El 15 de mayo de 1958, el viejo Consejo de Enseñanza Primaria y Normal aprobó la creación de la Sección Educación Rural, un organismo especializado en escuelas rurales. Más que técnica, aquélla fue una decisión política enmarcada en un largo proceso del magisterio rural, que había comenzado pocos días antes del golpe de Estado de Gabriel Terra y que, sin embargo, a principios de la década del 60 vería el comienzo de su fin. Aquella decisión era efecto todavía de la primera misión sociopedagógica al rancherío de Caraguatá, que Julio Castro relatara crudamente en las contratapas del semanario Marcha en el invierno de 1945. En 1961, cuando ya eran evidentes los estragos del colegiado blanco sobre aquel movimiento, los propios maestros reunidos en el Paraninfo de la Universidad decidieron que de ahí en adelante, el 15 de mayo fuera el día de la educación rural.
Hoy, la educación rural como tema de conversación y debate ha caído en la misma impronta que las referencias mediáticas, políticas y en algunos casos académicas, muestran sobre la educación en general. Se trata de menciones y aparentes discusiones exentas de pedagogía y desprovistas de su esencia. Podría discutirse si la esencia pedagógica de la educación rural uruguaya está en las ideas derivadas del movimiento de los 50, pero es claro que la educación rural actual no es la imagen romántica y encantadora de la escuelita sobre una loma verde, con su bandera flameando al viento y hacia la cual llegan los niños a caballo con sus laptops del Plan Ceibal sobre la montura. Tampoco es la escuela que tiene un solo alumno y mucho menos aquella a la que va un niño que camina seis quilómetros a campo traviesa. Aunque ese niño exista, aunque haya escuelas con un solo alumno, aunque algunos niños sigan concurriendo a caballo, allí no está la esencia de la educación rural. Lo que allí aparece es la novelería, la nota simpática, el idilio encantador y la imagen que vende y deviene en legitimadora de discursos, poses y posturas. Son muchos los que buscan sacar rédito de ese encanto, incluyendo a las empresas dedicadas a los monocultivos, que asocian su imagen con la de la escuela rural y le realizan donaciones, mientras un avión fumigador le pasa por arriba a la escuela y a las disposiciones del Ministerio de Ganadería.
En Uruguay, la mitad de las escuelas públicas están categorizadas como rurales o se encuentran en contextos rurales. Desde la esencia pedagógica, se trata de más de 1.120 instituciones de referencia social en el campo, de tal modo que su acción va más allá de los pocos alumnos que en promedio poseen. Pero para comprender que esa esencia vale más que el encanto romántico de la escuelita en la pradera o en las chacras (o entre los eucaliptus o la soja) es necesario creer en algunas cosas. Creer, por ejemplo, en la importancia de las relaciones estrechas y cercanas entre la escuela, la familia y la comunidad; en el aprender con otros que no se nos parecen, en el marco de relaciones interactivas entre pares asimétricos; en la posibilidad de aprender mejor en grupos pequeños y en instituciones pequeñas, que se relacionan con otras con fines de optimización de recursos.
La escuela rural, única institución pública para la mayor parte de las comunidades rurales, mantiene un mandato histórico de orden social; la existencia de aulas multigrado le confiere una forma de enseñar y aprender que abandona las pretensiones de homogeneidad de la escuela graduada moderna y sus fantasías; la escala pequeña de las escuelas -que no necesariamente está asociada con el aislamiento y la soledad- contribuye a mantener ciertas relaciones interpersonales que parecen perdidas en otros medios.
Algunas de estas creencias provienen del sentido común; otras constituyen derivaciones de concepciones pedagógicas y fundamentos técnicos propios del campo educativo. Unas y otras forman parte de la esencia de la educación rural, y ninguna tiene que ver con los niños que van a caballo por el camino, entre flores y mariposas, hacia la escuela que espera de portera abierta.
Alejarse de las fantasías del encanto y acercarse a la esencia pedagógica permite desarmar esa esencia a través de la reflexión y la investigación educativa. Y esto a su vez lleva a proyectar esta concepción a todas las situaciones educativas de todos los niveles, tanto rurales como urbanos. A partir de la realidad cotidiana de la educación rural y de la forma en que se enseña y se aprende allí, es posible construir nuevos modos de hacer escuela. Esa esencia permite también desmenuzar incongruencias y problemas no resueltos. El mayor de ellos tiene que ver con la universalización de la educación media rural, aún no alcanzada en estos tiempos. El encanto parece darse de bomba contra la realidad, pero la búsqueda de soluciones para un problema tan concreto es una buena oportunidad para poner en juego esa esencia y definir, de una vez por todas, un rumbo y unos resultados contundentes. Al menos para el futuro inmediato, contante y sonante, de la gurisada de la campaña.