Interpelado, sorprendido y fascinado. Así me sentí después de leer Cuerpos, poder y erotismo. Escritos inconvenientes, el último libro del psicólogo y sexólogo Ruben Campero. De esa forma cumple con su objetivo, según explicó el propio autor en el lanzamiento de su obra. Sin embargo, aclaró que no es un discurso contracultural, sino que busca generar un “ida y vuelta” con el lector para que pueda sentirse identificado, apelando a su “inteligencia emocional”. También señaló que la forma en que una sociedad concibe los cuerpos de las personas es la demostración de la forma en la que se ejerce el poder en ella.

En palabras de la también sexóloga y especialista en educación sexual Mirta Ascué, el libro da “una amplia y actualizada mirada sobre las masculinidades”, y rescata el aspecto emocional de los cuerpos, más allá del físico y el mental, a los que se acostumbra a conceptualizarlos. De esa forma, se contribuye a que las personas podamos “pensar, hacer y sentir en coherencia”, según explicó.

La publicación analiza integral y críticamente la forma en que una sociedad creada por y para hombres heterosexuales blancos propietarios y judeocristianos se defiende de todo aquello que puede llegar a cuestionarla. De acuerdo con la tesis de Campero, la concepción de sexualidad -profundamente ligada a lo erótico y en particular al coito vaginal- es uno de estos mecanismos mediante los cuales esa masculinidad hegemónica se reafirma cotidianamente por medio de diversos mecanismos violentos, por lo que se convierte en un aspecto político central de cualquier sociedad.

Desde la significación del ano como trinchera del patriarcado, el autor explica que señalar esa zona del cuerpo como erógena -especialmente en el caso de los hombres- parece cuestionar el poder de los seres penetradores y la dependencia y pasividad de los cuerpos penetrables por el “cetro fálico”.

Políticamente incorrecto

“No discriminar está de moda”, afirma en uno de sus capítulos, al tiempo que señala que el discurso políticamente correcto muchas veces no se condice con la práctica y otras tantas es el que refuerza y camufla las conductas discriminatorias, llevándolas al plano de la tolerancia o de soportar la diferencia del otro sin concebirla como una de las posibilidades “normales”. Campero propone pensar en los insultos socialmente instituidos: si prestamos atención, la abrumadora mayoría refieren a algún aspecto de la sexualidad. Los ligados al excremento y a la analogía de lo indigno de “sacar para afuera” sentimientos y no tener miedo; otros que ponen al falo en el centro y al cuerpo penetrado como sinónimo de pasividad y sumisión, y los referidos a la homosexualidad como equivalente a feminidad y, por lo tanto, equiparable a debilidad.

Un capítulo aparte está dedicado a los calificativos “puto” y “puta” como llamamientos al orden, y por ende, a la sumisión ante el macho, efecto casi siempre logrado por más cuestionadores del patriarcado que seamos. Macho que también es definido e identificado como aquel hombre que continuamente hace alarde de su falo como instrumento de poder, a su deseo sexual colonizador, a la cosificación de la mujer, y que constantemente deposita en los hombres homosexuales sus miedos y lo que no se debe ser.

Además, Campero reflexiona acerca del único contacto corporal entre hombres socialmente admitido: la violencia física. Según plantea, eso ha llevado a que la gran mayoría de las prácticas sociales -que involucran tanto a hombres como a mujeres- terminen solucionándose mediante la violencia. Pero al mismo tiempo señala que esta simbología también se vuelve en contra de los propios hombres cuando no cumplen con lo que sexual y socialmente se espera de ellos. “Desidentificarse de la feminidad y contraidentificarse con la masculinidad tiene sus costos. La obligación de rechazar todo rastro femenino del cuerpo compele a construir una misoginia estructural que lleva a deshabitar el cuerpo”, define. El autor también plantea que éstas y otras prácticas nos llevan a normalizar lo que se espera de hombres y mujeres, principalmente por medio de mitos y tabúes, que no hacen más que reproducir y reforzar el sistema a partir de la repetición solapada.

Según concluye, esto también repercute en la educación y en la salud sexuales. Mientras la primera muchas veces se reduce a cómo evitar embarazos y enfermedades de transmisión sexual, la segunda muchas veces reproduce la lógica mecanicista y se transforma en una especie de “policía sexual” que trata de “arreglar la máquina” para que funcione de acuerdo a lo que se espera de ella. Campero cuestiona esta visión y señala que la salud sexual debe ser planteada en términos terapéuticos y de acuerdo a la significación y experiencia propias de cada individuo en función de su lugar en la sociedad.