Patrick White nació en 1912 en el seno de una rica familia de ganaderos de Nueva Gales del Sur, Australia. Desde pequeño sufrió asma crónica. Para la gente era un niño adusto y poco agradable. A los doce años lo mandaron a una escuela privada en Inglaterra, donde pasó cinco años infelices. Cuando volvió a su casa en 1929 la tendencia a detestarse a sí mismo se había convertido en un atributo arraigado de su carácter. También cargaba con un oscuro secreto: era homosexual.

Al volver a Australia, trabajó durante un tiempo como peón agrícola y descubrió que experimentaba un inesperado amor por su paisaje natal. En su tiempo libre, escribía afanosamente.

Sus padres consideraron que podía entrar en el servicio diplomático y, a fin de prepararlo para esa carrera, lo enviaron a la Universidad de Cambridge. A su debido tiempo, se graduó como profesor de francés y alemán, pero entre tanto había decidido que su vocación era ser escritor. Su familia lo respaldó generosamente en lo económico, de manera que se instaló en Londres. Su situación financiera se volvió todavía más desahogada cuando su padre murió en 1937. En toda su vida, nunca tuvo necesidad de tener un empleo pago.

Su primera novela, El valle feliz, apareció en 1939 y obtuvo buena repercusión en la crítica londinense. En Australia tuvo una recepción más cautelosa: según los comentadores, representaba mal la vida campesina y su estilo era innecesariamente difícil. Su segunda novela, La vida y la muerte (1941) apareció primero en Estados Unidos, donde su editor estaba dispuesto a respaldarlo enérgicamente, pues con clarividencia vio en él a un heredero de los modernistas anglosajones: Joyce, Lawrence, Faulkner. El libro fue ignorado en Australia.

En 1940, White se enroló en la Real Fuerza Aérea Británica y lo enviaron a África del Norte. Allí conoció a un griego nacido en El Cairo, Manoly Lascaris, que se convirtió en su amante y con quien viviría el resto de su vida. Después de la guerra, él y Lascaris hicieron una visita a Australia, país que pasó a ser su residencia permanente. Compraron una chacra en las afueras de Sydney, donde cultivaron flores y criaron cachorros para vender. La indiferencia con la que fue recibida su tercera novela, La historia de la tía (1947), hundió a White en la tristeza y durante años dejó de escribir. Después, tras lo que parece haber sido una iluminación mística, empezó a trabajar en El árbol del hombre (1955).

Su amor por el paisaje australiano redescubierto en la adolescencia, no se extendía a la sociedad australiana. Lo abrumaba la presión para que todos se sometieran a ciertos patrones, el espíritu mojigato que se expresaba en un rígido sistema de censura y una vigilancia general de las costumbres; también, la consagración unilateral de la clase media a hacer dinero. Su sensación de aislamiento se intensificó cuando vio la tierra que rodeaba su chacra devorada por proyectos inmobiliarios. El carro de los elegidos (1961), donde una pequeña compañía de artistas y visionarios es sometida a la malévola estrechez mental y a la xenofobia de los suburbios, expresaba de manera extrema su alienación respecto del mundo social.

La soledad y el sufrimiento del artista -también del desviado sexual- agraviado, perseguido o arrojado al ostracismo por decir verdades que la multitud no puede soportar, es un tema recurrente en su obra. Tierra ignota (1957), la novela que lo hizo más famoso, encarna el mito romántico por el cual vivía y del que sacaba fuerzas: Johann Ulrich Voss, explorador por vocación, se aventura en el imponente interior del continente australiano; en el curso de los sufrimientos que finalmente lo llevan a morir allí, alcanza un conocimiento visionario de los misterios, no sólo de la tierra sino de la existencia y el corazón humanos.

Difícilmente cabría esperar que un artista que se consideraba marcado por un destino solitario y elevado, fuera acogido con calidez en una Australia que se enorgullecía de su espíritu igualitario. Sus logros no eran reconocidos en su país ni en Gran Bretaña, donde la compleja música de su prosa y la tendencia mística de su pensamiento eran ajenos al modesto realismo doméstico que dominaba la ficción británica de posguerra. En Estados Unidos, sin embargo, El árbol del hombre, Tierra ignota y El carro de los elegidos, le ganaron la reputación de ser el William Faulkner australiano.

La estudiada frialdad con que la obra de White era recibida en su país sufrió un cambio a fines de los sesenta, en la medida en que Australia comenzó a liberarse del sentimiento de inferioridad cultural y, en las artes, a afirmar cierto nivel de independencia de Gran Bretaña. El carro de los elegidos fue una novela muy leída y, de allí en adelante, White fue admirado, si no amado, a regañadientes.

Después de la muerte de su madre, White no tuvo que mantener más la fachada de la heterosexualidad. Su sensación de tener una perspectiva especial -y en un sentido privilegiada- de la vida, siempre estuvo estrechamente asociada con su homosexualidad. No discutía el veredicto de la Australia de su época de que la homosexualidad era una “desviación”, pero tomaba este desvío simultáneamente como una bendición y una maldición. En su tardío libro de memorias Grietas en el espejo, escribió: “Me veo no tanto como un homosexual sino como una mente alternativamente poseída por el espíritu de un hombre o de una mujer, según la situación concreta o los personajes en los que me convierto en mi escritura”. El término que usaba para describir su sexualidad era “ambivalente”: “La ambivalencia me ha dado la posibilidad de captar aspectos de la naturaleza humana, negada, me parece, a quienes son inequívocamente hombres o mujeres”.

Los avances farmacológicos aliviaron sus devastadores ataques de asma. Él y Lascaris vendieron su chacra y se mudaron más cerca de la ciudad. White empezó a tener un papel activo en la vida política, uniéndose a las protestas contra la Guerra de Vietnam, contra la explotación de uranio y contra la censura. Sin embargo, no confraternizaba con sus colegas escritores. En cambio, Lascaris y él preferían la compañía de pintores y actores. Se convirtió en un destacado conocedor y benefactor de los artistas australianos.

El otorgamiento del Premio Nobel tomó a muchos por sorpresa, especialmente en Australia. De pronto, Patrick White era una figura internacional y, por ello, también una figura nacional: se lo nombró el australiano del año en 1973. Sus compatriotas pueden haberse sentido intrigados por el gran premio, pero para la perspectiva europea era muy comprensible: como escritor, White se destacaba de sus contemporáneos anglófonos por su familiaridad con el modernismo europeo. Su lenguaje, y por cierto su visión del mundo, estaban indeleblemente marcados por una temprana inmersión en el expresionismo, tanto literario como pictórico. Su sensibilidad fue siempre abiertamente visual: la sensibilidad a la luz, el color y la forma que encontramos en su prosa es más característica de un pintor que de un novelista. De joven, en Londres, se había movido entre artistas. Era un habitué del estudio de su contemporáneo Francis Bacon.

En este preciso punto de la carrera de White, sin embargo, los críticos influyentes, sobre todo en el mundo académico, empezaron a perder interés en él. Para los marxistas representaba el arte elitista; para los materialistas culturales, era demasiado idealista; las feministas sentían que era misógino; para los críticos poscoloniales estaba demasiado asociado con los cánones europeos y demasiado poco preocupado por el avance de la minoría aborigen australiana; mientras que para los posmodernos, era simplemente un modernista tardío. Hacia fin de siglo, diez años después de su muerte, se lo leía poco en escuelas y universidades, su nombre se había desvanecido de la conciencia nacional.

Sin embargo, Patrick White sigue siendo, en casi todos los sentidos, el mayor escritor que produjo Australia. Todas sus novelas, desde La historia de la tía en adelante, son obras plenamente logradas, sin ningún eslabón débil en la cadena. Para él, La historia de la tía, Las esferas del mandala (1966) y El caso Twyborne (1979) eran los mejores. Tierra ignota no figuraba en su lista, tal vez porque estaba harto de que lo identificaran como “Patrick White, autor de Tierra ignota”.

Es difícil pensar en un personaje menos atractivo que Waldo Brown, el mellizo “normal” de los Brown en Las esferas del mandala (por oposición a Arthur Brown, que “para nada es tan brillante”, como dice un vecino con delicadeza). Waldo es envidioso, malicioso y vano. Convencido de que es un gran escritor no reconocido, un genio oculto, sin embargo es demasiado perezoso o demasiado timorato para sentarse y escribir la obra de arte que, según cree, mora en embrión en él. Todo lo que hay en la vida de benévolo y generoso, lo mira con suspicacia y desprecio. Preocupado por presentarse al mundo como la imagen de la rectitud y la autoridad, no tiene idea de que la gente lo mira como a un tipo risible. Aunque la concreta existencia física de la mujer le repele, se digna a ofrecer su mano en matrimonio a una muchacha, y después se queda desconcertado cuando ella lo rechaza. Ni por un instante considera la idea de que pueda ser homosexual. Su imaginación sexual obsesiva encuentra su expresión más natural en la masturbación.

Waldo es en gran medida hijo de sus padres y encarna los peores rasgos de ambos: el esnobismo social de su madre, la relación estéril de su padre con los libros. Éste, después de leer Los hermanos Karamazov de Dostoievsky, lo quema. No explica por qué, pero inferimos que amenaza con socavar el modelo prolijo y racional del universo que ha adoptado a partir de su crianza británica. Waldo aprueba totalmente la acción de su padre.

De niño, Waldo es brillante en un sentido convencional, mientras que su hermano Arthur es tan retrasado en clase (al margen de su don inexplicable para los números) que hay que sacarlo de la escuela. La familia Brown acepta que Arthur no puede enfrentar el mundo y necesita ser protegido. En Waldo recae el deber de protegerlo, una tarea que cumple lleno de resentimiento. Para él, Arthur es una especie de pie equino que arrastra tras de sí. De adulto, tiene fantasías de asesinar a su hermano; una vez que esté libre del íncubo de su mellizo, se dice, entrará en una vida de comodidad y placer en la que sus dones superiores serán reconocidos y recompensados. Sin embargo, él y su hermano siguen durmiendo en la misma cama de la miserable casita que su padre construyó en los suburbios más remotos de Sydney.

El clímax de Las esferas del mandala (el final de la Parte Tres) llega cuando los mellizos están bien entrados en los sesenta años. Obligado a confrontar el hecho de que ha estado viviendo una mentira, de que no es un genio, de que si hay un genio o al menos una fuerza creativa en la familia es Arthur, Waldo se abalanza sobre su hermano. Entre los dos se produce algo que es un abrazo o una lucha libre, en la que Arthur participa con amor, Waldo con odio. Entrelazado con su mellizo, Waldo muere.

En un nivel, Las esferas del mandala es una historia perfectamente realista sobre la vida íntima de dos hermanos de estructura psicológica muy diferente, hijos de inmigrantes británicos que nunca se integran en Australia. Patrick White era crítico de la sociedad australiana y por cierto satirizaba muchos aspectos de ella, en particular su hostilidad a la vida intelectual. Tenía una mirada aguda para los detalles significativos y un oído agudo para el habla; había leído a Charles Dickens y sabía cómo usar la técnica de este autor para crear personajes cómicos a partir de pequeños gestos y tics verbales. Las esferas del mandala puede leerse como un minucioso relato del destino de un cierto tipo de familia de clase media, en el entorno social en constante evolución de la Australia del siglo XX. El señor Brown, padre de Waldo y Arthur, adopta con entusiasmo uno de los lugares comunes fundadores de la mitología nacional australiana: que Australia es un país sin sombras. Gran parte de la obra de Patrick White, incluida Las esferas del mandala, se ocupa de hacer visibles las sombras que hay sobre y dentro de Australia. Leído de este modo, como un correctivo de la alegría australiana, Las esferas del mandala es sin duda un libro muy oscuro, sólo impulsado, en apariencia, por el disgusto y la desesperación.

Pero White tenía ambiciones mayores respecto del libro, como el lector atento pronto lo advierte. No es accidental que haga mellizos a los hermanos Brown. Al estéril racionalismo de Waldo se opone la inarticulada ansiedad metafísica de Arthur. A la actitud remilgada y temerosa hacia el cuerpo y sus apetitos, se opone la urgencia -a menudo torpe- de Arthur por tocar a la gente. (Arthur permanece virgen hasta el final, sin embargo, disfruta de una variedad de relaciones estrechas y por cierto íntimas con mujeres: en el mundo de White, las mujeres tienden a estar en mejor sintonía con sus instintos e intuiciones que los hombres.) Al fastidioso arte verbal de Waldo (tan fastidioso que apenas puede apoyar la lapicera en el papel) se opone el sensual y placentero trabajo manual de Arthur con masas y cremas. Waldo se considera un intelectual, pero su mente está cerrada: Arthur es quien, impulsado por una gran necesidad de saber, estudia a fondo los grandes libros de la humanidad. Lejos de ser copias uno del otro, los mellizos son lo más opuesto posible, sin embargo, el destino y fuerzas profundamente arraigadas en ellos los mantienen juntos.

Hay dos escritores que White estaba leyendo con gran atención cuando trabajaba en Las esferas del mandala. Uno era el Dostoiesvky de Los hermanos Karamazov. El otro era Carl Jung.

Los hermanos Karamazov abrumó a White, como abruma a la mayoría de sus lectores. Pero los temas que Dostoievsky toma en este libro, sobre todo el impulso humano -un impulso que puede ser obedecido o rechazado- hacia Dios, quien puede o no responder, puede o no existir, son temas que White también se sentía obligado a abordar una obra tras otra, al punto que se puede afirmar, sobre todo en Las esferas del mandala, que White escribe en diálogo con Dostoievsky.

La relación de White con Jung es bastante diferente. Saquea los escritos de Jung -que entre otras cosas son una mina de conocimiento arcano- en busca de revelaciones que pueda usar para la historia de Waldo y Arthur. En Jung encontró el siguiente pasaje, que hace descubrir a Arthur y meditar sobre él en una de sus visitas a la biblioteca municipal: As the shadow continually follows the body of one who walks in the sun, so our hermaphroditic Adam, though he appears in the form of a male, nevertheless always carried about with him Eve, or his wife hidden in his body.*

Arthur de inmediato (y acertadamente) se identifica con el Adán hermafrodita, pero luego (erróneamente, en mi opinión) trata de identificar su Eva oculta con alguna de las mujeres de quienes ha estado cerca: su madre, Dulcie Feinstein, la señora Poulter. No es propio del estilo de White usar símbolos rígidos y sin ambigüedad, pero Arthur tal vez estuviera más acertado si considerara a su mellizo su verdadera Eva. Porque en su nivel más abstracto, Las esferas del mandala es un libro sobre la psique humana, y en la psique humana, según lo ve White, los dos principios en guerra, llamados por algunos el consciente y el inconsciente, por otros lo masculino y lo femenino, por otros, todavía, lo húmedo y lo seco, son en rigor proteiformes debido a los disfraces que pueden asumir.

A Waldo (como lo señalé) se le ha ordenado que sea el protector de su hermano. Arthur ve su relación de manera muy diferente. Es él, Arthur, quien debe proteger a Waldo: Waldo está perdido en el mundo de sus lecturas y carece de la “flexibilidad” necesaria para enfrentarse con el mundo real. A diferencia de Waldo, Arthur desempeña su papel protector con amor, desde el momento en que, en la escuela, aparece como un ángel flamígero para rescatar a Waldo de los chicos que lo están atormentando, hasta el último día de su vida juntos, cuando llega a la escalofriante comprensión de que, a pesar de todos sus esfuerzos, ha fracasado en la tarea de salvar a Waldo de sí mismo, que Waldo se ha convertido irredimiblemente en una dostoievskiana “alma perdida”.

Al encontrarse con la palabra “totalidad” cuando todavía es un muchacho, Arthur le pregunta inocentemente a su padre qué quiere decir. Atrapado en su estrecho racionalismo, el señor Brown es incapaz de explicársela. Sin embargo, aunque él mismo no lo sepa, Arthur tiene la respuesta en su bolsillo. Un mandala (la palabra viene del sánscrito) es un antiguo emblema del universo, de la totalidad. Consiste en un cuadrado cuyos cuatro lados se identifican con cuatro dioses o fuerzas universales, encerrado dentro de un círculo. Entre las cuentas de mármol que posee Arthur hay cuatro mandalas, esféricos no ya circulares y por lo tanto, sólidos. En el corazón de cada uno hay un diseño místico o misterioso. Su cuenta de mármol favorita tiene un nudo en el corazón.

(“Perder las cuentas de mármol” es una expresión estadounidense común que quiere decir perder la cabeza. Es una ironía central del libro que Arthur, la persona que todos creen que ha perdido sus cuentas de mármol, esté todo el tiempo en posesión de ellas.)

Parte de la búsqueda vital de Arthur es identificar a las cuatro personas (los cuatro avatares de lo divino) a las que por derecho propio pertenecen los cuatro mandalas. Waldo, según resulta, no es uno de los cuatro; pero una de las vecinas que vive más cerca de los Brown por la calle Terminus sí lo es. La señora Poulter encarna en gran parte el materialismo místico de White: una mujer común de clase trabajadora nacida en Australia, totalmente ajena a la dimensión intelectual, sin ninguna pretensión, que vive cerca de la tierra y en cuyas manos las tareas cotidianas más humildes, como buscar agua o preparar la comida, se tornan sacramentos. En una de las grandes escenas del libro, Arthur baila el mandala de oro para la señora Poulter porque, como ha aprendido por sus lecturas, los misterios pueden explorarse más fácilmente por el medio físico, intuitivo y no racional de la danza, que a través del medio racional del lenguaje.

La escena de la danza, que muestra a White en la cumbre de sus poderes de artista de la prosa, designa a Arthur como el verdadero héroe espiritual del libro, pero también expone una paradoja trágica para el propio White, es decir, que el arte que practica no lo llevará al corazón del misterio de la vida. No es el escritor sino el bailarín, el tonto sagrado, cuya danza sólo puede ser bailada, no hecha con palabras salvo desde afuera, el que nos conduce y nos muestra el camino. Odioso como Waldo pueda ser, es Waldo y no Arthur quien representa al escritor, es decir, a Patrick White. No es accidental que la siguiente novela que White publicó, El vivisector, tenga como personaje central no ya a un escritor sino a un pintor, cuyo arte se vuelve cada vez más demente y antisocial a medida que envejece, cada vez más una exploración de formas y figuras que se hunden profundamente en la psique.

Después del descubrimiento del cadáver mutilado y pestilente de Waldo y del derrumbe de la casa de los Brown, Arthur hace un último llamado de socorro, ofreciéndose a la señora Poulter como el hijo que ella nunca tuvo, a pesar de que, en rigor, él es mayor que ella. En un mundo ideal, la señora Poulter aceptaría el regalo porque se cuenta entre los elegidos, el puñado de personajes del libro cuya alma no está cerrada a lo divino. Pero en el mundo en el que vivimos, como lo saben ella y también Arthur, eso no es posible, no es realista. De manera que nos queda la esperanza de que en “El vergel”, el manicomio de nombre eufemístico donde se lo confinará, Arthur será recibido con la atención amorosa que merece, que todas las criaturas de Dios merecen. Pero ésa tampoco es una esperanza realista.

  • “Así como la sombra sigue continuamente el cuerpo de quien camina bajo el sol, también lo hace nuestro Adán hermafrodita; aunque él se presente en forma masculina, lleva siempre consigo a Eva, o su esposa 
escondida en su cuerpo”.