En los últimos 30 años, desde la salida de la dictadura, los uruguayos nos fuimos acostumbrando a la idea de que las empresas encuestadoras brindaban información cada vez más precisa sobre el resultado probable de cada elección. En algunas de ellas fueron muy pocas las opciones que realmente se consideraban “votos útiles” para definir quién ganaría, y en otras el desenlace pareció inevitable mucho antes de los comicios. Por lo tanto, una cantidad considerable de ciudadanos se sintió libre de inclinarse por formas más sofisticadas de expresión electoral, con la intención de equilibrar alguna balanza o de adjudicar distintas formas de premio o castigo, siempre con la convicción de que eso no iba a incidir en los grandes números.
Ahora la situación es muy distinta. Las encuestadoras consideran que sus mediciones de opinión no permiten prever cómo terminará la disputa por la presidencia de la República, ni si el oficialismo o la suma de los partidos opositores tendrán mayoría en el próximo Parlamento. Además, como señaló el viernes 10 el politólogo Daniel Chasquetti (ver aquí), “existen divergencias sustantivas” entre las empresas, nada menos que acerca de la proporción de indecisos, la relación de fuerzas entre el Frente Amplio y el bloque opositor, y la intención de voto al Partido Nacional (tanto en su proporción actual como en su tendencia durante los últimos meses), de modo que “cualquier pronóstico sobre un eventual ganador parece un ejercicio por demás arriesgado”.
Según Chasquetti, esto puede ser el resultado de decisiones metodológicas distintas por parte de las encuestadoras, relacionadas con el total de entrevistas realizadas, con la cantidad de ellas que se hizo cara a cara o por teléfono (llamando a fijos o a celulares, cuando notoriamente ha decaído el uso de los primeros pero los segundos son menos fiables para identificar el perfil de quien contesta), y con “la ponderación final que los encuestadores aplican a 'los resultados en bruto'”, para corregir posibles distorsiones de la representatividad del relevamiento.
Sea por lo que fuere, el panorama actual nos retrotrae a tiempos que parecían definitivamente superados, cuando había que votar sin otra previsión de resultados que la brindada por el sentido del olfato. Tiempos en los que eran mucho más escasas las excusas disponibles para que un ciudadano no afrontara de modo integral sus responsabilidades como elector, y cada uno podía sentir que el desenlace dependía sólo de su voto.
En 1990, cuando aún existía la Unión Soviética, su jefe de Estado, Mijaíl Gorbachov, salía de un largo debate en el Parlamento sobre la economía y les contó a periodistas un chiste sobre tres presidentes de la época. Decía así: “Ronald Reagan tiene 100 guardaespaldas y uno de ellos es un terrorista infiltrado, pero Reagan no sabe cuál es. François Mitterrand tiene 100 amantes y una de ellas tiene sida, pero Mitterrand no sabe cuál es. Mijaíl Gorbachov tiene 100 asesores económicos y uno de ellos sabe algo de economía, pero Gorbachov no sabe cuál es”.
Aquí y ahora, quizás una de las encuestadoras esté acertando, pero los uruguayos no sabemos cuál es. Privados de oráculos y obligados a convivir con la incertidumbre, se nos presenta con mayor nitidez la oportunidad de asumirnos como seres políticos relevantes y tratar de que ocurra lo que nos parezca más deseable. No está nada mal.