Hace años que imagino una visita al Cementerio del Buceo, pero hasta ahora sólo era una expresión de deseo. No de muerte, aún no. Sin ponerme religioso, podría decir que algo allí me convocaba. Entonces me decido a conjurar de una vez por todas el llamado, tomo el 526 que va por la avenida Rivera y me bajo una cuadra antes. Justo en la puerta de otro cementerio: el Británico. Si te gusta algo alrededor de la muerte, mil tumbas. Apenas ingreso al Británico me doy cuenta de que lo que busco y siempre encuentro entre las tumbas es ese profundo silencio que pone al filo de la muerte al ruido de la ciudad. Y qué entrada a la muerte de los británicos: las rosas blancas y rojas en perfecta disposición lo sitúan a uno cerca de una forma acordada de la belleza. El silencio y los pájaros hacen comunión. Y en un cementerio, por británico que sea, también conviven nombres, patrias y clases de tumbas sin estatus evidente: los Epson, los Moore o los Hughes pueden tener las tumbas más costosas o estar enterrados en un pedazo modesto de tierra, lo mismo para los Rodríguez, los Pérez o los Fernández. Eso habla de buen acierto social post mortem: en este país ha importado el apellido, es claro, pero finalmente será la plata la que te dará la mejor tumba. Igual, a quién le importa una efigie de oro sobre los cuerpos comidos por los gusanos y ya inexistentes si en la vida se vivió como un muerto. Asombran un poco (será mi ignorancia sobre la cultura británica) tanta cruz católica y las banderitas estadounidenses sobre decenas de tumbas, esas de las festividades del norte, las que agitan los patriotas.

Pero como no conozco algunos porqués sólo anoto (con la vista, con el cuerpo) un cedro y un Cordyline Australis y más rosas blancas y rojas y palabras en inglés y ese dictamen a la entrada (en dos idiomas) que nos recuerda que la muerte también es un negocio: “Administración, información, ventas”.

Salgo del Británico y el ruido ensordecedor de la avenida Rivera hace un pacto macabro (ese sí casi mortuorio) con el sol de las tres de la tarde retumbando sobre las paredes blancas del Cementerio del Buceo, sobre el asfalto, sobre el cerebro, que se me achica. Enfrente, algunos floristas esperan clientes; una construcción de apartamentos bajos, de esos que construía el Banco Hipotecario por los años 70, se extiende más allá de mi vista, y una serie de puestos esperan vacíos lo que será la Feria Nocturna del Buceo. Al lado, una pintada sobre un muro: “Mural por los 43 estudiantes desaparecidos en México”. Muerte y desaparición nunca fueron lo mismo, si lo sabremos.

Antes de atravesar el parque y llegar hasta la rambla, vuelvo un poco sobre mis pasos y entro al Cementerio del Buceo. A la derecha lo primero que uno encuentra es la capilla, una pequeñísima estructura con un Cristo redentor crucificado y colgado de una pared, y a sus pies algo así como un santuario hecho de lata para ofrendas y pedidos. Tiene algunas velas prendidas, esquelas recientes en las que un vivo le declara su angustia a un muerto o le promete pronto encuentro allá en el cielo. En su interior, dos ofrendas que me impresionan: caramelos finos y mentolados y tres galletas de campaña enteras, como para que el muerto mate el hambre.

Camino por la calle Río de la Plata y me esfuerzo en no hacer la asociación fácil entre la muerte y esta zona del mundo. Me detengo en grandes esculturas: de vírgenes, de hombres y niños contorneados en un abrazo, la de un hombre fornido y desnudo justo sobre la tumba que porta una de las cruces católicas más prominentes. Me pregunto por qué la iglesia Católica más rancia reprime tanto los cuerpos y la desnudez de hombres y mujeres y permite en su más sagrado rito que una figura erótica pise la tumba de uno de sus muertos.

Sigo caminado sobre Río de la Plata y me dejo cautivar otra vez por el silencio. No sé, yo a veces creo: para mí Dios existe cuando todo el mundo calla, ésa es su forma o manifestación más perfecta. Y otra vez el parque, los pájaros, las miles de tumbas floridas que, todas juntas, componen un cuadro que calma. No sé si es uno que le da verosimilitud a su vida o la hace más nimia, menos epicéntrica, de una intrascendencia aliviada, cuando está rodeado de miles y miles que ya no existen, pero lo cierto es que fumar un cigarrillo bajo la sombra de un árbol en un cementerio nos puede acercar a una comprensión mayúscula.

Hace años que fantaseo con la idea de un tatuaje en mi antebrazo izquierdo (el de mi mano más potente) que con caligrafía delicada y antigua rece: “Yo sé que voy a morir”. Algo así como un recordatorio diario, una inscripción que me obligue a aceptarme finito. Aunque quizás mejor sería tatuárselo en el cerebro, en el corazón, en las tripas cuando tiemblan de amargura.

De pronto la calle se bifurca y no lo dudo: tomo Ventisca, por su nombre y por mi amor al viento y porque desde ahí ya diviso el mar. Registro panteones lujosos, otros medio pelo y esos otros, como el de la Asociación Española, que rechinan: no sé por qué lo asociativo tiene que ser tan homogéneo, llevado hasta la muerte a la anulación de la individualidad. Yo igual no quiero ni una cosa ni la otra, de mí (qué bueno poder escribir el testamento) que tomen todos los órganos que funcionen (buenas córneas, buena piel, aunque no muy resistente al sol, creería que un corazón digno) y que todo lo demás lo incineren y lo tiren al mar o en una volqueta o se lo den de comer a los perros.

Estoy por llegar al borde del mar. Dos obreros conversan sobre una lápida como si estuviesen sentados en una mesa con una cerveza fría. El olor a pasto me penetra, el cigarro que prendo cuando veo el río que se extiende ante mis ojos sólo me da placer, el silencio que viene de quién sabe dónde hace que vea a la fila de autos estancados sobre la autopista de la rambla como una caricatura del presente. Hay una reja por la que podría llegar al mar pero está cerrada con un candado, como si alguien temiese que un ánima se fuera a dar un baño.

Ya afuera, atravieso el parque del costado sobre la avenida José Batlle y Ordóñez. Otra vez la sombra, el viento, los muchachos tirados sobre el pasto (y algún pobre con sus tres petates a cuestas: los hay en todos lados).

Cuando llego a la intersección de Batlle y Ordóñez y Juana Pereira, el mar y la ciudad se despliegan desde un punto alto y privilegiado de la ciudad. A un costado, una construcción que no sé si es una cooperativa de viviendas o el ingenio de un arquitecto que pensó que la clase media o media alta puede vivir tan bien, o mejor, que la que vive todo a lo largo de la rambla ostentosa. Una construcción de viviendas de ladrillos y tres pisos, con ventanas al mar y al cielo y a esa rambla que parece el deseo genuino de cualquier montevideano. El buen vivir sin ostentación. Veo a una muchacha tomando mate en un balcón y a mí me dan ganas de estirar las piernas en la reposera tomando una cerveza. Quiero su reposera y su balcón con mi cerveza. Imagino noches enteras de estrellas, olor a peces, el cielo todo sobre mi cuerpo diminuto.

Sí, ya sé, que sea el sueño no significa que todos vayamos a obtenerlo. Pero eso de la distribución es otro asunto que ahora me arruina esta tarde de paz y cerveza en el balcón robado.

Me falta una calle lateral del cementerio. Atravieso la que divide los cementerios del Buceo y el Británico, Tomás Basáñez, que sólo es una calle entre dos largos muros, y una después tomo Nicolás Piaggio hacia la rambla y doblo enseguida por Francisco Bilbao. Casas coquetas pero no lujosas, ésas que se parecen a las de los balnearios, otras más bien pobres pero prolijas, flores, jardines, algún edificio en construcción (por favor no arruinen esos retazos de verdaderos barrios). Cerca está la opulencia y mucho más lejos la pobreza extrema, y aquí, en este pedacito de Bilbao, lo que parece el justo medio y lo que los cementerios nos dicen: que todos vamos a morir. Con o sin tatuaje.