los seis proyectos presentados, realizadas no sólo por la Unidad Reguladora de Servicios de Comunicaciones (Ursec), a fin de verificar el cumplimiento de requisitos formales, administrativos y técnicos, sino también por la Comisión Honoraria Asesora Independiente (CHAI) integrada por representantes de la Asociación Nacional de Broadcasters Uruguayos (más conocida como Andebu), la Asociación de la Prensa Uruguaya (el sindicato del sector), la Cámara Audiovisual del Uruguay, el Ministerio de Educación y Cultura, el MIEM, la Asociación de Radios del Interior, la Sociedad Uruguaya de Actores, el Servicio Paz y Justicia, la Universidad de la República y las universidades privadas.

La definición de este procedimiento tuvo idas y venidas, con una suspensión y una prórroga, en difícil diálogo con los emisores históricos de televisión comercial abierta desde Montevideo. Éstos, defensores del libre mercado pero sólo de su chacra para afuera, presionaron cuanto pudieron: expusieron tesis singulares sobre sus “derechos adquiridos” en el uso de un bien público, alegaron que la participación de nuevos operadores sería ruinosa para todos (porque la “torta” de ingresos por difusión de publicidad, dicen, no permite alimentar a más comensales), amagaron con no presentarse al llamado y afirmaron, con desparpajo, que la diversidad de sus actuales programaciones no da de qué quejarse.

Han logrado que el Poder Ejecutivo redujera la cantidad de nuevos canales que asignará, y que reservara tres para ellos sin que cumplieran, en esta ocasión, las exigencias planteadas a los nuevos aspirantes de acreditar solvencia económica y moral, ser evaluados por la CHAI y presentar sus proyectos en una audiencia pública. Pero no lograron su objetivo primordial: que todo quedara como estaba. En eso les ganaron la pulseada quienes, desde el Estado, el sistema de partidos y la sociedad civil, han trabajado con tenacidad por el cambio.

Los viejos barones del oligopolio no informan acerca del proceso en curso, como si siguieran convencidos de que lo que no muestran no existe, pero saben que se termina el tiempo en que tuvieron el campo alambrado. Esa noticia, que aumenta la calidad de nuestra democracia y nuestras libertades, es mala para unas pocas familias y buena para el resto de la población.

Además, esta apertura propició el planteo de ideas y propuestas nuevas, señales de que otra televisión puede ser posible. Con independencia de las adjudicaciones que decida el Poder Ejecutivo, es esperable que las mejores iniciativas no se archiven, sino que sean incorporadas por los operadores que queden, tanto por los nuevos como por los de siempre. “Lo que hay” no es lo que habrá, y las estirpes condenadas a medio siglo de cerrazón tienen una segunda oportunidad en esta tierra.