No estaba más que la mitad del Teatro de Verano ocupada el jueves 3 cuando New Order llegó por primera vez a Montevideo. Lo mismo había sucedido un par de días antes ante un programa no menos atractivo que reunía a Johnny Marr, The Pixies y Vampire Weekend. Esto parece señalar una alarmante (al menos para los que disfrutamos de la música internacional en vivo) tendencia del público actual a esquivar los festivales y los grandes recitales rockeros, algo que parece más relacionado con cierto desinterés en la música de calidad que con problemas económicos o con la simple sobreabundancia de oferta. Esta tendencia decreciente, que ya se había notado con el fracaso de los recitales de Farra a fines del año pasado, afectó también, este fin de semana, al Festival del Prado, que si bien reunió a varios miles de asistentes, no llegó a las cifras que algunas de las bandas presentes en el evento habían conseguido congregar en otras ocasiones. Solamente eventos con un público tan cautivo (por distintos motivos) como los próximos recitales de Paul McCartney y Megadeth parecen haber movilizado a la audiencia montevideana. Uno supondría que al menos 5.000 personas se interesarían por ver a una de las mayores bandas de la historia del pop-rock inglés, como es el caso de New Order, una banda mucho más relevante en términos históricos, por ejemplo, que Blur. Esta última sí consiguió llenar el Collazo, lo que da para pensar que tal vez el motivo de fondo del desinterés por ver las bandas que se presentaron en Rock N’Fall sea simplemente el desconocimiento.

El recital comenzó con una presentación a todo trapo de Campo, el proyecto solista de Juan Campodónico, quien a pesar de su vinculación esencial con lo electrónico, puso sobre el escenario a un gran número de músicos de primera fila (integrantes de Bajofondo, Astroboy, etcétera). Junto a ellos ofreció un recital ascendente, que comenzó con los temas más convencionales y pop de su disco presentación, para ir introduciendo sus canciones más eclécticas y originales hasta concluir ganándose una merecida ovación, bastante más ruidosa de las que suelen obtener los números locales que sirven de apertura de bandas anglosajonas.

Un triunfo para Campodónico y los suyos, que no llegó a opacar el hecho de que New Order estaba por ocupar el escenario.

Orden de jerarquías

La llegada de New Order a Montevideo no atrapó a la banda de Manchester ni en su cenit ni en su ocaso; si bien se los encuentra definitivamente divorciados de uno de sus miembros fundadores -el bajista Peter Hook-, acaban de sacar un disco de temas inéditos y su formación actual, con el bajista Tom Chapman y el agregado extra del guitarrista Phil Cunningham, no desmerece en absoluto al cuarteto original.

El recital comenzó con “Crystal”, la canción con la que regresaron de un lustro de separación en 1998 y que a fuerza de la contundencia de las guitarras reinscribió a la banda en una escena indie que en aquel momento privilegiaba las guitarras musculosas. Un tema que ya es un clásico en su repertorio, pero que al mismo tiempo no es exactamente representativo de su estilo. O tal vez sí.

Suele definirse a la música de New Order como una simple mezcla del filo guitarrero y la melancolía del after punk con la energía bailarina del tecno pop, pero hay muchos más elementos no tan evidentes en la caldera de la banda. Por ejemplo, la introducción de melódica de “Your Silent Face” (uno de los mejores momentos de la noche) remite al dub de Augustus Pablo; las guitarras de “Age of Consent”, al pop new wave; la voz de Bernard Sumner y algunas de sus melodías (tanto vocales como instrumentales) delatan que escuchó mucho a Jerry García, y todas las baterías de Stephen Morris son un homenaje al minimalismo del krautrock de NEU! y Kraftwerk… Es decir, si bien la música de New Order es sumamente reconocible e identitaria, hasta el punto de que para los no seguidores puede resultar hasta indistinta, esta homogeneidad desaparece al revisarla con atención o simplemente ir a un show como el del jueves 3 que, a pesar de enfocarse en sus hits, fue un excelente muestrario del caleidoscopio sonoro del grupo.

La voz de Sumner es un instrumento cálido y entrañable, pero siempre fue muy delicado, limitado y frágil, y a los 58 años su escaso registro no se ha ensanchado precisamente. Pero lo que la garganta no da (a veces) el entusiasmo suple, y si bien el guitarrista tuvo dificultades para llegar a las notas altas de temas como “Ceremony” o “Bizarre Love Triangle”, consiguió transmitir al público una energía que a priori uno no asociaría con una banda tan controlada en estudio pero que se convierte en una formación auténticamente rockera sobre el escenario.

Fue justamente en “Bizarre Love Triangle” que Sumner dejó la guitarra y se dedicó a bailar entre sus compañeros, alentando a los presentes a hacer lo mismo, lo que consiguió sin demasiado esfuerzo, sostenido por una de las canciones más bailables de los años 80. Pero todavía faltaba lo mejor. Después de una versión tórrida de “Blue Monday” -lo cual es casi un oxímoron, ya que es una canción fría por definición- se escucharon los acordes valseados en el bajo de la inmortal, gigantesca “Street Hassle”, de Lou Reed, pero cuando parecía que se iban a atrever a hacer un cover de aquel tema imposible de versionar (son diez minutos esencialmente de Reed hablando encima de un riff circular), engancharon con “Temptation”, tal vez la mejor y más sanguínea canción de todo el repertorio de New Order. “No, yo nunca conocí a nadie / como vos antes. / Las palabras de encima le pegan a la gente de abajo, / gente en este mundo / que no tenemos dónde ir”. Perfectamente New Order podría haberse ido dejando sonar ese final desolado y furioso, pero todavía faltaba lo mejor, algo muy sorprendente teniendo en cuenta que ya era difícil imaginarse algo mejor que esa sucesión de temas finales.

Pero era así. De pronto, unas reconocibles imágenes de hombres encapuchados sobre la pantalla de fondo (tomadas del videoclip de Anton Corbijn) dejaron en claro para muchos lo que seguía: se trataba de “Atmosphere”, canción editada originalmente con el nombre “Licht und Blindheit” y que terminó siendo el penúltimo simple de Joy Division editado antes de la muerte de Ian Curtis. Y justamente Curtis apareció también en esa pantalla de fondo, levantando el aplauso de una concurrencia absolutamente emocionada por el clima elegíaco de una canción que para Peter Hook (ex bajista de la banda) fue lo mejor que hicieron, afirmación que sería muy difícil discutirle después de escuchar la cortina de campanas que precede a sus puentes en la noche del Ramón Collazo. El homenaje a Curtis continuó con el tema final, el clásico “Love Will Tear Us Apart”, luego del cual Sumner y los suyos ya no podían hacer nada excepto irse a su hotel.

Los temas finales, así como las imágenes de Curtis, fallecido hace 14 años, y las frases sobreimpresas en la pantalla de “Joy Division Forever” pueden haber resultado demagógicos para algún espíritu escéptico, pero vale la pena recordar que New Order fue una banda muchísimo más exitosa que Joy Division y no menos influyente, por lo que mal puede decirse que necesitara colgarse del prestigio de su antigua formación para conseguir el aplauso fácil, sobre todo teniendo en cuenta que dejó fuera del repertorio éxitos como “Love Vigilantes” y “Regret”. Sería tal vez más adecuado suponer que se trata de una banda que tiene una buena relación con su pasado -un pasado glorioso que no dependía exclusivamente, como demostraron luego con New Order, del talento de Curtis- y que se hace cargo con derecho de la magnificencia de ese legado, uno de los más finos de la historia del rock inglés.

Pero más allá de las falacias intencionales que uno puede atribuirle o no a la banda, también está la reacción comunitaria de un público que, aunque sea mucho más reducido del que va a llenar próximamente el Centenario ante McCartney, tiene una relación afectiva con la música de Joy Division similar a la de éste con la de The Beatles. Hubo un tiempo en el que escuchar a Joy Division era sentirse parte de una cofradía mínima, escudriñadora, desolada, que sospechaba que había tesoros desconocidos en el mundo más o menos secreto del rock que se había perdido en la larga noche de la dictadura. Un tiempo anterior al acceso gratuito a cualquier banda vía internet, en el que había que encargar esos discos tristes y elegantes al exterior o pedirle a algún amigo sensible que te los grabara desde su disco en un casete, o de una copia en casete, o de una copia de una copia de una copia. Un tiempo en el que cruzarte con alguien que llevaba una remera con el diseño nervioso de Unknown Pleasures significaba que ibas a parar en la calle a ese alguien y que posiblemente ese alguien pasara a ser parte de tu vida. Al escuchar la belleza incorruptible del estribillo de “Love Will Tear Us Apart” -una frase intraducible, que se puede interpretar tanto como “el amor nos va a separar” como “el amor nos va a desgarrar”, o ambas cosas en simultáneo- era imposible no pensar en esas conexiones, en esos vínculos momentáneamente evocados a más de tres décadas de su momento de modernidad implacable, de cuando indudablemente significaban algo que tal vez siga ahí. Es música, claro, pero también es otra cosa; es un pequeño ritual.