La fobia a las categorías (gay, lesbiana, trans, bisexual) impide ver la complejidad del problema. Más allá del sueño de Andrea Díaz de un mundo sin categorías -algo compartible-, éstas operan en la vida social de manera cotidiana en todos los niveles. Desde el momento en que dos personas se conocen y una le pregunta a la otra “¿estudiás o trabajás?” se inicia el proceso de categorización social del otro. La sexualidad no escapa a esta tendencia. Por eso existen muchas personas que se autocategorizan como gays, lesbianas, trans, etcétera. Otras, no obstante, por diferentes motivos, se resisten a ese proceso. La guía reconoce ambas realidades (mientras Díaz quiere que se reconozca sólo una), por lo que sugiere que los docentes no presionen a los estudiantes a que se definan en función de algunas de ellas y da, además, orientaciones para trabajar con los que sí lo han hecho.

La utilización de estas categorías, como se hace en la página 10, busca clarificar mediante ejemplos las confusiones típicas que viven los docentes entre orientación sexual, identidad de género y expresiones de género. El cuadro didáctico es descontextualizado por Díaz a efectos de sus propósitos argumentativos. Algo similar sucede con el ejercicio propuesto en la página 58-59, que busca dar materialidad en un juego a las desigualdades que genera el orden sexual en la actualidad.

Apelar a lo “diverso”, como apuesta Díaz, es lo que ha hecho hasta el momento el movimiento de la diversidad sexual en la sociedad uruguaya. Pero en su visión, Díaz dejó de lado la advertencia que desde el interior del movimiento social se hizo respecto de esta categoría. El concepto “diversidad” corre el riesgo de volverse un eufemismo si se vuelve tabú nombrar las “identidades” sociales que la gente habita y en base a las cuales vive procesos históricamente particularizados de exclusión social y discriminación. Al momento de pensar políticas públicas, y la intervención en educación lo es, es imprescindible atender la complejidad social que existe en la actualidad. En ese sentido y por más que a algunos no les guste, existen personas que, por ejemplo, se identifican como lesbianas, que enfrentan dificultades específicas por ser mujeres que desean a otras mujeres (la invisibilidad, entre otras). Ése es un conjunto de problemas muy diferente del que enfrenta una persona trans (acceso a los baños, porteros que no las dejan entrar vestidas de acuerdo a su género, listas que publican su nombre legal y no el elegido, etcétera). Mencionar estas identidades sociales y los desafíos particulares que tienen para una intervención educativa no busca fijar nada, sino contribuir a no invisibilizar sus problemas y las violencias específicas que sufren en forma cotidiana. Así también lo entendieron la Red Temática de Género de la Universidad de la República y la Sociedad Uruguaya de Sexología que, entre otros, emitieron sendos comunicados públicos apoyando explícitamente los contenidos y la propuesta metodológica sugerida por la guía.

Asimismo, la guía no considera “bueno” ni “malo” nada, no recomienda a las personas que salgan del armario en base a ninguna categoría específica (se refiere a “modelos alternativos a la heteronormatividad”, pág.32), ni afirma que salir del armario nos hace más “libres”. Nuevamente, Díaz lee el texto en forma sesgada para abonar su punto de vista. Su postura anticategorizadora la termina volviendo prescriptiva: no te autorrotularás, no podrás decir “gay” porque eso es seguir los casilleros que impuso el poder. La guía es una propuesta didáctica para abordar, en el presente, problemas de discriminación desde una perspectiva de derechos humanos, y no un proyecto político de emancipación social.

Por último, para poner fin a esta polémica, -ya por fuera de la guía y entrando en el terreno político-teórico-, si algo nos han dejado de enseñanza los últimos diez años de lucha es que estamos insertos en una paradoja inevitable en la medida que somos -como afirma Judith Butler, entre otros- “sujetos sujetados”. Para generar cambios sociales tenemos que generar procesos de autoidentificación para convocar un “nosotros” que, al mismo tiempo, tiene que ver con los propios mecanismos regulatorios que nos subordinan. Si no se parte de la realidad, difícil es agrupar individuos detrás de una agenda que logre al mismo tiempo trascenderla. Entonces, el desafío político es hacer procesos de desplazamientos de sentido para comenzar a construir nuevos lugares de emancipación. Las mujeres convocan a las mujeres, pero usar la categoría “mujeres” implica ingresar en un orden de género que, a su vez, las subordina. Ésa es la paradoja que tan bien trabajó Joan W Scott para el feminismo. Y ya Michel Foucault advertía de la inevitabilidad de reproducir las categorías sexuales que reforzaban el dispositivo de sexualidad para generar nuevos espacios de emancipación. Por más que se quiera un mundo sin categorías, muchas personas se autoidentifican con un casillero. Sería un error muy grave ignorar esta realidad, como no reconocer que hay individuos que la resisten. Así como sería un acto de violencia tratar de imponer una única alternativa, cuando en realidad se debe dejar a la gente experimentar su libertad históricamente situada.